Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

martes, diciembre 31, 2013

Cinéfila novedad editorial para 2014

La prestigiosa Editorial Claqueta se complace en presentar a un ávido público lector su nuevo lanzamiento, “Novísima teoría del cine”, escrito por Juan Gorrión y Juan Carlos Alquézar. A modo de muestrario, les ofrecemos los siguientes fragmentos seleccionados del inmortal texto, que va a dar un nuevo y definitivo giro a todo aquello que, hasta la fecha, cabe considerar la concepción vigente del Séptimo Arte. Lean sin hacer muecas, por favor.
“A menudo los productores o la censura obran benefactores prodigios.  En España, la Censura oficial corrigió el título original del primer largometraje exitoso de Carlos Saura, “La Caza del conejo”, por considerarlo pecaminoso (e irrespetuoso con los roedores), dejándolo reducido a su versión definitiva, tan conocida como reconocida. De manera similar, en 1915, los productores de la obra maestra de uno de los padres de la Cinematografía Mundial, D. W. Griffith, le convencieron de que diera un nuevo giro a su film, recortando el título original “Intolerancia al gluten” por el que es de todos conocido y con el que se hizo inmortal, sin apenas alterar unas pocas líneas del guión.”
“Todo el cine importante producido desde 1977 debería haber sido protagonizado por Nick Nolte. Sin lugar a dudas, habría sido un protagonista mucho más creíble y convincente en, por ejemplo, “Los puentes de Madison” (aunque, seguramente, habría que haber dado un giro radical al desenlace de la película) y en “Blade Runner” (Harrison Ford parece demasiado estúpido para entender una palabra del monólogo final). Habría sido difícil que protagonizara “El color púrpura”, pero, en resumidas cuentas, nos estamos refiriendo a películas realmente importantes…”
“Los hermanos Coen se quitaron la “H” como homenaje a Harpo Marx, puesto que era muda, como él.”
“Todos los directores realmente geniales dejan de serlo en el momento en el que toman consciencia de ello. Pasan a ser estomagantes. ¿Ejemplos? Orson Welles, David Lynch, Federico Fellini, Pedro Almodóvar, Wong Kar Wai, Mariano Ozores…”
“En el manuscrito original de la entrevista que Ingmar Bergman concedió a Andrew Sarris en 1972, recientemente hallado, hemos podido rastrear algunos párrafos tachados que nunca vieron la luz. De su lectura se deduce que toda la carrera del colosal director sueco puede considerarse, en el fondo, un homenaje permanente a la figura de los Hermanos Marx. Esta sorprendente revelación fue expresada, sin dejar lugar a la sombra de una duda, por el director de “El séptimo sello” mediante las siguientes palabras:
-Todavía vivía en Uppsala cuando vi el primer film de los Hermanos Marx. Se trataba de “Cocoteros”. Me hizo pensar en frutas y decidí en aquel momento que si algún día dirigía películas, una de ellas llevaría por título el nombre de alguna fruta. Como los Marx eran tan irreverentes, hice más evidente la referencia al añadir el adjetivo “salvajes” a mi título original: “Fresas”. Nadie captó el guiño. Después decidí hacer mis homenajes a los Marx en forma más individualizada, y dediqué mi film “El rostro” a Chico, del que sabía que era un