Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

lunes, octubre 28, 2013

La edad de la inocencia, veinte años despúes (y un epidelirio del 2013)

Este burgomaestre atolondrado no vio el film de Martin Scorsese, "La edad de la inocencia" a su debido tiempo, es decir, hace veinte años, cuando se estrenó. Han tenido que pasar dos largas décadas para que, gracias a María, la mujer que se parapeta tras el avatar de Juan Gorrión en las procelosas aguas de internet, este burgomaestre haya saldado tan bochornosa cuenta pendiente con el cine. En gratitud a ella y en obsequio a los amigos de Lady Filstrup, le cedo la palabra para que nos traslade las virtudes de tan excelente film a través de un escrito tan riguroso como emocionante (NOTA: El ruborizante "Epidelirio" es cosa mía). Les dejo con Juan Gorrión:

La edad de la inocencia 
“...quiero decir que siempre es como el primer día…Cada vez, me envuelves”  Newland Archer

“Que no se engañe nadie; los temas de LA EDAD DE LA INOCENCIA son los que me atraen desde hace veinte años; la culpabilidad; el deseo; no poderlo cumplir; estar obsesionado por alguien y no poder satisfacer esta obsesión. Llevada hasta convertirse en peligrosa, esta obsesión, es la de Travis Bickle en Taxi Driver, acabando por explotar, destruyéndolo todo, en un baño de sangre. Aquí, la destrucción se hace más educada, más elegante. Hay mucha sangre derramada, pero se trata de otra sangre, de la sangre de las emociones. La Edad de la Inocencia puede que sea el más violento de mis films" (Martin Scorsese, 1993).
Cuando Scorsese anunció que llevaría a cabo la adaptación de la novela de Edith Warthon, ‘La edad de la inocencia’, con la que la escritora neoyorkina ganaría en 1921 el premio Pulitzer, muchos pensaron hallarse ante lo que sería en un alejamiento decepcionante de su estilo característico, pero si Scorsese es un gran cineasta, lo es porque su universo personal no está limitado por etiquetas, ni por meras acotaciones genéricas, sino que es ampliado y enriquecido por una insaciable curiosidad cultural e intelectual, que presiona constantemente contra los límites artísticos, haciéndolos añicos. Scorsese estudia en “La Edad de la Inocencia”, nuevamente, las actitudes que restringen la libertad, y ataca con virulencia a los practicantes, ésta vez en la sociedad neoyorquina de 1870, de una doble moral, no muy distinta a la de hoy, recreando la inocencia que caracteriza a sus personajes, enredados y sin escapatoria posible de un mundo de podredumbre, que les convierte en víctimas antes que en verdugos. Scorsese explora una telaraña de ambiciones y falsedades, que no es tan diferente de sus más habituales microcosmos de gángsters. La secuencia del baile en el salón de los Beaufort, con la presentación de los distintos personajes que tendrán relevancia en la historia, recuerda poderosamente a sus planos subjetivos de ‘Malas calles’ (‘Mean Streets’, 1973) o ‘Uno de los nuestros’ (‘Goodfellas’, 1990), en los que la cámara se encarga de similar función en secuencias análogas. A fin de cuentas, Archer, como Henry Hill, Travis Bickle o Jake LaMotta, es un hombre condicionado por una obsesión casi neurótica, que le ata a un amor inevitable en medio de un universo hostil, que acabará por despedazarle.

