Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

domingo, septiembre 29, 2013

Seis centenarias españolas en busca de autor

Habla Priscilla Steinberg, empleada de la limpieza en las oficinas del semanario “Filstrup Magazine”: “Siento que no te guste Viena”, eso es lo único que oí claramente cuando entré en el despacho del redactor-jefe la otra noche, sin llamar. Habían cortado el agua y no podía fregar, así que pensé que podía marcharme a casa antes. No sé si esa frase tendrá algún significado. Supongo que sí. Siempre lo tienen.
Habla Orville Drythroat, mozo de los recados en el “Filstrup Magazine”: Últimamente anda el hombre desconocido: destartalado, irritable, alterado, con el porte desvencijado y emitiendo órdenes contradictorias con voz tonante. Abre la puerta de su despacho, relincha como un viejo garañón desahuciado y se vuelve a encerrar dejando a todo el mundo atónito y desconcertado. Creemos que se ha enamorado y eso a su edad, claro, suele ser fatal.
Habla Al Kupersmichdt, redactor jefe del “Filstrup Magazine”: Jamás permitiría que mi vida privada interfiriera en el desempeño de mi trabajo en la revista. Lo es todo para mí. Ando mal de sueño, nada más. El caso es que el reportaje que propuse a los redactores y que tanta extrañeza les produjo, es una idea genial, intachable. Puede que sorprenda un poco que les sacara de sus mullidos lechos para que se pusieran inmediatamente manos a la obra, pero es que las buenas ideas no se deben dejar enfriar porque, inopinadamente, pueden volverse pestíferas... ¡Por todos los diablos! Juzguen ustedes si valió la pena interrumpir el sueño de esa panda de zánganos abotargados. Pasen y lean.
Seis centenarias españolas (reportaje del Filstrup Magazine):
Esta misma semana se ha hecho público que las compañías de seguros de este país hacen ya previsiones en el sentido de que sus clientes pueden intercambiar oxígeno por anhídrido carbónico durante ciento cincuenta años sin despeinarse. La idea de que la vida humana está limitada a un corto periodo de tiempo empieza a diluirse lentamente y no es descabellado imaginar (con angustia) que Mick Jagger llegará a pasarse más de cien años cantando “Satisfaction”. Así las cosas, el dato que proporcionaron recientemente los científicos de una universidad del Reino Unido que fechaba el momento en el que la Tierra dejaría de ser habitable en un punto del futuro distante entre diecisiete mil doscientos millones y treinta y dos mil setecientos millones de años, empieza a resultar preocupante. Hay que prepararse concienzudamente para tan traumático choque y con tal motivo, esta revista ha seleccionado, como embajadoras de ese futuro en el que todos tendremos que soportar la extenuante carga de la existencia durante siglos, a seis mujeres cuya vitalidad les ha llevado a superar la centuria y a hacerlo con extraordinaria y loable lucidez. Helas aquí.
Doña Benita Medrano, de Ávila (108 años): nos recibe doña Benita, con sus ciento ocho años blancos cubiertos con un pañuelo negro, y bien pronto nos espeta: “Menos homenajes y más dinero”. Encontramos la actitud de la abuela abulense poco amistosa, pero disimulamos y preguntamos gentilmente:
-¿Cuál es el secreto de su longevidad, doña Benita?
-¿Secreto? Mi secreto radica en que no me intereso por nada ni por nadie. Por mí se pueden ir todos al infierno. El desprecio me ha permitido llegar hasta aquí y pienso seguir enterrando a todo hombre, animal, vegetal o mineral que me he encontrado en mi perra vida.
Besamos los puños de la blusa de doña Benita y nos alejamos de su covachuela con una pregunta todavía:
-¿Cuál es su verso favorito de una canción?
Sin vacilar, Doña Benita contesta:
-“Soy una roca, soy una isla”- Y da un portazo que resuena a nuestras espaldas.
Doña Dolores Rodrigo, de Villamarchate (Valencia) (100 años): Encontramos a doña Dolores dando cuenta de un suculento y bien cumplido plato de fabada, lo que nos produce no poca maravilla y envidia. La anciana no convida y nos dirige una mirada interrogativa llena de manchas. Tras tratar de quitarle las manchas con un pañuelo, hacemos la primera pregunta:
-¿Es difícil envejecer?
Encogiéndose de hombros, doña Dolores Rodrigo replica:
-A base de fabada es más fácil, pero, en general, envejecer no tiene ningún misterio. Uno empieza a hacerlo sin darse cuenta, cuando tiene la vida llena de recuerdos y vacía de ilusiones. Los años lo hacen a uno más viejo, pero no más sabio.
-¿Cómo, doña Dolores, la experiencia de la vida no lo hace a uno más sabio? –repreguntamos, inquisitivos e incisivos.
- Pues no, rapazuelo. Los años te hacen más lento y eso, quizá, te haga parecer más listo, pero es sólo una falsa impresión.
- ¿Cuál es su verso favorito de una canción? –preguntamos para finalizar y para huir del olor mareante a fabada.
- “Vivir es fácil con los ojos cerrados, ignorando todo lo que ves”
Doña Josefa Zaballa, de Talledo (Santander) (113 años): A doña Josefa no podemos encontrarla fácilmente porque va vestida con la misma tela con la que confeccionó las cortinas, el forro del sofá y el mantel de la mesa camilla del gabinetito en que nos recibe. Al fin vemos aparecer su arrugada carita en un punto que parece flotar a un metro y treinta y cinco centímetros del aire. Como parece que no hay merienda a la vista, preguntamos sin preámbulos (y sin picatostes):