caradura consumado. Tampoco nadie advirtió la alusión. Unos años después, dirigí “El silencio” con la única intención de que la figura de Harpo Marx fuera debidamente admirada en los festivales de cine más prestigiosos y por la crítica más sesuda, pero, inexplicablemente, nadie asoció a Harpo con mi película. En un futuro, como reconocimiento al hermano Marx que considero más gracioso, pienso rodar un film titulado “Funny y Alexander”. Veremos si entonces alguien cae en la cuenta…. Aunque no tengo demasiadas esperanzas.
Yo creo que el cine entero debería estar al servicio de una buena causa. Para mí, reivindicar la figura creativa de los Hermanos Marx justifica plenamente mi carrera y le da un sentido que, de otro modo, no tendría. Mi prima, Ingrid Berman, se puso de su parte cuando la Warner Brothers trató de denunciarles por utilizar la palabra “Casablanca” en su film “Una noche en Casablanca”. Ya es sabido que Groucho replicó advirtiendo a los Hermanos Warner que ellos llevaban muchos más años siendo hermanos y que, por lo mismo, podrían demandarles a su vez. Lo que no les recordó (y sí hizo mi prima Ingrid en una postal que me mandó para felicitarme por mi vigésimo octavo cumpleaños) es que la Warner había copiado a Groucho para crear a su conejo Bugs Bunny en 1938, tomándole prestado su parloteo, su sarcasmo y el puro, que adoptaba, a la sazón, forma de zanahoria.”
“Lawrence de Arabia iba a ser interpretada originalmente por Marlon Brando, pero David Lean no encontró un dromedario lo bastante fuerte para aguantarle sobre su joroba. Luego le ofreció el papel a Laurence Olivier, pero éste rehusó alegando que el polvo del desierto le secaría el cutis. El siguiente elegido fue Rock Hudson, quien estaba encantado de cambiar a Doris Day y a Jane Wyman por un camello, pero era demasiado alto para pasar por la puerta de Damasco sin agacharse, lo que le restaba prestancia. Probaron entonces con Mickey Rooney, pero comprobaron, al hacer la prueba de vestuario, que daba la sensación de ser un bebé envuelto en una toalla. David Lean estaba tan desesperado que incluso le hizo pruebas a Ronald Reagan, Walter Brennan, Lon Chaney Jr., Julián Mateos y Louis de Funés, sin terminar de ver a ninguno de ellos adecuado para el papel. No quedó ahí la cosa: Robert Mitchum tan siquiera llegó a ponerse el turbante, Dean Martin declinó el honor y Sammy Davis jr. , que pasaba por allí, se ofreció, pero su propuesta no fue aceptada por problemas de agenda. Frank Sinatra declaró a la prensa estar dispuesto a interpretar a Lawrence siempre y cuando le dejaran cantar “Pennies from Heaven” al cabalgar hacia Aqaba. Sólo entonces, cuando la desesperación cundía en el frágil corazón del director de “Breve Encuentro” alguien le sugirió a Peter O’Toole para el rol. “Se parece un poco”, alegaron, “y parece un tipo pulcro y educado”. “Está bien, contestó Lean, ya me da todo igual. Que venga O’Toole”. Y así fue como el protagonista de “Lord Jim” entró en la Historia del Cine”.
“El mejor director de películas musicales de la historia es Francis Ford Coppola.”
“¿Por qué nunca sabemos qué decir de Jack Lemmon? Porque Jack Lemmon es un recipiente en el que cabe cada uno de nosotros.”

