Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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viernes, mayo 14, 2010

Luis Peña, de la galanura a la aspereza (3ª y última parte)

Tal como prometíamos al término de la segunda parte de esta entrada dedicada al actor Luis Peña, ha llegado el turno de ocuparse de su trayectoria profesional a través de las décadas de los años sesenta y setenta. Los profundos cambios que experimentaron tanto la sociedad española en general, como su raquítica industria del espectáculo (el cine y el teatro acusaron el tardío advenimiento de la televisión) en particular, no dejaron de tener su decisiva incidencia en el trabajo de nuestro protagonista, tanto en lo que se refiere a la cantidad, como a la calidad de las ofertas. A la influencia de las circunstancias que marcaban el devenir de la profesión se unía el ingreso del actor en la edad madura, lo que naturalmente condicionó el tipo de papel que se le ofreció. El balance en el medio cinematográfico de su trayectoria de estos años arroja a duras penas un saldo positivo, y atendiendo más a su labor personal que al valor final de las películas en las que intervino, pues si bien tuvo un papel relevante en films tan estimables como “091, policía al habla”, y hasta excelentes, como “A tiro limpio”, también es cierto que se prestó a brindar su imagen a películas adocenadas, como las coproducciones con Italia rodadas al servicio de los cómicos Franco Franchi y Ciccio Ingrassia, de tan difícil digestión en la actualidad como lo fueron en su día. Con ser deficientes, estas coproducciones, tal como señalaba Fernando Rey (que actuaba en una de ellas, la titulada “Operación Relámpago”) en el libro de Pascual Cebollada a él dedicado, disponían, al menos, de medios suficientes y técnicamente estaban bien realizadas. Ni mucho menos puede afirmarse otro tanto de otros films en los que Luis Peña obtuvo papel, cual sería el caso de “Ley de raza”, desgraciado y oscuro film que puso fin a la incipiente carrera de su director, José Luis Gonzalvo. A través de la década de los sesenta, el rumbo de la filmografía de Luis Peña, dejando al margen su constante colaboración con José María Forqué, parece irse marcando progresivamente por la influencia de la bufonada, lo pueril y la banalización internacionales. A meros papeles de comparsa en películas al servicio de fenómenos populares de la canción (Marujita Díaz, rocío Dúrcal o Los Bravos), Luis Peña sumaba intervenciones insignificantes en alguna película digna (como “A hierro muere” -Manuel Mur Oti, 1962-, o “Volver a vivir” -Mario Camús, 1968-) o de entretenimiento barato, como las dos coproducciones de Ágata Films del subgénero del cine de espías “a lo Bond”, “Operación Rembrandt” y “Demasiadas mujeres para Layton” (ambas de 1966). Finalmente, la década de los años setenta, que desgraciadamente Luis Peña ya no podría vivir completa, le reportó de la mano de Carlos Saura, dos oportunidades de dar lustre al final de su filmografía, figurando en los repartos de “El jardín de las delicias” (1970) y “La prima Angélica” (1974), contando además con un papel lucimiento en el segundo título. Antes de su canto de cisne fílmico en un film, una vez más, de José María Forqué (“Madrid, Costa Fleming”, 1976), Luis Peña tuvo ocasión de despedirse del público a través de un desencantado “speech” que, en gran medida sobre sí mismo, pronunció a la cámara de la película de Eduardo Manzanos Brochero, “Canciones de nuestra vida”. Casi como un epílogo, Luis Peña miró a través del ojo del objetivo al anónimo público del otro lado y aprovechó que tenía que presentar a Concha Piquer para, veladamente, aceptar con resignación que él era un vestigio del pasado, alguien que “había sido” y que estaba, prácticamente, olvidado. Repasemos a continuación, el camino que, desde 1960, recorrió Luis Peña, que le llevaría a desembocar, en su final, en esa suerte de escéptica amargura.