Scorsese construye un drama no sólo sentimental, sino también social, incluso existencial, alejado del melodrama clásico; un universo de emociones contenidas al milímetro, que construye un relato frío de la pasión, donde la imagen y la palabra siempre son contradictorias y ya no parecen tener relación con el mundo. Alejándose de la subjetividad y la demostración lacrimógena del cliché romántico, parece evitar cualquier pasión exaltada,  y se dirige hacia la contención y la interiorización por la vía de una puesta en escena nada enfática, a diferencia de tantos films anteriores, asistiendo la muerte inexorable del amor, tras una única escena apasionada, reducida a la del trayecto desde la estación de Nueva York, primorosamente construida, que introduce ocho fundidos encadenados entre los nueve planos montados en un crescendo dramático, acorde con este último y casi único momento de exaltación amorosa. Esta escena muda, culmina con un beso ralentizado que consigue crear una imagen cargada de rabia, con la que parece querer significar la lucha encarnizada de Newland, por detener un presente que se le escapa. En la escena del encuentro en la cabaña, el anhelo provoca una falsa realidad, que es resuelta con sutileza, con la vibración de ese breve instante en el que contemplamos lo que imaginariamente Newland dará por vivido, aunque jamás llegue a ocurrir. Una puesta en escena que subraya con elegancia, alternando el ritmo rápido y maquiavélico de la vida en sociedad y la suspensión del tiempo, el intento de conservar el presente, sustrayéndose de él, como Johnny Carter, “El Perseguidor” de Cortázar, en un vagón de metro o en una sesión de Jazz, cuando afirma “¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora, en un minuto y medio?"
  La  prosa luminosa de Wharton es narrada, lánguidamente, con la ironía que introduce la visión subjetiva de una narradora independiente de los propios personajes, por Joanne Woodward: " Todos ellos vivían en una especie de mundo jeroglífico. La realidad nunca fue dicha o hecha o pensada, sólo representada por un conjunto de signos arbitrarios “. Un barroquismo formal, y una voz en off introductoria, que también encontraríamos en el Welles de “El cuarto mandamiento”, con el añadido de que el universo descrito por la novela de Tarkington, no está muy alejado de “La Edad de la Inocencia”. Citemos en este punto otras  referencias cinematográficas de trasfondo literario que acuden a nuestra mente con oportunidad, tales como son  La heredera (The Heiress, 1949), a partir del “Washington Square” de Henry James, y Carrie (1952), de Theodor Dreisser, ambas dirigidas por William Wyler
La escenografía y el minucioso detallismo (Un Turner marino, un suntuoso Sargent, un desnudo colosal de Bouguereau, “El arte o la esfinge” de Fernand Khnopff, o un Manet traído a la vida en la escena ralentizada de los hombres con sombrero caminando por Manhattan), van encaminados a representar una sublimación de lo superficialmente lujoso, frente a la urgencia y la angustia de la pasión irrefrenable. Los tránsitos de la cámara entre los recargados decorados de las mansiones neoyorquinas, ofrecen claros ecos de la precisa y preciosa caligrafía ophulsiana: los travellings de seguimiento y las panorámicas escrutando los decorados como en “Carta de una desconocida” (Letter from a Unknown Woman, 1948), o los planos saturados de color como en Lola Montes (1955), son otros puntos de referencia para la puesta en escena de Scorsese. Colaborando por primera vez en el guión con su antiguo amigo Jay Cocks, contó, también por vez primera, con el diseño de producción de Dante Ferreti, que desde entonces sería un colaborador fijo y esencial en sus proyectos. Para la complejísima elaboración del vestuario, contrató a la legendaria Gabriella Pescucci, que con esta película ganaría su único Oscar (y el único Oscar para la película).