Editorial Claqueta les desea un feliz y venturoso 2014, lleno de amor, humor, cine, sexo y rock ‘n’ roll.

domingo, diciembre 15, 2013

“Las fatigas de Don Cunegundo” o “La casquivana Mariana”


Mediados del siglo XIX. Saloncito cursi. Don Cunegundo y su fámulo, Don Brígido parlamentan asuntos de máximo interés y trascendencia. Suena una opereta en un gramófono, hasta que Don Cunegundo le descerraja un tiro de pistola y la música cesa bruscamente.

Don Cunegundo: ¿Vienes dispuesto a explicar por extenso
                                   lo que mi dignidad exija,
                                   y en relación a mi hija,
                                   aplacar mi desazón inmenso?
Don Brígido: haré cuanto pueda, don Cunegundo
                        por restituir tu fe en el mundo
                        sin faltar por ello a la verdad
Don Cunegundo: hazlo con celeridad
Don Brígido: Pues verá, sé, pues lo vieron mis ojos,
                        Que en la posada de “Los hinojos”
                        Su hija doña Mariana
                        Ganó fama de casquivana
                        Por dar cumplimiento a sus antojos
                        Con hombres de toda lana    
Don Cunegundo: Habladurías son eso que relatas
                                   ¡Hechos quiero, y no peroratas!
                                   Cuenta, di, lo que viste, y sin adornos
Que no están los bollos para estos hornos.