Primeros films de la década de los sesenta
Estrenada el 19 de junio de 1960 en el madrileño cine Roxy, con guión y dirección de Feliciano Catalán (quien compartió la tarea de la dirección del film con Daniel Baylos, y la de redactar el guión con el mismo Daniel y su hermano Antonio, aunque este extremo no está recogido en todas las bases de información) ,“El precio de la sangre” reservaba un papel con la categoría de “colaboración especial” para el italiano Adriano Rimoldi y otro para el padre Venancio Marcos, mientras que el protagonismo se lo repartieron Luis Prendes, Eva Guerr, María de los Ángeles Hortelano, y el propio Luis Peña. En pleno agosto, el film se reestrenaría en los cines Princesa, Vergara, Bellas Artes, Lido y Odeón. Si la carrera comercial de este film, que fue producido en 1959 y cuyo rodaje de interiores se realizó en los estudios Sevilla Films, y que estuvo acogido al crédito sindical en una cuantía de 750.000 pesetas, y que recibió una protección oficial cifrada en un millón cincuenta y tres mil pesetas y una calificación de 2ªA, no fue precisamente brillante (se mantuvo en el Roxy los “imprescindibles” siete días), la consideración crítica que mereció no fue mucho más halagüeña. Se trataba en “El precio de la sangre” de narrar un relato moralizante en el cual, su protagonista, Andrés (Luis Prendes), un mecánico huérfano de creencias religiosas, se topaba con un destino que le hacía abrazar la fe. Empezaba el film con el malherido mecánico yendo a refugiarse en los brazos de la Iglesia, personificada en el sacerdote a quien daba vida, muy apropiadamente, el padre Venancio Marcos, para confesarse. Andrés iniciaba su relato al clérigo y el film daba paso a un “flash back” en el que veíamos cómo el mecánico había sido testigo de un enfrentamiento violento entre dos hombres, dos socios propietarios de un garaje que se pelean por alguna mala jugada financiera. Uno de ellos (Adriano Rimoldi) hace caer al otro sobre el bastidor de un coche, con el resultado de que su oponente (Luis Peña) muere. El homicida prepara las cosas de manera que parezca que el deceso se ha producido por un accidente de carretera, para eludir toda responsabilidad. Andrés decide sacar provecho de la situación y sigue al contendiente superviviente. Le hace objeto de chantaje y obtiene dinero de él. Lo ofrece a su mujer (Eva Guerr), muy satisfecho, pero ella no recibe de buen grado unas ganancias de dudosa procedencia. Por su parte, la maquinaria de la Ley, puesta inexorablemente en marcha, consigue desvelar los criminales trucos del homicida, que acaba confesando su crimen, agobiado por los padecimientos de su esposa (María de los Ángeles Hortelano), resultado de su conducta, los cuales han sido tan insufribles que han provocado que el vástago que da a luz, nazca ciego. Andrés, por su parte, acosado por la policía, en su intento de fuga para ocultar su delito de chantaje, resulta herido de gravedad al caer de lo alto de la fachada de un edificio. Antes de morir, de vuelta al tiempo presente, consigue la absolución del sacerdote. Este film de Feliciano Catalán Antón, un director de escuálida carrera (“El precio de la sangre” era su cuarta película, y sólo llegaría a dirigir una más, en 1963, “Cuatro bodas y pico” ), tan poco memorable que ni siquiera mereció de la Academia de la Artes y las Ciencias Cinematográficas de España una entrada propia en su “Diccionario del cine español”, puede considerarse, desde el punto de vista del análisis de su reparto, contenedor de presencias tan interesantes como las de José Sepúlveda y Goyo Lebrero (actores aquí tratados en el pasado), así como una nueva oportunidad de que se reencontraran Luis Peña y Luis Prendes, que por cercanas fechas habían actuado en “De espaldas a la puerta”, de Forqué. Asimismo, se da la casualidad de que, en las fechas del rodaje de “El precio de la sangre”, Luis Peña actuaba junto a Adriano Rimoldi (con quien, recordemos, se “sacudía la badana” en pantalla), en el Teatro Goya, representando la comedia “Diana está comunicando”. Precisamente, de los pasos de Luis Peña por los escenarios, en los primeros años sesenta, versa el capítulo siguiente de esta entrada. Pero antes, comentaremos un tanto otros dos títulos de la filmografía del actor producidos en 1960, “La rosa roja” y “Vacaciones en Mallorca”.