La perfección estilística y narrativa de esta película mantiene al espectador sin aliento. No solamente por su hechicería visual, sino , especialmente, por  la exuberancia de sus múltiples niveles narrativos de los cuales están compuestas sus secuencias memorables, por la sutilidad con la que elementos como los cuadros o la ornamentación cuentan algo de los personajes, aquello que oculta su contención, y por las dinámicas invisibles que se establecen entre ellos. No hay un solo gesto o conducta que no tenga una utilidad dramática de gran fuerza emocional, como fantasmas ocultos que hacen avanzar el relato hacia un certero e implacable retrato de un universo cerrado en sí mismo, cuyas leyes impiden la natural expresión de los sentimientos, y cuyos miserables partícipes encuentran placer en todo tipo de mutilación de la verdad, contenida la pasión hasta desdibujarse en máscaras, como los actores del majestuoso Fausto de Gounod, el aria del “M'ama non m'ama” con el que se abre la cinta, de forma parecida a como lo hiciera Visconti en “Senso” en 1954. La segunda escena viscontiniana en su superficie, el gran baile de los Beaufort, que equivaldría al de los Salina en El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963), reincide en ese carácter de escaparate del grupo social protagonista, definido mediante un sistema de convenciones ritualizadas que lo rigen férreamente.
El sentimiento central que anima la película, no es el amoroso, sino el sentimiento de pérdida, de agridulce constatación de lo que pudo y debió ser y nunca fue. Hacer visible ese sentimiento de pérdida que convierte al presente, simultáneamente con su propio transcurso, en un intento de conservar para la memoria lo que se siente y anhela. La intensidad de las emociones que los personajes viven en su interior, y la incapacidad de éstos para hacerlas emerger a la superficie, genera la necesidad de capturar y fijar el presente antes de que se convierta en pasado y se apague la luz desde la que fue contemplado, antes de que la intensidad del dolor descienda con la luz del atardecer.
El trío protagonista es insuperable. El siempre brillante Daniel Day-Lewis es el héroe trágicamente pasivo que se sabe (equivocadamente, quizá) incapaz de dar el paso que le libere de una sociedad que secretamente desprecia, con la que no comulga y que le ahoga hasta casi literalmente encorsetarlo y diluirle en un Newland, que acaba por despreciarse a sí mismo, condenándose al dolor eterno como único medio de permanecer al lado del ser amado, de retenerlo para siempre en su corazón. Pero son las mujeres las que manejan todos los grandes eventos de la trama. Mientras los hombres flotan entre el aire viciado del humo de sus cigarros, el contenido y elegante retrato de Ellen Olenska Pfeiffer, en la mejor  interpretación de su irregular pero honorable carrera, encarna la testaruda inocencia de quienes se creen libres sin serlo, y se pregunta: " Ustedes, ¿existen en su entorno?”  Abocada a su destino de mera comparsa, en una farsa donde las mujeres no pueden aspirar a tener la vida propia que ella anhela más allá de existir como elemento decorativo de ese escenario suntuoso, se va apagando, hasta dejar de creer en sus sueños y se condena a sí misma a la soledad,  sometiéndose a los designios de su casta y renunciando a la esencia de su belleza de paso firme y sonrisa abierta. Muertos ambos, el glorioso final de una era puede continuar su camino y languidecer plácido e indemne.  El personaje central, el despiadado traidor de esta historia, es el magistralmente encarnado por la dulce May, Winona Ryder, un año después del ‘Drácula de Bram Stoker’ (Coppola, 1992), perfecta como la tímida manipuladora, tan incapaz de matar una mosca como de fraguar el destino adverso de sus semejantes. La certera arquera orquesta, invisiblemente, la traición silenciosa de una sociedad consciente de su artificiosa fragilidad y del peligro de un amor que descubren abrasador, mucho antes de que Ellen y Newland sean conscientes de él, y que se cierne amenazador sobre sus cimientos, como una sombra de la modernidad, igualdad y libertad, que daría paso al derecho al deseo, para ella tan incomprensible como desconocido, por representar el fin de ese destino cierto e inamovible, ese derecho adquirido por nacimiento en aristocrática cuna. May, hace de su ignorancia y falta de amor, un horizonte distinto del que conoce, eso es lo que le permite revolverse contra cualquier elemento que haga peligrar su posición, saber utilizar las mentiras y ardides que su microcosmos le permite. Por eso, Wharton y Scorsese le rinden cumplido homenaje a May en la que el propio Scorsese considera como escena clave de la película, cuando Newland está dispuesto a tomar la iniciativa de una separación, y ella le comunica su embarazo, que será la señal social que sancionará, a la postre, el fin de su vida.