Don Brígido: A ello voy, don Cunegundo,
Sin perder un segundo.
Son para mí los chismes repelentes
Que ahuyento de mi lado iracundo
Desoigo los rumores de las gentes
Y sigo mi camino por el mundo.
Pero lo tocante a su Mariana
Despertome la curiosidad más sana
Y llevome a investigar el fundamento
De tanta bola y tanto cuento.
Así, pareciome el otro día oportuno
Apostarme muy tuno,
Campo a traviesa,
Al paso de la calesa
Y sin reparo alguno.
Cuando el carruaje ante mí pasó
Y la figura de Mariana distinguí
A la trasera del coche me prendí
Y de polizón su hija me llevó.
Antes de con mis huesos dar
En el pavimento frontero
al mentado lupanar
Reconocí por entero
A Don Diego Manchón y Piñatas,
Un galán feo y soltero
Seductor de niñatas,
Que se acomodaba ufano
Junto a la hija de vos
Fumando un cigarro habano
Que, por cierto, le dio tos.
Don Cunegundo: ¡Ah, pero…¿fumaba el bellaco?
Don Brígido: Sí, mi señor, ¡…tabaco!
Don Cunegundo: ¿Y qué pasó entonces, Brígido?
                             ¿Descendieron de la carroza?      
                             ¿Besó don Diego a la moza
      o quedóse el galán rígido?
Don Brígido: Acompañole un trecho
                        y albergo en mi pecho
                        cierta sospecha
                        de que compartieron lecho
                        en compañía estrecha
Don Cunegundo (aparte):¡Mi reputación, maltrecha!
                                   ¡Mi blasón deshecho!
Don Cunegundo (tratando de rechazar la horrible verdad): Entonces… ¿Viste?
Don Brígido: …………………Vi
Don Cunegundo: ¿Y sorprendiste?
Don Brígido: …………………Sí
Don Cunegundo: ¿Y blasonó Mariana?
Don Brígido: Hasta la mañana.

Don Cunegundo: A ver como caso ahora
                               A esta hija pecadora…
                               A esta vástaga traidora!
                               A la que espera en Zamora
                               Un señor de Calahorra.
Don Brígido: ¡Atiza! ¿Tenía Mariana, acaso
                      Un pretendiente formal?
Don Cunegundo: En efecto, estaba a un paso
de entregarla a un carcamal
Don Brígido: Pues entonces, en ese caso,
                               Y aunque a usted le parezca mal
Se impone un retraso
En el acta matrimonial.
Don Cunegundo se da a la desesperación y deambula por el escenario agitando los brazos hacia el cielo. Se lamenta y se mesa las barbas. Se detiene en medio del escenario y blande el puño contra la adversidad.
Don Cunegundo: Adiós al enlace con el de Calahorra,
 Una boda ventajosa que se va a la porra
Por culpa de la casquivana
De mi querida Mariana,
La muy tonta del bote!
Don Brígido: ¿Pero llevaba Mariana dote? (Don Cunegundo asiente)
Don Brígido: Pues piense usted en lo que se ahorra
¡y olvide al de Calahorra!