-          ¿Ha trabajado usted mucho, doña Josefa?
-          ¿Trabajar? Llevo noventa años pluriempleada. He labrado la tierra, he conducido rebaños por la meseta, he arrancado negro carbón de las entrañas de la tierra, he parido dieciséis veces (tres de ellas, partos múltiples), he criado a mis veinticuatro hijos y a media docena de hijos ajenos que pasaban por allí, he regado, sulfatado, desbrozado y roturado campos de fresas y de trigo, he sido veterinaria rural y crítica musical en mis ratos libres (que, debo admitir, no han sido muchos).
- ¿Y ha valido la pena, doña Josefa?
- No.
-Gracias, doña Josefa. Díganos ¿cuál es su verso de canción favorito?
-“Ella dijo: yo sé lo que significa estar muerta”
Dejamos a doña Josefa sumida (y consumida) en una confortable depresión.
Doña Dolores Herranz, de Corduente (Guadalajara): Sale a recibir Doña Dolores a la puerta de su casita, muy arreglada, con un gran tiesto de geranios sobre el moño. Es coqueta y se le nota porque lleva una falda corta y un escote largo. Enseguida nos pide que la llamemos Lola o Loita y lo hacemos con mucho gusto. Nos invita a probar unos cangrejos, manjar del que se alimenta regularmente y que ella misma se procura al pescarlos con las manos en los ríos de la región.
-Usted que ha vivido tanto…Díganos ¿cuántos años ha vivido, de verdad, a lo largo de su existencia?
- ¿Vivir de verdad? Pues todos, hijo, todos… Bueno, creo que estuve muerta una hora y media, viendo una película de Antonioni.
-¿Se considera usted una persona vitalista?
-Sí, rotundamente, y mataré a quien trate de hacerme decir lo contrario. A mis años, ¿sabe, joven?  todavía tonteo con los muchachos de los Testigos de Jehová que salen los domingos a embaucar incautos. Me divierte enormemente hacerles enrojecer hasta la raíz de los cabellos.
- ¿Cuál es su verso de canción favorito?
- “Si no puedes estar con quien amas, ama a aquel con quien estás”  
Doña María Coego, de Merlín (Pontevedra)(106 años): Hallamos a doña María enfrascada en la tarea de limpiar su winchester “Yellow Boy”, de 1866, una hermosa pieza de su colección de armas de fuego, de la que se muestra justamente orgullosa. “La vida no es fácil, ni cómoda”, nos hace saber, en cuanto nos ve aparecer. Tragamos saliva e iniciamos nuestra intervíu:
-          - ¿Cuántos años de su larga vida ha vivido usted, de verdad?
-        -  He trabajado mucho… Todavía trabajo “en negro” para completar mis ingresos. Tengo una pensión de mierda ¿A qué se refiere con eso de vivir “de verdad”?
-         - Pues… ¡a disfrutar de la maravillosa experiencia que es la vida, doña María!! –replicamos con nuestra más radiante sonrisa.
-          -¡Ah, eso!   -Medita unos instantes, agita la mano ante sí como para apartar algún pensamiento inconveniente y concluye-: Juntando todos los buenos momentos, habré vivido unos cuarenta o cuarenta y cinco minutos.
-          -¿Le habría gustado vivir más?
-          -Sí, claro. Me habría gustado llegar a la hora, por lo menos.
-          Y ya para terminar, doña María, díganos cuál es su verso favorito de una canción.
-          “Ten cuidado con la tristeza; puede golpearte, puede herirte”
Doña Gregoria Aparicio, de Torrepacheco (Murcia), (114 años): Hemos dejado para el final a doña Gregoria por tratarse de la decana del grupo y porque en Torrepacheco vive una prima hermana del fotógrafo del reportaje, muy querida por él. Doña Gregoria se pasa el día acostada en una enorme cama con dosel, consultando folletos de agencias de viajes, mapas de carreteras y viejos volúmenes de “Vistas pintorescas del mundo”.
-Me pirro por viajar –nos explica-. Nunca he salido de estas cuatro paredes.
La revelación nos deja algo turulatos y así lo manifestamos.
-No se sorprendan tanto. Cuando era jovencita no se estilaba que las mujeres tuviéramos la autonomía de que ahora disfrutamos. Me acomodé y hasta hoy no he visto el momento de salir de aquí. La puerta está ahí, las maletas están hechas, pero ¡a ver quién es el guapo que se va ahora, a mis años! Total, ya para lo que me queda en este mundo…
-No diga eso, doña Gregoria, usted todavía nos tiene que dar mucha guerra…
- ¡No diga majaderías, joven!- nos regaña la ancianita-. Me voy al otro barrio sin haber visto mundo, sin conocer nada más que lo que he visto en estos papeluchos. Es un asco.
-¿Cree usted, doña Gregoria, que si hubiera viajado más habría sido más feliz?
-Creo que para disfrutar de la vida, mozalbete, hay que desear siempre otra cosa, algo que no se tiene. Querer estar en otra parte distinta de donde se está es fundamental ¿Comprende?
Examinamos la habitación en la que nos encontramos y convenimos:
-¡En su caso, desde luego que sí! –Sin darle tiempo a reflexionar sobre el desaire, le hacemos a doña Gregoria la pregunta de rigor, que ha sido común a todas las entrevistadas-. ¿Cuál es su verso favorito de una canción?
Doña Gregoria no vacila un instante:
-          -“El trigo entre “toas” las flores ha “elegío” a la amapola y yo elijo a mi Dolores, Dolores, Lolita, Lola.”
Cerramos nuestro cuaderno de notas y dejamos a doña Gregoria con sus viejos sueños de viajes nuevos. Desde su cama con dosel todavía nos dice algo a modo de despedida:

-El próximo reportaje me lo harán en Marte, ya lo verán.

domingo, septiembre 22, 2013

El fútbol, El Idiota, Angelat & Angelat

El fútbol
Dicho sea desde el punto de vista más tradicional, cabe afirmar que de todas las firmes pasiones que habitan el recio corazón de un varón español es probablemente la que siente por el fútbol la que con mayor dificultad puede transferir a la mujer que ama. Entre todas las incomprensiones que se cruzan cotidianamente entre los amantes de nuestro país es probablemente la que siente la mujer hacia el sentimiento futbolero de su compañero la más arraigada. Sea esta tal vez la razón que motive que en la tierra en la que más expertos en balompié alientan por metro cuadrado se hayan, sin embargo, producido tan pocos films sobre ese deporte, una tendencia que ha ido corrigiéndose un tanto los últimos años, cuando cada vez más féminas le han encontrado gusto a seguir las evoluciones de los modernos gladiadores del gol y el saque de esquina. Pero en la época dorada del cine, esa que hace décadas periclitó, muy pocos son los títulos que se produjeron en España. El mejor de ellos, para este burgomaestre desahuciado y caduco, lo dirigió el barcelonés Francisco Rovira-Beleta, y se titulaba “Once pares de botas” (1953) y lo recuerdo ahora porque en él prácticamente debutaba para la pantalla (en un papel relevante, al menos) un soberbio actor, también barcelonés, Josep Maria Angelat (Bartomeu Angelat i Escuder, Barcelona, 1921 – Formentera, Islas Baleares, 1992), a quien estoy viendo actualmente en la adaptación televisiva que escribió Hermógenes Sanz y que realizó Antonio Chic para TVE en 1976 de la novela de Dostoyevski, “El idiota”.
El idiota
En esta era atosigante de internet en la que la información viaja a velocidad mayor que los mismos hechos y en la que la repercusión de éstos suele a menudo atropellarlos y en muchos casos precederles, se da el extraño fenómeno de la constante convivencia entre el pasado remoto y el presente que huella el futuro. Así, por ejemplo, la encomiable iniciativa de RTVE de ofrecer al navegante de la red el acceso a su impresionante archivo nos permite hoy, con las más modernas tecnologías, acceder a grabaciones realizadas en los años sesenta y setenta, y disfrutar de ellas con el gastado entusiasmo del presente y la melancólica nostalgia del pasado, pero disfrutar al fin. Así las cosas, este burgomaestre anda ahora revisando las andanzas del príncipe Myshkin (interpretado por un excelso Emilio Gutiérrez Caba, verdaderamente impresionante), el protagonista de la famosa novela de Fiodor Dostoyevski, a la que, con su apelativo más habitual, da título. Se emparenta la trama de “El idiota” con toda una tradición de ficciones cuyo mecanismo consiste en incrustar a un personaje anómalo (por inocente, por puro, por decisivo, por inspirador, por fundamental) en un retazo de la sociedad del autor y de su público, con la finalidad de que su intervención actúe sobre (y modifique a) los miembros de esa sociedad que han sido previamente seleccionados para encarnar los miedos, inseguridades, mezquindades, artificiosidades, impurezas, degeneraciones, cobardías, perversiones, vanidades, petulancias, pomposidades, desviaciones, deslizamientos o bajezas en general en que hayan incurrido y se hallen instalados. Es irrelevante que el elemento invasivo y renovador adquiera el aspecto de un inocente idiota, un ángel, un diablo, La Muerte, Jesucristo, un mendigo rescatado de las aguas, un mudo vagabundo, un jinete solitario, o un ser llegado del espacio exterior.  El caso es que este tipo de argumento contiene la sustancia de redención que el público adora y que le permite soñar, si no con la intervención de un milagroso y misterioso mesías, sí al menos con la idea de que haber visto la película ya constituye salvación suficiente para sus pequeñas miserias cotidianas.
José María Angelat
En una de las primeras escenas de “El idiota”, el príncipe Myshkin es recibido por el general Yepanchin, el marido de una tía del príncipe a quien éste acude en demanda de auxilio, pues se halla solo en el mundo y sin medios de subsistencia. Y es cuando abre la boca el general Yepanchin cuando el espectador reconoce la inconfundible voz de José María Angelat, el prodigioso actor que con sólo 11 años debutó en la radio, precisamente en Radio Barcelona, en 1932, y que no dejó de actuar (tanto en la propia radio, el cine, el doblaje, la televisión y el teatro) hasta su muerte, acaecida sesenta años más tarde.
En “Once pares de botas”, era Angelat “Enrique”, el compañero gracioso y comilón del protagonista, Ignacio Ariza (José Suárez, un antiguo revisor de tren descubierto para el cine que estaba llamado a protagonizar una de las mejores películas de la filmografía española, “Calle Mayor”). Tenía entonces Angelat el aspecto de un actor secundario hollywoodiense, uno de esos actores que cumplían con la sagrada función de, con su presencia, dar sentido, consistencia, realce y relieve al protagonista. Para entonces, José María Angelat había consolidado una espléndida carrera en la radio, que le había permitido pasar en 1952 de Radio Barcelona a Radio Nacional, donde popularizó el personaje del Pitoniso Pito y donde se incorporó al cuadro de actores del mítico espacio “Teatro invisible”. Desde 1949, además, había iniciado su andadura en el terreno del doblaje, prestando su voz a estrellas del calibre de Groucho Marx, Edward G. Robinson, Charles Laughton, Ernest Borgnine o Fred Astaire, llegando a ser posteriormente, para el espectador español, la única voz posible para Louis de Funés o Marty Feldman. Su categoría como actor de doblaje le permitió dirigir los estudios Parlo Films en los que trabajaba,  fundar el sindicato de dobladores ASADE y en 1979, asociado a otros grandes de este campo artístico, tales como Felipe Peña y el recientemente fallecido Joaquín Díaz, conseguir para la profesión la institución de un canon que dignificara su estipendio. Es en los años ochenta cuando a José María Angelat le corresponde recibir los reconocimientos a que su ejecutoria profesional le ha hecho acreedor y es distinguido con galardones de ámbito nacional, como el homenaje que le ofrece la familia radiofónica española en 1982, con ocasión de su quincuagésimo aniversario de ejercicio en el medio, o como la concesión del “Atril de Oro” de 1985, primer año de celebración de este certamen del mundo del doblaje.
Padre e hija
La más respetable de las idolatrías es la que profesan las hijas por sus padres y el más tierno de los afectos es el que sienten los padres por sus hijas. Sirva este aserto gratuito para introducir que fue en el año del estreno de “Once pares de botas”, 1953, cuando nació la hija de José María Angelat, Marta, quien seguiría los pasos profesionales de su padre desde su infancia, pues debutaría en el cine con sólo siete años, en el film “Siega verde”, que dirigió Rafael Gil. Muy pronto, Marta Angelat se incorpora a las tareas de actriz de doblaje y al medio televisivo. Tan sólo tiene veintitrés años cuando coincide con su padre en el reparto de la telenovela “El idiota”, dando vida en ella a la protagonista femenina, Natasha Filipovna, una hermosa y fascinante mujer mantenida por hombres muy vulgares, quien halla en la pureza del príncipe Myshkin un perturbador y desconocido motivo de atracción.