La sombra de Wharton la hallamos expresa en la escena del faro, en el extremo de un muelle, bajo una puesta de sol de color rojo sangre; un barco navegando por un mar resplandeciente; es una escena inundada de luz y de esperanza y anhelo. “Si ella mira a su alrededor antes de que el barco pase el faro, iré con ella, estaré con ella a cualquier precio”. La sombra de Wharton, por cierto, se proyecta en Cortázar (a quien recordábamos antes), en su relato “El Manuscrito hallado en un bolsillo: ”"Mi regla era maniáticamente simple. Si me gustaba una mujer, si me gustaba una mujer sentada frente a mí, si me gustaba una mujer sentada frente a mí junto a la ventanilla, si su reflejo en la ventanilla cruzaba la mirada con mi reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la ventanilla turbaba o complacía o repelía el reflejo de la mujer en la ventanilla, entonces había juego. La regla de juego era esa, una sonrisa en el cristal de la ventanilla y el derecho de seguir a una mujer y esperar desesperadamente que su combinación coincidiera con la decidida por mí antes de cada viaje. Entonces, el derecho de acercarme y decir la primer palabra."
La sombra de Scorsese, por su parte, se define nítida en la escena final de París, cuando Newland es un anciano y su hijo, consciente del secreto de su padre, se compadece de él y le anima a retomar una vida con Ellen, una vida que ya no existe.  Antes de caminar lentamente, se inclina hacia delante, vencido por el peso de su corazón, y levanta la cara hacia la luz , y está de vuelta en ese muelle al atardecer, y Ellen se dirige hacia él, con el rostro lleno de luz y de esperanza y de anhelo. Esta escena es el gran regalo de Scorsese a Wharton, una escritora que castiga a sus personajes por no seguir su corazón, dejando que el color se desangre de sus vidas. Y es también un regalo a su propio padre, Luciano Charles Scorsese, a quien dedica el film en su emotivo final. 
Epidelirio
"Ajeno al dolor, ajeno a la soledad, a la ira, al estridente berreo del vecindario vocinglero, a las turbulencias de la superficie y a las profundas corrientes subterráneas, vivía su vida ajeno a sí mismo. Pisaba en medio de la multitud con paso discontinuo y distinguía, sin esfuerzo ni alarma, el olor a putrefacción oculto en medio de los más ricos perfumes. Reconocía la maldad bajo la más seductora de las sonrisas y se preguntaba, cuál era el lugar que le estaba reservado en aquella destructiva jungla de seda, y si tendría la posibilidad de ocuparlo y qué tendría que hacer para quedarse en él.
De no haberla visto a ella, nunca se habría preguntado nada, desde el día en que nació. Y, ni siquiera entonces supo que estaba naciendo en él una interrogación, una leve consciencia de estar dolorosamente desajustado con el mundo. Pero conforme la presencia de ella fue introduciéndose y creciendo en su alma, en la misma medida fueron agrietándose las paredes construidas en torno suyo, las que había levantado él, con sus manos, y las que los demás habían elevado desde el suelo al inalcanzable firmamento. Por esas hendiduras podía sentir que se escapaba el orden establecido y penetraba al tiempo un aire extraño que le embriagaba. Ya sólo quería vivir para respirar ese aire.
Un día tras otro, sentía crecer la angustia, con la caída de cada hoja del calendario,  y empleaba las manos para señalar, la voz para denunciar, los pies para correr. Corría hacia ella y no llegaba sino al punto de partida, extraviado por sutiles indicaciones trágicamente erróneas, que le llegaban desde amables y ponzoñosas cercanías. El azar podría, tal vez salvarle, se decía, allí donde ni el corazón ni la voluntad se revelaban suficientes para impulsarle. El peso de la consciencia le aplastaba y le empujaba al mudo holocausto.
Y al final, envuelto en algodonosas brumas de intangible y letal conveniencia paralizante, él sintió sus manos helarse, helarse sus piernas y su pobre corazón. El recuerdo de ella quedó alojado en su garganta y le  hizo perder el habla. La memoria de su amor y su amor mismo, sin embargo, se mantuvieron siempre vivos."