FIN

domingo, diciembre 08, 2013

El suspiro del coleccionista

Había pasado los últimos cien años recopilando suspiros de todo tipo en pequeñas botellitas. Los ordenaba, los clasificaba, los exponía, los compartía con amigos y conocidos… Cien años de suspiros ocupan una gran cantidad de espacio y en casa de Laureano apenas había lugar para nada más. “Antes de vivir otros cien años, se dijo el día que cumplía la centuria, debería desprenderme de algunas muestras de suspiros, o buscarme una casa más grande”. Y después de comerse su trozo de tarta de cumpleaños y de encerrar a sus perros, salió en busca de un lugar en el que poder almacenar más botellitas de suspiros.
Mientras caminaba por las calles de su ciudad, una de esas ciudades en las que la gente vive la mayor parte del tiempo bajo el asfalto o haciendo cola para pagar con tarjetas de plástico, Laureano repasaba los innumerables meandros de su fabulosa colección. “Mis suspiros favoritos son los que nacen de la ilusión. Contienen una sospecha de tono rosado. En el otro extremo de mi aprecio están los suspiros de fastidio, que son fácilmente confundidos con vulgares bufidos. Entre unos y otros, hay suspiros de satisfacción, que certifican la dicha instantánea, y también suspiros de ansiedad, de impaciencia, de ensoñación y de renuncia, de pereza, de tristeza y de soledad. Hay tantos suspiros como anhelos y cada persona produce un único e irrepetible género de suspiro. Los hay perfumados, etéreos, cálidos y gélidos. Los hay mudos, sonoros y en blanco y negro y color, como las películas…”
La casa, que guardaba una impresionante semejanza con la de la familia Munster, se recortaba aislada en un promontorio y se accedía a ella subiendo unas escaleras muy similares a las que enfilaba frecuentemente Norman Bates para parlamentar con su difunta madre. El cartel anunciante, con su “Se alquila” impreso, al frente de la edificación, atrajo instantáneamente el interés de Laureano, quien observó en aquel momento que un grupo de personas salía de ella. Tras un breve diálogo con el empleado de la inmobiliaria, Laureano accedió al interior del caserón, destartalado y mal iluminado.
-Es una construcción muy sólida, aunque pueda parecer lo contrario. Aquí hay muchas posibilidades, si uno tiene imaginación y dinero. ¿Tiene usted imaginación y dinero? –preguntó el empleado de la inmobiliaria exhibiendo una empalagosa sonrisa comercial.
-Tengo una colección de suspiros embotellados –replicó Laureano considerando que esta afirmación despejaba la incógnita.
Tras agitar levemente la cabeza, con lo que podría considerarse como un intento de reponerse del golpe, el agente espetó a Laureano:
-Esta será su casa, sin ninguna duda. Está llena de cachivaches, libros y revistas viejas. Pertenecía a un viejo excéntrico y nadie la vació cuando murió, ni reclamó nada. Usted se lo pasará en grande recorriendo sus habitaciones. Estoy seguro.
Laureano no tuvo más remedio que convenir con el vendedor de fincas que estaba en lo cierto. La casa y los misterios que contenía le habían atrapado irremisiblemente. En su primera incursión en la polvorienta y bien surtida biblioteca, Laureano halló un volumen manuscrito que contenía cuentos, probablemente, originales del difunto anterior propietario. El primero de ellos se titulaba “Cien años de vida (y un nuevo día)”. Y Laureano pensó que se trataba de un generoso regalo de cumpleaños que le hacía la casa. Helo aquí:
“Érase una vez un pequeño y valiente gorrión, dotado de un corazón tan grande y vigoroso que su diminuto cuerpo apenas podía contenerlo. El pajarillo desafiaba las limitaciones de su especie y volaba poniendo en juego todas sus fuerzas, siempre en dirección al sol, sin importarle las veces que caía derrengado por el esfuerzo. Cuantas veces quisieron retenerlo en una jaula, fuera esta dorada, plateada o de pobres cañas, el gorrión se liberó, obstinado, firme en su propósito de llevar su trepidante corazón lo más cerca del sol que pudiera. Cuando, tras muchos años de esfuerzos, creía haber encontrado un lugar lo bastante cerca del astro rey como para permanecer en él hasta el fin de los días, tuvo una visión que le trastornó de forma inesperada. En el arroyuelo en el que solía beber agua cada día se reflejó, de manera inexplicable, la faz de un desconocido al que el gorrión, sin embargo, halló extrañamente familiar.
El rostro que apareció en la superficie de las aguas del arroyuelo era el de un hombrecillo insignificante, un burgomaestre solitario que gobernaba un villorrio tan pequeño que no podía moverse sin salirse de él. El burgo del burgomaestre se circunscribía a su propia exigua humanidad. Desde su nacimiento, había sido consciente de estar condenado a respirar el aire de la soledad, mas, fuere por caprichos del azar, del Destino o de la Divinidad, la imagen de su rostro atravesó un buen día mágicamente la superficie de la jofaina en la que hacía sus abluciones matutinas y se apareció, en el otro extremo del mundo, ante los atónitos ojos del gorrión.
“Puedo verte”, exclamó el gorrión al presentarse ante su vista la efigie del burgomaestre, y desde aquel momento, cobraron sentido sus años de afanes y trabajos. Del otro lado, el pequeño alcalde de sí mismo oyó la voz del gorrión y repuso: “Puedo oírte”. Y su soledad, pesada e inerte, como de plomo, saltó en pedazos, esparciéndose sin dejar rastro como una lluvia de chispas.
Los dos nuevos amigos, conectados mágicamente, emprendieron un largo camino que los llevó el uno junto al otro. Cuando al fin se unieron y sumaron sus vidas, sus cuerpos, sus sueños y sus miedos, nada pudo ya separarles jamás. Y si no me creen, mírennos.”