Examinando sucintamente la notabilísima carrera profesional de Marta Angelat  resulta evidente que heredó de su padre el talento para la interpretación, destacando especialmente en el terreno del doblaje, campo en el que se ha ganado una posición preponderante, siendo la voz ineludible de grandes actrices como Emma Thompson, Angelica Huston o Geena Davis. Es fácil colegir que Marta Angelat emplea con precisión la herramienta de su voz con la misma naturalidad con la que otros lidiamos con herencias (genéticas o vivenciales) menos productivas. Y pienso ahora que en verdad es esta una causa mayor que determina los destinos de las personas, que si hay quien ha recibido de su padre un puñado de frases hechas como herencia, o una propiedad en el término municipal de Albalate del Arzobispo, hay quien ha recibido el legado paterno de crecer en el temor a sus semejantes y quien, por el contrario, el inapreciable tesoro de hacerse a la vida sabiendo que lo único importante de ella es saber amar.

domingo, septiembre 15, 2013

El viaje del Voyager 1 hasta el escaparate del señor Peebles

Tras el conveniente (e imprescindible) impulso inicial, la inercia puede llevarte muy lejos. A este burgomaestre (dicho sea por citar un ejemplo próximo) le condujo a 300 kilómetros de su lugar de nacimiento, lo que resulta una distancia de longitud infinitesimal comparada con la que ha llevado a la nave Voyager 1 a salir, esta misma semana, de nuestro Sistema Solar, habiendo recorrido unos nueve mil millones de kilómetros (o cifra parecida, igualmente inimaginable), pese a haber iniciado su andadura diecisiete años más tarde que yo. Al igual que este burgomaestre (y las personas que están hechas como él), el  Voyager 1 contiene información cuyo significado ignora y que espera ser interpretada por algún eventual habitante del mundo exterior. De análoga manera, ni el burgomaestre (ni las personas que están hechas como él) es capaz de interpretar los datos que recoge en su periplo hacia lo desconocido, limitándose a esperar que el desgaste inexorable acabe por volverlo del todo inoperante.
Pero la inercia te lleva muy lejos, amigo lector, no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Empleando la imaginación como impulso, cabe afirmar que la exploración del universo la inició el homínido que llevamos dentro. Tal como lo imaginó Arthur C. Clarke y lo mostró a los asombrados ojos de la humanidad Stanley Kubrick en su film "2001, una odisea del espacio" (1968), alguien que era poco más que un mono fue el encargado de dar el impulso primigenio al viaje del Voyager, al lanzar al aire un hueso de tapir.

La pirueta del hueso en el aire se queda en anécdota si consideramos también que es el mono del que procedemos el que elegimos para expresar en ficciones nuestros sentimientos más profundos. Dos de las historias de amor más enternecedoras que conoce este burgomaestre y que se podrían fácilmente ver como dos versiones del mismo enlace romántico, las protagonizan sendos gorilas. En 1933, Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, con la colaboración inestimable del mago de la animación, Willis O’Brien, llevaban a la pantalla la inmortal historia de amor entre una joven y hermosa mujer desheredada de la fortuna, y un gorila gigantesco, orgulloso monarca de su propio medio que, trasplantado violentamente a la civilización humana, sucumbe a la autoinmolación que, en un acto de sacrificio nacido del más puro amor, el espectador puede presenciar en lo que constituye una de las escenas de despedida más inolvidables de la Historia de eso que podríamos llamar El Amor Mostrado en el Cine.
Unos treinta años después, y en lo que supondría una versión rebajada y dulcificada para ser consumida por niños, en “Maguila, gorila”, serie de dibujos animados de la productora Hanna Barbera, otro gran simio, también reducido por la intervención de los humanos a materia de exhibición pública, el entrañable Maguila, protagoniza, a su vez, otra historia de amor imposible enlazando su velluda y masiva existencia a la de la delicada y menuda niña Chispas. Los momentos de mayor intensidad de este tierno cariño se escenifican (como sucedía en el caso de Kong) en las despedidas, prolongadas, interminables, que gorila y niña se dedican cada uno desde su lado del escaparate de la tienda de mascotas del señor Peebles. Y es que la inercia te puede llevar muy lejos, pero no tanto como para que te resulte fácil separarte de aquel a quien amas.