Coda
¡Levanta tu cara a la luz!
"La edad de la inocencia" implora poder ver, tan siquiera una vez en la vida, a la persona que amas, girando hacia ti su rostro.



domingo, octubre 20, 2013

SI QUIERES ATARME LOS CORDONES DE LOS MOCASINES, TE FREIRÉ UN HUEVO DE CEBRA

“Si no tienes un final, no tienes nada”. Ya tenía su sentencia ¿Qué le quedaba por hacer? Levantarse e irse, nada más. Esteban salió del lujoso despacho del productor sin molestarse en mirar atrás. La última puerta se había cerrado con estrépito. Tendría que buscar dinero en otra parte, en algún rincón ignoto y remoto, quizá. Mientras esperaba el ascensor sacó un sobado cuadernillo de uno de los bolsillos superiores de su cazadora y escribió: “Te quiero sin remedio y con re-miedo”. En el ascensor había una chica joven y guapa. Ella ni le miró.
La vida se convierte en una lucha entre la fe y la erosión. Uno necesita fe para creer, esa fe que mueve las montañas y las lleva a donde uno quiere. Pero no es fácil disponer de ella y cuando se consigue, puede que sea tarde para que ésta venza a la erosión, al desgaste que el tiempo nos ha practicado en nuestros perfiles, hasta dejarnos chatos de esperanza, chatos de ilusión.
En el desván solía pasar horas muertas, tratando de reanimarlas, sin demasiado éxito. De un cajón, extrajo algunas revistas viejas. Le divertía mucho leer noticias atrasadas, anunciadas y nunca verificadas, predicciones incumplidas, que él pensaba que habían dado lugar a otros tantos universos paralelos en los que sí habían tenido lugar. Recordaba cuando las había leído, cuarenta años antes, cuando aquellas simplezas parecían reales y posibles. Ahora trataba de reconstruir al niño que existía en su interior, que las había leído por primera vez. “Frank Sinatra se retira a los cincuenta y cinco años, no sólo de la vida artística, sino incluso de la vida pública. En lo sucesivo, se limitará a leer y a hacer vida de familia” Julio Iglesia declaraba: “Dejaré la música a los treinta años y me dedicaré a ejercer la medicina”. Rock Hudson aseguraba que estaba pensando pedir en matrimonio a Susan Saint-James, Miguel Bosé afirmaba, en 1972, que él “sería el Peter O’Toole español”. Un anuncio, en el que se veía el dibujo de un señor calvo como la proverbial bola de billar (¿Son calvas, las bolas de billar?¿Cuándo perdieron el pelo?) rezaba (¿Por qué rezan los carteles? ¿Están contritos y arrepentidos o están pidiendo que les liberen de su sujeción?) la siguiente pregunta: “¿Se le cae el cabello?” cuando resulta evidente que no, que el cabello no se le cae porque ya se le ha caído. En alguna parte, en otra realidad, a aquel hombre dibujado le había crecido el pelo hasta cubrirle el despoblado cuero cabelludo con una elegante melena, y Miguel Bosé nunca había avergonzado a la audiencia televisiva española cantando y bailando “Don Diablo”, protagonizando, a cambio, el ansiado remake de “Lawrence de Arabia”; Sinatra nunca había cantado “New York, New York” y Rock Hudson había llenado de prole su feliz matrimonio con la señora McMilland. La Humanidad se había visto libre de la tardía y atrofiada versión de “Begin the Beguine” debida a la pálida garganta del follador melódico, latino, bronceado y delgado, que, en cambio, operaba las apendicitis primorosamente, con idéntica pasión y causando muchas menos molestias.
“El guión no funciona porque no tiene final. Yo soy el guionista, quien debe dotar de un final a su guión o dejar de pensar que es un guionista, alguien que escribe guiones. Pero uno no puede dejar de ser lo que es, aunque haga mal lo que tiene que hacer.” Así pensaba Esteban cuando tomó el móvil para llamar a Ángela. Sus dedos, animados por la certidumbre de lo ritual, actuaron por sí solos. Pero Esteban se contuvo. Pensó en todas las ofrendas que Ángela y él se dedicaban, de disparatados actos de fe. Anunciarle su fracaso final era pisotearlas una por una. Mientras sostenía el aparato, sonó la alarma. Esteban miró la pantalla, acometido por una súbita esperanza. Comprobó, sin descolgar, que se trataba de su madre, una vieja viuda amargada con la que todavía convivía, pese a contar ya cuarenta y cuatro años, que le llamaba para que bajara a almorzar. Esteban desconectó el móvil y lo dejó, inerte y frío, sobre el cajón del que había sacado las revistas. Entonces hizo algo que nunca antes, pese a haber pasado tantos ratos de su vida en aquella buhardilla, había hecho. Despertando un chirrido seco de sus goznes, abrió la ventana y salió al tejado.
Esteban caminó sobre las tejas, emprendiendo una vacilante excursión sobre el tejado de su casa, la casa en la que había nacido hacía más de cuatro décadas y de la que parecía que nunca iba a ser capaz de salir. “El futuro –se decía- es un forajido que te asalta con el rostro cubierto con un pañuelo. No puedes ver su cara, pero el futuro sí te ve, te espera, observa qué sendero escoges a cada paso, en el jardín, y sonríe, inmune a tu miedo, a tus dudas, a tus errores”. Esteban observaba el cielo, inmenso, azul, atravesado de nubes que parecían querer absorberle y pensaba que él no estaba allí para ofrecer su postrer canto de cisne, como hicieron los Beatles en la azotea de Apple, entregando su amistad, a cada nota, a una pira funeraria.
Tampoco, pensando en más posibilidades, estaba allí escenificando el nacimiento de un amor, o la reacción a una traición entre amigos, como podía presenciarse en la terraza de “La ley del silencio”. Esteban había subido allí impelido únicamente por un sentimiento indescifrable, que le hacía pensar en Charlot huyendo de sus enemigos, resbalando sobre las tejas, o en un misterioso malhechor, como Fantomas o Judex tratando de burlar a sus implacables perseguidores. “El futuro que aguarda es una suerte de Destino.  A veces nos alcanza a nosotros, otras, a nuestras obras, o incluso, a nuestros descendientes. El futuro no tiene prisa”
Esteban se plantó, derecho, en el alero, donde apenas había espacio para apoyar los pies. Si hubiera soplado algo de viento, seguramente, habría perdido el equilibrio, pero todo estaba en calma, incluso en el interior del alma del escritor frustrado. Suspenso en aquella angosta extensión del Universo, Esteban pensó en Ángela y, sin advertirlo, permitió que sonara en su mente una canción tan naïf como enternecedora, “A toi”, de Joe Dassin.  Nunca le había gustado, precisamente, por fácil e ingenua, pero en aquel instante se le reveló magnífica. Hacía falta estar muy convencido para dedicar cualquier cosa a otra persona y más para hacerlo con tal literalidad. Le resultaba paradójico que aquella canción fuera obra de un hijo de Jules Dassin, uno de los directores que, con mayor precisión y patetismo, había sabido retratar la fatalidad en films tan negros y agrios como “La noche y la ciudad”. De improviso, cesó de sonar la música en el anfiteatro de su mente. Esteban se sintió invadido por una límpida certeza, por un aserto clarividente.

-Este es el final que no sabía encontrar –dijo en voz alta. Y extendió los brazos, como para echar a volar. Y no voló, ni cayó, ni se sintió morir. En lugar de eso, sin sorprenderse por ello en absoluto, escuchó sonar su móvil desconectado. Era Ángela.