Cuando terminó de leer este cuento, Laureano exhaló un profundo y dulcísimo suspiro. Y maldijo: “¡Nunca embotellaré otro como este!”

domingo, diciembre 01, 2013

Final de trayecto

-Me he olvidado de hacerte la merienda. Soy un desastre – sonó la voz de Teresa a través del móvil.
-Pero, mi vida, por Dios, no tiene importancia… Ya comeré algo cuando llegue. En la estación me compraré un bocadillo –respondió Pablo, tratando de despejar la intranquilidad de su prometida.
-Debes tener hambre. Te conozco.
En Pablo no cabía la menor duda al respecto: Teresa le conocía. Con toda probabilidad, mejor que él mismo. Y en aquella ocasión, la presunción de ella resultaba, como de costumbre, acertada. Pablo hizo el viaje hambriento, sentado en su butaca, anticipando el momento de deglutir el bocadillo de tortilla de patatas que solía comprarse cuando cenaba en una cafetería o un bar. Para aumentar la sensación de apetito en Pablo, parecieron conjurarse todas las circunstancias más adversas. De una parte, su compañera de asiento, una mujer de pelo negro oscurísimo, piel oleosa y voz grave, leía un libro de recetas profusamente ilustrado con fotografías de ricas viandas. De otra, durante el trayecto, al pasaje se le proyectaba el film “El festín de Babette”. Pablo llegó a su destino medio desmayado de hambre, convencido de que, en una distracción, alguien le había sustituido el estómago por una bolsa de papel agujereada de parte a parte.
“Siempre viajando, siempre en tránsito… Siempre estando en dos sitios a la vez, el que dejas y el que te acoge, el que te despide y el que te recibe. Pensando en el lugar al que vas y el lugar del que vienes…” se decía Pablo al bajar del tren y dar sus primeros pasos por el andén. “Yendo y viniendo parece más difícil no confundir el presente con el porvenir, o con el pasado”. Observó que la estación estaba invadida por una espesa e inesperada niebla, misteriosa y sorprendente, que parecía posarse blanda y tenaz, como hacen esos tristes recuerdos que nos acompañan toda la vida, reluctantes a nuestros inútiles deseos de higiénico olvido. Caminando a través de aquella envolvente y húmeda miasma gris que le ocultaba el entorno y toda posibilidad de perspectiva, Pablo pensó en el solipsismo del que era militante ocasional desde los doce años, edad en la que explicó esta teoría a sus compañeros de juegos, aun antes de saber que existiera tal cosa. Los amigos de Pablo ya le tenían catalogado de chiflado antes de escuchar de su boca que ellos eran producto de su imaginación y que desaparecían en el momento en el que dejaba de percibirles, pero, en cualquier caso, aquella formulación les resultó definitiva. Pablo recordaba sus caras ahora, casi cuarenta años después, pensando en que, tal vez, en medio de aquella niebla les hubiera resultado más convincente.
Uno podía llegar a pensar que no existía nadie más en el mundo inmerso en una atmósfera que se comportaba como una venda puesta ante los ojos. Pablo oía pasos, algunas voces confusas y el traqueteo característico de las maletas provistas de ruedas. Cuando llegó a la cafetería de la estación, al hambre que le aguijoneaba se había sumado una melancólica sensación de desamparo.
-Un bocadillo de tortilla de patatas y una cerveza –pidió Pablo al camarero, un cincuentón calvo y de ojos demasiado juntos, que servía sin dejar de mirar la pantalla de la televisión, donde se emitían los resúmenes de los partidos de fútbol de la jornada liguera.
-Le cobrarán en caja –explicó el camarero a Pablo mientras hacía crujir sus mandíbulas al comprobar que su equipo, el Club Deportivo Español, había vuelto a ser bochornosamente derrotado.
En la caja de la cafetería, una mujer anciana, con aspecto de haber superado hacía tiempo la edad de jubilación, esperaba a Pablo con una dulce sonrisa impresa en los marchitos labios. A Pablo le recordó a su propia madre cuando le alargó el tíquet y buscó su billetera para pagar.
-No, no, hijo mío, no es necesario que me dé dinero –rechazó con un gesto la cajera-. En lugar de eso, me pagará con una confesión y una promesa.
-No comprendo –respondió Pablo, perplejo -.¿Qué se supone que debo confesar? ¿Qué debo prometer? ¡Sólo quiero pagar por el bocadillo y la bebida!
-Confiesa, al menos, que tienes hambre.
-Está bien –concedió Pablo-, confieso que tengo hambre. Pero tengo propósito de enmienda: voy a comerme ese bocadillo, si usted me lo permite.
-¿No tienes nada más que confesar? ¿Has sido bueno con tu madre?
Pablo miró al exterior. La niebla parecía haber adquirido una corporeidad ominosa, como si fuera menester valerse de un machete para abrirse paso en ella.
-A mi madre nunca le he escuchado. Ya sé lo que va a decir y siempre me adelanto. No le dejo hablar – confesó Pablo.
La cajera, que había parecido rejuvenecer súbitamente, puso sobre el mostrador una copa colmada de un espeso licor rojo.
-Has hecho una buena confesión y detecto tu arrepentimiento. Sólo falta que hagas una promesa y podrás beber el contenido de este cáliz.
-Gracias, me conformo con mi bocadillo y mi cervecita… -repuso Pablo mirando con ojos anhelantes a su frugal cena, que le parecía ya inalcanzable, en poder de la intrigante empleada.
-Escúchame con atención: si me haces una promesa que lo merezca, podrás beber este rico néctar y, debo advertirte, quien lo bebe, cumple, necesariamente, cualquier promesa que haga. Así que piensa bien en qué promesa tendrías especial interés en cumplir.
Pablo pensó en Teresa, en la merienda que ella había olvidado hacerle y declaró, con voz firme y clara:

-Prometo que amaré a Teresa toda mi vida y que haré todo lo posible por hacerla feliz. –Y, alargando la mano, tomó la copa, que rebosaba, y la vació de un largo trago. Fuera, la niebla se disipó y Pablo caminó entonces en la noche, hacia su solitaria habitación, olvidando sobre el pupitre de la cajera su bocadillo y su cerveza.