lunes, septiembre 09, 2013

Tras la pista de Inocencio Barbán, hombre de cine


Para aquellas personas que somos de carácter pusilánime y dejamos que las circunstancias que nos rodean gobiernen, por lo general, nuestras vidas, resulta un espectáculo en verdad maravilloso y estimulante advertir que (y, de algún modo, presenciar cómo) algún prójimo siguió el rumbo marcado por sus sueños y, tomando las riendas de su existencia, no se apartó de él por duras que fueran las pruebas que se le vinieran presentado. Tal es el caso de Inocencio Barbán, un cineasta de esos cuyo nombre no figura en los títulos de crédito de las películas a las que contribuyó decisivamente a dar forma, a quien el público nunca conoció, ni la crítica reconoció, ni los responsables de repartir premios, galardones y  distinciones sintieron la necesidad de recordar. El éxito máximo de su vida fue, precisamente, vivirla a su modo, consagrada a su pasión, hacer películas, sin importarle poco ni mucho que hubiera a su alcance otras alternativas más cómodas, productivas o envidiables. El triunfo de Inocencio Barbán consistió en seguir con certidumbre su vocación, adicionando a ella su familia y sin anteponer nunca su propio bienestar personal. Hoy recordamos a Inocencio Barbán porque puede representar a todos los triunfadores anónimos que vivieron sin trascender, pero trascendieron viviendo.
Inocencio Barbán, flanqueado por Antonio Casal y Luis
 Ballester en "La torre de los Siete Jorobados"
Inocencio Barbán, un desconocido conocido
La primera vez que reconocí a Inocencio Barbán fue cuando, en los tiempos en que glosar los hechos de nuestros actores para Lady Filstrup llenaba mis días y mis noches, anoté su nombre y le puse un rostro en el reparto de El hombre que viajaba despacito (Joaquín L. Romero Marchent, 1957). Fue este un reconocimiento meramente nominal, que no dejó en mi recuerdo la menor huella, por lo que cuando, algún tiempo después, recibí un correo de su hija en el que me pedía información sobre la carrera de su padre (concretamente, sobre la posibilidad de acceder a las películas en las que había participado), ya lo había olvidado. Se desencadenó a partir de ese momento una serie de coincidencias. Tras identificar a Barbán, por pura casualidad descubrí que se trataba de un actor, anónimo hasta ese momento para mí, que intervenía en mi secuencia favorita de todos los tiempos del cine español, procedente del film La vida por delante (Fernando Fernán-Gómez, 1958) , en el papel del compañero transportista de Xan Das Bolas y, en ese rol, desencadenante del aparatoso y bufo accidente de tráfico que sufre la protagonista, Analía Gadé, cuya reconstrucción en el cuartelillo, al estilo de Rashomon (1950), da lugar a un inolvidable crescendo de hilaridad. Al comentarle el caso a mi admirado amigo Santiago Aguilar (el estudioso del cine español más concienzudo y brillante que tengo el honor de conocer), éste me comentó que le sonaba el nombre como uno de los integrantes del reparto de “La torre de los siete jorobados” (1944), el film de Neville cuya reedición en DVD había procurado (gracias a la intermediación del mismo Santiago) que me encargara de recoger en un escrito  (que completaba con otros –mucho mejores- un libreto que acompañaba a la película) las glorias de su elenco. Para mi vergüenza, Inocencio Barbán no había sido identificado y había quedado su nombre sin repartirle con certeza un papel. Con el recién adquirido conocimiento de su fisonomía retenido al fin, pude subsanar el error y certificar que Inocencio Barbán actuaba en el extraordinario y asombroso film de Neville en el episódico papel de sereno asturiano. En muy poco espacio de tiempo, Inocencio Barbán había pasado de ser un ilustre desconocido para mí, a haber actuado en tres películas de las más reivindicables del cine español: “La torre de los siete jorobados”, “El hombre que viajaba despacito” y “La vida por delante”.
Recabando información
Por su hija Almudena, supe que Inocencio Barbán González nació el 5 de junio de 1914 en Madrid, en el seno de una familia procedente de Fuentes del Narcea, Asturias, y que falleció en Cangas de Narcea el 7 de julio del 2005. Su labor fundamental en el mundo del cine, desarrollada a lo largo de toda una vida, la desarrolló tras las cámaras, como jefe de producción, tarea que desempeñó tanto a las órdenes de productores españoles, como de empresarios extranjeros, que desembarcaron en España con estruendo en los años sesenta, tales como Samuel Bronston y otros, lo que le permitió, ya maduro, codearse con figuras internacionales míticas, como el mismo Buster Keaton, a quien conoció en el rodaje de Golfus de Roma, Charlton Heston, a quien frecuentó por sus reiterados encuentros en las producciones Bronston, o David Niven y Mario Moreno Cantinflas, estrellas a cuyo lado trabajó durante la producción de La vuelta al mundo en ochenta días (Michael Anderson, 1956). Como otros jefes de producción del cine español (función que, por cierto, y de acuerdo con los usos habituales y fraudulentos del empresario español, ejerció sin cotizar debidamente por ello, lo que le ocasionó a Inocencio  Barbán una jubilación paupérrima), nuestro protagonista (se me ocurre el ejemplo de José María Rodríguez, un habitual de las películas de Ladislao Vajda) solía intervenir como actor representando pequeños papeles incidentales, que frecuentemente requerían de él lo que terminó siendo su especialidad: rodar por los suelos. Entre la que