domingo, octubre 13, 2013

Un divo en mi ducha y cinco gramos de barriga

“Diez funambulistas, calzados con botas de buzo, caminaban sobre una plancha de hierro candente, estrujándose los sesos, tratando de  discernir qué era lo que allí les había llevado y les mantenía en aquel afán incomprensible, suspensos, perplejos y atribulados.” Carla cerró el volumen y lo dejó sobre la mesilla. Se trataba de uno de los libros que le proporcionaba su amigo Günter, que él mismo editaba con tiradas inverosímilmente ínfimas, a través de su editorial independiente, de uno de esos autores sin lectores, que confunden la literatura con la escritura automática. Carla tenía un círculo de amistades prácticamente integrado en su totalidad por pájaros de vistoso plumaje, que revoloteaban festivos con las alas de la creatividad, un campo que ella adoraba y que a su vez trataba de frecuentar, pese a (o quizás precisamente debido a) a ganarse el sustento por el prosaico sistema de trabajar de secretaria imprescindible y factótum de una importante concesión en Frankfurt de una compañía de seguros.
Carla llevaba ocho horas en Madrid, procedente de Oslo, donde había resuelto discretamente un problemilla de índole particular de su jefe, Walter, un individuo culto, muy viajado y muy leído, tan obsesionado con las mujeres como reluctante a comprometerse con ninguna de ellas. Alojada en el Regencia, un hotel pequeño y centenario, debía llamar a su jefe para comunicarle su paradero, pues debía reunirse con ella, tal como habían convenido. Carla, tras diez años en la empresa, había sucumbido, más por hastío que por convicción, a los incombustibles requerimientos de Walter. “Si tiene que ser, que pase de una vez”, se había dicho a sí misma, de forma hasta para ella inopinada, cuando accedió. Walter había sonreído entonces con tanta complacencia como si el ayuntamiento de Frankfurt le hubiera concedido permiso indefinido para aparcar su Ferrari en doble fila. Carla recordaba esa repulsiva sonrisa cada vez que sonaba su teléfono móvil, cosa que venía sucediendo cada media hora, aproximadamente, durante las últimas cuatro. “Seguro que tiene a la tonta de Gretta ocupada en ese menester”, se decía, y ni una vez lo descolgaba.
El mueble bar del Regencia estaba bien provisto y Carla no desaprovechó el surtido. Estaba calamocana cuando expuso su delgado y todavía juvenil cuerpo al agua de la ducha. Le divertía íntima y plenamente el plantón dado a Walter, y un humor juguetón y diabólico le recorría desde la punta de los dedos de los pies hasta la raíz de los cabellos. En aquel tipo de estado, achispada, en remojo y burlona, solía acudir a sus labios dócilmente el “Blue Moon” en la versión de los Marcels, tema que ella se encargaba de triturar vocalmente con entusiasmo digno de mejor causa. Abrió la boca, echó levemente la cabeza hacia atrás y de su garganta brotó, con bien timbrada voz de tenor, E lucevan le estelle, de Tosca. De la impresión, Carla resbaló y se sentó de golpe sobre sus magras posaderas. Quedó así sentada, ojos abiertos, expectante bajo el agua de la ducha. Probó entonces a cantar Pretty Woman, del maestro Orbison, y entonces fue el Nessun dorma  lo que atronó el aire de la habitación 108 del pequeño y centenario hotel Regencia, de Madrid.
-         - No se asuste, no voy a hacerle daño –pronunció una voz masculina junto al oído derecho de Carla.
-          -¿Quién es usted? –fue la razonable pregunta de la secretaria. A la que añadió la no menos comprensible: ¿Cómo ha entrado aquí? ¿Cómo es que no puedo verle?
-         - ¿No ha reconocido mi voz? –preguntó a su vez el invisible compañero de ducha.
-          -Le advierto que no soporto que me contesten con otra pregunta… - replicó Carla, enojada. Y para reforzar su actitud, cerró el agua de la ducha, como dando por zanjada alguna tonta controversia, y se cubrió con la toalla.
La voz siguió a Carla hasta el pie de la cama, donde se vestía. El tono era conciliador y cálido:
-        -  Escúcheme, llevo mucho tiempo esperándola. Me duele un poco que no me haya reconocido, pero eso no es importante ahora, porque vamos a tener mucho tiempo para conocernos. Soy el gran Enzo Buonarroti, el famoso tenor.
-         - Encantada –contestó Carla, sin inmutarse.-  Tenía entendido que había usted muerto en 1973, si no me falla la memoria.
-          -Su memoria es excelente, Carla. Sucede que, desde entonces, he permanecido en esta habitación de hotel, esperándola. –Ante lo que parecía el asomo de una protesta de la mujer, el tenor continuó:
-          -Ya sé que usted no había nacido entonces, pero, créame, es a usted a quien yo estaba esperando aquí, todos estos años… ¡Cuarenta años!
Carla no podía comprender a qué se debía su inexplicable calma. Supuso que la inverosimilitud de la situación había superado la barrera de cualquier reacción plausible, aunque, en el fondo, vislumbraba que si no estaba asustada era porque, realmente, ella también había estado esperando que ocurriera aquel disparate. La voz del tenor volvió a sonar, con un tono evocador:
-       
  -Conocí a Geneviève en las calles de Madrid. Ella iba comiendo un cucurucho de churros y su visión (la de Geneviève, no la de los churros) me trastornó completamente. De pronto, uno de los churros cayó al suelo y yo me apresuré a recogerlo, para dárselo. Sin poder alcanzarla, en un primer momento, la seguí hasta su casa. Llamé y, cuando me abrió la puerta, le pregunté: “¿Es suyo este churro?”, a lo que ella contestó altiva: “Se equivoca de persona, jamás he visto a ese churro”. Y cerró la puerta. Me quedé con el churro en el bolsillo de mi gabán, convencido de haber perdido al amor de mi vida. Pero la suerte fue generosa conmigo y pocas horas después, Geneviève se reencontró conmigo, en el Teatro Real. ¡Debutaba aquel mismo día en el coro! Volví a ofrecerle el churro y esta vez, entre risas, lo aceptó. Geneviéve estaba en aquellos días tratando de adelgazar, disconforme con su cuerpo generoso y sus encuentros con porciones de comida oleosa eran culpables. Por eso me había rechazado en su casa. Bueno, por eso, y por su marido, que dormitaba en el saloncito. 
--¿Está usted casada?- preguntó la voz a Carla, cambiando a un tono más urgente.
-       -   Lo estuve –contestó ella, con la misma frágil y tenue amargura que empleaba siempre que se refería a su pasado matrimonio.
-        -  Geneviève y yo fuimos muy felices en esta habitación. Nuestro amor fue sublime, perfecto, superlativo, esplendoroso… Y ahora que te he reencontrado, Geneviéve, volverá a serlo. Tú no lo sabes, pero ya me amas.
Carla trató de rebelarse al fantasma empleando argumentos sólidos:
- ¿Cómo voy a amarte, si ni siquiera puedo verte, ni tocarte?
-Eso es una pequeñez. Puedo hacer cosas. De momento, he mejorado tu manera de cantar… ¿No te has dado cuenta?
-La que cantaba no era yo –objetó Carla.
-Sí eras tú. Puedes hacer más cosas de las que imaginas, ahora que estoy contigo. También yo puedo hacer “cosas” que no supones.
Carla notó entonces un cosquilleo muy agradable en la nuca, que fue bajando por su espalda y que se detuvo en la cara interior de sus muslos.
-¡Enzo!
-Espera, querida, esto no es nada…
El móvil sonó otra vez. Como movido por hilos invisibles, se elevó de su posición en la mesilla de noche, voló a través de la habitación y salió por la ventana. Carla estaba demasiado extasiada para advertirlo. Pasaron los minutos y las horas pasaron y en la habitación 108 del hotel Regencia podía verse a una mujer enteramente feliz, cuya compañía invisible lo era en la misma medida. Como por casualidad, una leve objeción a su recién adquirida dicha cruzó la mente de Carla:
-         - Pero Geneviève era gorda, por lo que me has contado, ¡y yo soy delgadísima! ¡No engordo ni a tirones!