estimo fue su primera actuación ante las cámaras, en la “maldita” Rojo y Negro  (Carlos Arévalo, 1942) y la que bien pudo ser la última, El mejor tesoro (Gregorio Almendros, 1966), Inocencio Barbán (a quien a menudo se acreditó como Luis Barbán, como ya señalaremos en su momento) se puso ante las cámaras en producciones por lo común de modestísimo presupuesto y de escasa o nula repercusión, en films considerados (incluso para los parámetros propios de una cinematografía tan indigente como la española) de segunda fila, lo que no le impidió granjearse el respeto y la admiración de creadores tan importantes como Fernando Fernán-Gómez, quien le tomó verdadero cariño (aceptando con el desparpajo propio del pícaro cuantas invitaciones a comer le ofreciera el asturiano), lo que le permitía al genio pelirrojo de nuestro cine dedicarle expresiones tan graciosas como “Tú sí que eres grande, Inocencio” o “Eres mi gordo favorito” (frases aún hoy recordadas por su hija, Almudena Barbán).
Un recorrido cronológico por la carrera actoral de Inocencio Barbán
Dando la réplica a Ismael Merlo en "Rojo y Negro
En la tosca, burda y sangrante odisea falangista, “Rojo y negro”, que ha pasado a la posteridad por ser un film prohibido y proscrito por el franquismo pese a su ideología, brutalmente fascista, a Inocencio Barbán le adjudicaron el papel de conducir a Ismael Merlo por la delirante checa (muy similar a 13 Rue del Percebe, en versión Carlos Arévalo) en la que toda crueldad tenía su acomodo y de la que se habían llevado a la heroína “flecha” (Conchita Montenegro) para darle el último paseo, en un papel que le permitió decir unas pocas frases. Mucha más fortuna cosechó el siguiente filme en el que intervino Barbán, Boda en el infierno (Antonio Román, 1942), que pese a compartir con el anterior la figura de su protagonista femenina (Conchita Montenegro) y la misma raíz ideológica fascista, obtuvo un trato mucho más benigno por parte de la administración franquista, que la dotó con 400.000 pesetas de la época. En la cinta, Inocencio Barbán tiene poco más cometido que el de lucir el uniforme. De similares características, igualmente auxiliares, aunque esta vez, marineros, es el papel que le tocó en suerte en Ana María , film musical a mayor gloria del folklore gaditano, en la que trabajó a las órdenes de Florián Rey y que se estrenó el 26 de octubre de 1943. En “Los últimos de Filipinas” (1945), estimable film de aventuras bélico-coloniales de Antonio Román, donde compartía andanzas con un jovencísimo Tony Leblanc, a Inocencio Barbán le correspondió caracterizarse de un pintoresco nativo. Previamente, en 1944, Inocencio se vistió de sereno (con oportuno y convincente acento asturiano) para conducir a Antonio Casal y a Luis Ballester (en el papel del comisario de policía) a la misteriosa casa que oculta una ciudad subterránea. Empieza, en Cuatro mujeres (Antonio del Amo, 1947), Inocencio Barbán a recibir golpes cuando un uniformado Tomás Blanco le propina un limpio directo en una reyerta portuaria, en un film totalmente olvidado que contó con argumento y guión del luego reputado cineasta Manuel Mur Oti, quien contó, sea dicho  a título meramente anecdótico, con un pequeño papel en el film.
Provocando a Peter Damon en "Malvaloca"
Entrando en la década de los cincuenta, a Inocencio Barbán se le acredita por primera vez como Luis Barbán en Bajo el cielo de España (Miguel Contreras Torres, 1952), y retoma su verdadero nombre en  El seductor de Granada (Lucas Demare, 1953) y en la nueva versión de Malvaloca, la  protagonizada por Paquita Rico (Ramón Torrado, 1954), en la que, tras provocar al protagonista en una taberna, con lo que él considera un sabio consejo: “No vale la pena perder la tranquiliá por una muhé, don Leonardo. Y menos, por esa clase de ganao…”, rueda nuevamente por los suelos en la que sería la segunda de una larga serie de caídas. Después de la razonablemente bien dotada económicamente  Malvaloca,  vendría su participación en Felices Pascuas, nuevamente vestido de uniforme, en un interludio de sátira anti-militarista, que resultaba de lo mejor de un film algo ternurista de Bardem, de modesta factura y buenas intenciones. Sin acreditar, Inocencio Barbán interviene en un fugaz instante de La reina mora (Raúl Alfonso, 1954) para decir una frase, entrando en escena: “Manuela! ¿Pero tú has visto lo hay ahí fuera? ¡La hecatombe, la hecatombe!” También de 1954 es El alcalde de Zalamea, film deudor del prestigio literario de nuestro siglo de oro que dirigió José Gutiérrez Maeso con el pretexto de Calderón de la Barca como lucimiento del notable Manuel Luna, como protagonista y en el que Barbán participó en calidad de comparsa. Al año siguiente, actúa en la muy estimable El guardián del paraíso (Arturo Ruiz Castillo, 1955), lo que le pone en contacto por primera vez, profesionalmente, con el que será su fiel amigo Fernando Fernán-Gómez. Acreditado como Luis Barbán, nuestro héroe actúa con la cara cubierta con un pañuelo, en el papel de un atracador que trata de robar la caja, en compañía de sus secuaces, de una fábrica de cuya vigilancia se ocupa el sereno a quien da vida Fernán-Gómez. En esta ocasión, Inocencio (Luis, por esta vez), tras protagonizar una breve lucha, concluye su intervención abatido a tiros por la policía. Del mismo año es Al fin solos, comedia alocada que dirigió José María Elorrieta, cn protagonismo de Manolo Gómez Bur y
Retirando de escena a Pastor Serrador para
regocijo de Manolo Gómez Bur en