-         - Querida, eso corre de mi cuenta… Si pudieras, comprobarías que, desde hace un rato, tienes cinco gramos de barriga.

domingo, octubre 06, 2013

"De aquellos polvos vinieron estos lodos" o "Lo que tiene de malo Guzmán el Bueno"

A escasamente una semana vista de convertirse en lo que para el gremio de anticuarios se considera ya una antigüedad, es decir, cuando tan sólo media docena de días le separan de cumplir medio siglo de existencia, a este burgomaestre le asaltan constantes visiones de su pasado remoto, reflujos indeseados de sus viejas vivencias, posibles claves de lo que le ha llevado a ser el convulso manojo de absurdas ideas que hoy en día es.
Por ejemplo: ¿En qué momento de su formación este burgomaestre aprendió o desaprendió algo que explique su completa incapacidad para entender la grandeza del flamenco? ¿Fue viendo “Cantares”, desde el Corral de la Pacheca, y presentado por el inefable Lauren Postigo, o fue mucho antes cuando desarrolló su resistencia al embrujo del cante hondo y del baile por bulerías? ¿A qué misterioso arcano se debe que un bailaor flamenco le parezca un señor atacado por un berrinche terrible y víctima de una pataleta irreprimible a quien habría que administrar sedantes? En similares recodos de su educación debe encontrarse la explicación para que sea impermeable al más elemental sentido de la corrección en el vestir y le parezca mucho más elegante Sitting Bull, Cantinflas o Charlot que el más emperifollado asistente a las carreras de Ascot o a una recepción en Buckingham Palace.
En algunos casos concretos, las circunstancias mandan sobre nuestra capacidad de juicio. La recordada serie televisiva “Gunsmoke” (La ley del revólver, entre nosotros), una de las más longevas de la historia de la pequeña pantalla, y cumbre del género Western en el medio, siempre permanecerá, sin embargo, asociada para este burgomaestre con la inexpresable melancolía inherente a la sobremesa del domingo, por lo que nunca podrá apreciarla en su justa medida. Un horario de programación inadecuado puede modificar decisivamente nuestra valoración sobre una serie o una película. De la misma manera, una enseñanza errada de la historia de un país puede marcar que una generación (o varias) de sus hijos, repudie su pasado y abjure de su patria. El triunfalismo imperialista y acrítico de las escuelas franquistas produjo tantos escépticos que creer en España como en algo más que una farsa de cartón piedra (cuando no una barahúnda sangrienta) parece, por lo común, un ejercicio de cinismo.
No existen disculpas para no querer a los demás, y sin embargo, todos las encontramos constantemente. Alegando secretas y oscuras ofensas del pasado, o la preponderancia de la religión, la patria o el bien ajeno, podemos relegar el cariño a un rincón. Y poco importa la proximidad del semejante o la estrechez del lazo que nos une con él. En la increíble historia de España que nos enseñaron en el colegio a los que hoy soportamos el peso de un país que apenas se mantiene a flote, se recoge el ejemplo de Alonso Pérez de Guzmán, al que se le conoce como “El Bueno”, por el escalofriante mérito de entregar un puñal con el que los moros benimerines y nazaritas y el infante Don Juan podían sacrificar a su propio hijo, a quien habían hecho prisionero y cuya vida ofrecían a cambio de que el leal don Alonso rindiera la plaza de Tarifa, de su señor, el rey Sancho IV El Bravo… ¡Hombre! Como modelo de paternidad de categoría estratosférica, otras culturas tienen a Atticus Finch, el mitológico protagonista de “Matar un ruiseñor” o, más modestamente, al Michael Landon de “La casa de la pradera” (quien tuvo, resaltémoslo, en Lorne Greene, su papá en La Ponderosa, un solvente maestro), o incluso al mofletudo y comprensivo Dick Van Patten de “Con ocho basta”, ejemplos todos ellos revestidos de la debida empatía mínima para con sus vástagos. Contrapuesto a ellos, y en inmortal gesto torero, Guzmán el Bueno se desembaraza de su propio retoño pensando, probablemente, en la recompensa honoraria que recibirá de su rey, o en los maravedises que se ahorrará en el pago de los caros servicios del preceptor británico que educa al peque. Es posible, incluso, que piense, lanzando su puñal desde la tronera, que aquel chaval, después de todo, nunca valió gran cosa y que ni siquiera se le parecía demasiado… ¿No estaba Abraham dispuesto a entregar su tan deseado y postergado hijo Isaac a la gloria de Su Señor, nuestro Dios? ¡Pues con la misma desprendida magnificencia podía don Alonso despachar a aquel tontaina que se había dejado capturar por los moros! Lo que siempre nos ha parecido fuera de lugar es calificar a semejante cafre de “Bueno”. Estamos seguros de que a quien ideó el secuestro de su hijo nunca se le habría ocurrido. Menudo papelón el suyo: “¿Con que seguro que nos entregaría Tarifa, eh?”, le interrogarían sus superiores, con cara de pocos amigos. No es extraño que los niños que entonces, viendo cómo las gastaban los padres españoles (Don Pantuflo Zapatilla, tristemente de actualidad ahora mismo, con ocasión de la nefasta película estrenada en los cines con sus famosos hijos como protagonistas, es otro ejemplo de severidad celtibérica) nos refugiáramos en los amistosos brazos de Maria Luisa Seco, quien, si bien incurría en la desagradable costumbre de recordarnos que debíamos estudiar para aprobar las evaluaciones, no es menos cierto que, desde su diaria tribuna del espacio “Con vosotros” siempre nos trató con mucho cariño y un sonriente respeto.

PD: A propósito de Guzmán el Bueno, me permito el abuso de confianza de relatar una pequeña experiencia personal (traumática, por supuesto), que quizá explique porqué, al cabo de tantos años, todavía recuerdo al abyecto personaje. En el colegio, en la clase de historia de 6º de EGB, al profesor se le ocurrió improvisar una representación teatral del episodio, correspondiéndole a este burgomaestre el poco lucido papel del hijo del héroe nacional. Mi cometido se reducía a ser conducido maniatado hasta la muralla de Tarifa y asistir impasible a las consecuentes negociaciones, con mi vida en juego. Amante de la improvisación y reclamando para mí un protagonismo que se me negaba, antes de que Guzmán el Bueno pudiera arrojar su puñal, exclamé: “¡Padre, no entregues la plaza! ¿Qué importa si yo muero?”, con lo cual, la heroicidad que le restaba a don Alonso de Guzmán quedaba muy mermada, reducida, prácticamente, a dar su conformidad paterna con mi auto-inmolación. Así las cosas, el moro que se encargaba de clavar la daga en mi axila no pudo evitar llevar en la cara la expresión: “¡Están locos, estos españoles!”