"Al fin solos"
Pastor Serrador, en la que nuestro protagonista se hacía cargo de un rol de fornido enfermero. En 1956, Inocencio Barbán actuará en Los maridos no cenan en casa (Jerónimo Mihura) , lo que le pone en contacto con el trío cómico formado por Zori, Santos y Codeso, y en la comedia de suaves contornos e ínfulas internacionales, Viaje de novios (León Klimovsky), nuevamente al lado de Fernando Fernán-Gómez, que en esta ocasión, como en tantas otras después, estaba acompañado en la cabecera de cartel por la que sería su pareja y musa, Analía Gadé (que estaba, en consecuencia, a punto de dejar a su marido, Juan Carlos Thorry, con quien había venido a España desde su Argentina natal). Fiel a su costumbre, Inocencio Barbán (otra vez, acreditado Luis) provoca un altercado en una sala de fiestas, con el resultado de variados derribos de mobiliario y de su propia humanidad.
Es entre 1956 y 1957 cuando Inocencio Barbán participa en la hoy reputada trilogía que firmó Joaquín Luis Romero Marchent formada por (citadas por orden de producción): “Fulano y mengano”, “El hombre que viajaba despacito” y “El hombre del paraguas blanco”, tres films tocados del brillo de los berlanguianos “Bienvenido Mr. Marshall” o, quizá, en mayor medida, “Calabuch” (dicho sea con la salvedad de que el segundo de ellos, estuviera especialmente atravesado e impregnado de la personalidad única de su protagonista, Miguel Gila). Son películas que carecieron por completo de la estima popular y crítica, pese a estar llenos de espléndidas actuaciones y de muy honorables intenciones. El fracaso fue tan rotundo que su director, del que recientemente hemos conmemorado el primer aniversario de su fallecimiento, Joaquín Luis Romero Marchent llegó a plantearse abandonar la profesión, decisión  forzada por la falta de ofertas de trabajo y que, para bien del western europeo, terminó revirtiéndose. Pues bien, Inocencio Barbán participó en tan triste pero gloriosa epopeya, actuando en el papel de vendedor de melones en Fulano y Mengano, negándoles a los atribulados protagonistas, Pepe Isbert y Juanjo Menéndez un empleo. En El hombre del paraguas blanco, film delicado y entrañable, que trata de combinar populismo con poesía, a Inocencio Barbán le toca el papel de vigilante del camino que lleva a Torre Alta, el pueblo que se disputa con sus vecinos de Torre Baja el honor de montar el mejor castillo de fuegos artificiales, escopeta en ristre. En su intervención, dispara un tiro al lugareño rival Félix Briones, que previamente le ha sacudido un empellón y le ha hecho (lo han adivinado) rodar por el suelo. “Andando pa tu pueblo”, es su frase de mutis. En El hombre que viajaba despacito, película que me complugo comentar extensamente en su día, Inocencio Barbán es uno de los miembros destacados del “comité de recepción” que ven llegar a Gila y a su amigo el camionero Roberto Camardiel en compañía del árbitro de fútbol al que previamente la fuerzas vivas habían tirado al río. “¿Esto qué es? ¿Una provocación?”, pregunta, con buena lógica pendenciera, Inocencio Barbán, antes de liarse a tortas con los recién llegados. En el transcurso de la embarullada contienda, Barbán es mordido en una pierna por Gila y, poco después, pierde un diente.
Con Xan das Bolas, prestando declaración en
"La vida por delante"
De las actuaciones cinematográficas de Inocencio Barbán,  es, sin lugar a dudas, su contribución en La vida por delante, la más memorable de todas. Para ser precisos, ello se produce en una secuencia digna de figurar en todas las antologías mundiales del cine de humor, aquella en la que diversos protagonistas del suceso, explican, cada uno a su modo (y con los trucos del lenguaje cinematográfico al servicio de sus características personales) un accidente de tránsito. El espectador asiste, presencia, en primer lugar, la versión de los dos camioneros implicados, Xan Das Bolas e Inocencio Barbán, edulcorada y bucólica; a continuación,  la de Analía Gadé, conductora del biscúter implicado en el choque, algo histérica, atropellada y frenética; y, por último, a la del testigo presencial, un impagable e inmenso Pepe Isbert, afectada de su propia tartamudez. El final de las relaciones es insuperable: mientras las dos primeras dan cuenta de la presencia de un señor bajito que sale de su casa, la tercera (dicha con la emocionante voz cascada de Pepe Isbert) concluye: “Yo, al que no vi, fue al señor bajito”.
Tras el momento de esplendor alcanzado en la obra maestra de Fernán-Gómez, Inocencio Barbán vuelve a ponerse ante las cámaras en un puñado de films de distinto y vario pelaje, de los que he podido comprobar su presencia en algunos, tales como Carta al cielo (Arturo Ruiz Castillo, 1959), El pequeño coronel (Antonio del Amo, 1960), un vehículo al uso al servicio del difícilmente sufrible niño prodigio Joselito, Y el cuerpo sigue aguantando , una coproducción con Argentina que dirigió León Klimovsky en 1961, con el cómico Luis Sandrini de protagonistaUn vampiro para dos (Pedro Lazaga, 1965), en la que es apenas entrevisto, como uno más de los esforzados aficionados al fútbol que se apiñan entre las puertas del metro a la hora de acudir al partido, y El mejor tesoro (Gregorio Almendros, 1966), película infantil de ignoto argumento en la que, dentro de un reparto de escaso relumbrón, Inocencio Barbán ocupa un lugar más destacado de lo habitual.
Esperando su momento de entrar en acción
en "Viaje de novios"
¿Es mucho, es poco? ¡Es todo!

Este burgomaestre ha tratado de entender partes de la vida con la esperanza de entender la vida entera. Si se ha fijado en los tebeos o en los actores españoles ha sido siempre con la esperanza de que, entendiendo una porción, en la medida posible, pudiera llegar a entender el conjunto. La historia de Inocencio Barbán, un hombre de cine que puso la misma ilusión en culminar la modestísima propuesta de Fulano y Mengano que en colaborar en dar vida a un coloso como Doctor Zhivago, uno de esos imprescindibles operarios que se mueven en los entresijos del celuloide, manteniendo vivo el fuego de la fragua, allanando el terreno y desbrozándolo para que otros se lleven la gloria, un trabajador sencillo, honesto, entregado, que enroló a su familia en más de un proyecto, trasladándola a los lugares de rodaje con el espíritu de los feriantes vagabundos, que “colocó” a su mujer como sastra en producciones cinematográficas y quiso que sus hijos siguieran sus pasos en el Séptimo Arte, es ejemplar en un aspecto, cuando menos: fue fiel a sí mismo, no se traicionó nunca y si su trabajo no ha pasado a la historia no ha sido por falta de méritos, sino porque la historia la escriben, no los rectos, sino los poderosos.

PD: siguiendo este enlace pueden verse más fotografías que dan testimonio del quehacer de Inocencio Barbán en el medio cinematográfico.

domingo, septiembre 01, 2013

“Dolores de cabeza al chilindrón en Líbano”

Un buen amigo mío sostiene que los dolores de cabeza serían un negocio boyante de poderse envasar y comercializar, ya que quien no los tiene se empeña en conseguir uno. Mi amigo, de desbordante imaginación, asegura que el sistema infalible para que nadie se resistiera a los encantos de un buen dolor de cabeza sería presentarlos cocinados de acuerdo con diferentes recetas. No cabe duda de que quien rechazara probar un dolor de cabeza encebollado o a la jardinera se sentiría tentado, en cambio, a degustar una buena jaqueca al chilindrón o en empanada (mental, por supuesto). A las múltiples ventajas de denegarse todo esfuerzo intelectual so pretexto de sufrir un dolor de cabeza, habría que añadir el placer gastronómico que, dada la naturaleza incorpórea del producto, nos permitiría mantenernos livianos en cualquier parte que lo tomáramos, livianos hasta en el Líbano, tierra que un día fuera de cipreses hasta que Occidente, brazo ejecutor de las ansias sionistas, y amparándose en su conocida cipresfobia interviniera devastadoramente. Livianos en Líbano, donde los ciudadanos sirios que pueden y que tienen algo que perder acuden a millares para resguardarse de la tormenta que se avecina sobre Damasco.
El nacimiento de los dolores de cabeza naturales ( o comunes, o tradicionales) suele darse en el hecho de que somos harto aficionados a transformar las cosas sencillas en cosas complicadas, alejadas de su verdadera naturaleza. Convertimos las películas (y las novelas, y las obras de teatro y los cantares de ciego, y hasta nuestro prójimo) en piezas de colección o en fragmentos de complejas corrientes de pensamiento o de carreras de autor; convertimos el azar en Destino, la fragilidad en Ley, el lugar donde naciste en algo tan estúpido como una patria, el amor en compromiso, el compromiso en contrato, la amistad en Deuda y la vida, en general, en una casi intolerable sucesión de obligaciones.
Ojos abiertos, ojos heridos
De nuestro cotidiano esfuerzo por hacer comprensible lo inaprensible nace la frustración madre de todos nuestros males. No se deben coleccionar películas (ni personas, sean estas amigos, amantes o simples convecinos) porque para ello las desnaturalizamos, las convertimos en algo clasificable (bien sea por géneros, por épocas, por autores o por el color de su carcasa)  y las moldeamos hasta deformarlas con tal de hacerlas encajar (a las películas o a las personas) en una metodología o en unos perfiles preexistentes. Y es humano que lo intentemos, pues así hacemos más aceptable lo que de otro modo sería continuo y desazonante asombro, pero es injusto (con las películas y con las personas). La complejidad de cada film (de cada persona), fruto de un sinfín de circunstancias confluyentes, no nos permite abrazarla con un simple lazo, ni enfundarlas en un estrecho sobre, ni aprisionarlas con un alfiler, ni encerrarlas en un marco de plata. Lo hacemos porque preferimos tener algo que decir y sentirnos cercanos a la sociedad  a permanecer mudos y alejados de ella. Porque al estandarizar nuestro conocimiento de las películas (y de las personas) creemos poder compartirlas, lo cual es, en realidad, imposible.

De Niro es La Motta que es Brando que es Terry Malloy
El cine, como la vida, está lleno de espejos que se multiplican: Mientras Luis Buñuel rasga el ojo del espectador en “Un perro andaluz” (1929), Lucio Fulci lo revienta en “Nueva York bajo el terror de los zombies” (1979). Un japonés, Akira Kurosawa, desencadena con su film de samuráis, “Yojimbo” (1961) , que un italiano con medios españoles (como Cristóbal Colón, 500 años antes) redescubra américa para los americanos, al reinventar el western en “Por un puñado de dólares” (1964). En 1980, Robert de Niro interpreta el papel de un exboxeador (Jake LaMotta) que, en una secuencia determinada de “Toro salvaje” (1980), ante un espejo, ensaya su interpretación de un actor (Marlon Brando) que representa el papel de un exboxeador en un film dirigido por Elia Kazan, quien, como Martin Scorsese en el caso de Robert De Niro, es precisamente el cineasta idóneo para su actor, momento mágico del cine en el que los espejos cubren cada ángulo visible e invisible, como un caleidoscopio. Y aún más: Charlton Heston en “El planeta de los simios” (1968), el mismo Robert de Niro en la antecitada “Toro salvaje”, Kirk Douglas en “Espartaco” (1960) y John Hurt en el papel de John Merrick en la dolorosa “El hombre elefante” (1980) repiten la misma frase, que resuena en cada uno de nuestros corazones: “Yo no soy un animal; soy un hombre”. Todas estas explosiones y destellos no se pueden aprisionar en los estrechos márgenes de una clasificación; las películas, igual que las personas, aunque unas y otras revelen parecidos y parentescos, se merecen permanecer en nosotros libres y sin marcar, tal como nos llegaron.