Producción de 1960, cuyo rodaje se inició la primera semana de diciembre de 1959 en los barceloneses estudios “Orphea Films”, “La rosa roja” fue estrenada en el madrileño cine Goya en mayo de 1962. Según le contó su director, el siempre interesante Carlos Serrano de Osma (Madrid, 1916- Alicante, 1984), a su entrevistador Antonio Castro para el libro de éste, “El cine español en el banquillo”, “La rosa roja” fue un encargo que le llegó muy a propósito para reponerse del descalabro que le había supuesto dirigir y producir su anterior film, “Tirma”, que le había dejado año y medio “respondiendo a las deudas”. Desgraciadamente, el productor que le había contratado y le había proporcionado un guión “concebido para Mikaela, pero que no le iba nada”, se quedó sin dinero en seguida, y Serrano de Osma, un absoluto maníaco del cine, un verdadero cineasta, se vio obligado a financiar también “La rosa roja” y esperar dos largos años a conseguir estrenarla en Madrid. Sin embargo, en Sevilla, sin duda merced al especial atractivo de su protagonista para el público hispalense (de quien era paisana), no hubo tanta dificultad en encontrar un local de exhibición para la película, que cosechó un gran éxito en la sala Florida, en agosto de 1961. Beneficiándose formalmente de la preocupación y gusto de Serrano de Osma por el encuadre y la planificación de sus films, “La rosa roja” pasaría, sin embargo, por ser una más de las películas que se han hecho con el protagonismo de una tonadillera, cruzado con constantes de la temática del bandolerismo andaluz del siglo XIX. El público madrileño no se tomó demasiado interés por esta historia que daba melodramática cuenta de las legendarias andanzas de Dolores Parrales Moreno, “cantaora” conocida como “La Parrala”, de la que Federico García Lorca dijo que cuando cantaba seguiriyas “sostenía una conversación con la muerte”. Como galán principal, en el papel de “Fernando el de Triana” actuó Conrado Sanmartín, mientras que a Luis Peña le tocó el papel del turbio pretendiente enfrentado al anterior. Elena Espejo, productora en asociación con Serrano de Osma, y que había sido tantas veces pareja de Conrado Sanmartín en el cine, tenía también un papel destacado en la película, cuya acción se inicia en Moguer (Huelva), localidad natal de “La Parrala”, y luego va recorriendo los lugares en los que la tonadillera desarrolló su arte, acompañándola por cafés-cantantes de Sevilla, París o Granada hasta su trágico final. La irrelevancia del film en el panorama fílmico nacional pareció desairar el especial interés de su protagonista, quien, tras dieciocho meses de estancia en México, triunfando en los escenarios, había vuelto a su país natal por causa del rodaje de la película de Serrano de Osma.

Rodada, probablemente, en fechas muy próximas a las del rodaje del film anterior, entre finales de 1959 y comienzos de 1960, la coproducción hispano-italiana “Vacaciones en Roma” (en la que intervenían “Chamartín Producciones”, por España, y “CEI-Incom” y “Film Napoleón”, por Italia) llegó a las carteleras madrileñas a finales de abril de 1960, concretamente, al cine Coliseum, en un momento en el que dos de sus protagonistas, Vicente Parra y Alberto Sordi, tenían otro título exhibiéndose simultáneamente en las salas de estreno. Mientras el joven galán nacido en Oliva (Valencia) encabezaba el reparto de la secuela de su anterior gran éxito “¿Dónde vas, Alfonso XII?” (Luis César Amadori, 1958), “¿Dónde vas, triste de ti?” (Alfonso Balcázar, 1960) en varios cines de estreno, el genial cómico romano protagonizaba “Venecia, la luna y tú” (Dino Risi, 1958) que se pasaba en el cine Bilbao, igualándose de alguna manera en popularidad con un astro como Paul Newman, que tenía en cartelera “El largo y cálido verano” (Martín Ritt, 1958) y “La gata sobre el tejado de zinc” (Richard Brooks, 1958), una coincidencia que hoy resultaría insólita.
Dirigida por el italiano Giorgio Bianchi, “Vacaciones en Mallorca” ofrecía al público un espectáculo tan ligero como insustancial, apenas un puñado de anécdotas amoroso-sentimentales al hilo de la estancia veraniega de un diverso grupo de italianos en la isla mediterránea del título (el italiano, por cierto, “Brevi amori a Palma di Majorca” era todavía más revelador y ajustado que el español). El film cuenta como principal baza cómica con la presencia destacada de Alberto Sordi, en el papel de Anselmo Pandolfini, un aparatosamente cojo admirador de Mary Moore (Belinda Lee), una estrella del cine inglesa a la impone su presencia muy a su pesar. La persecución de Anselmo le lleva a arruinar los planes de la actriz, de encontrarse con su novio John, a espaldas de su “carabina”, un anciano duque a quien el protector oficial de la actriz, su productor, un multimillonario conde, la había adosado. El mismo acoso lleva a Anselmo a desplumar a la actriz y al duque en una partida de póker en la que exhibe una inusitada suerte. Mientras la jocosa personalidad de Alberto Sordi se ocupa de desempeñar el cometido de aportar la faceta cómica del film (destacando en este aspecto, una delirante conversación telefónica que mantiene con Gary Cooper), “Vacaciones en Roma” se entretenía también en describir las andanzas ligonas de unos estudiantes italianos, centrándose particularmente en dos amigos, Gianni (Vicente Parra) y Ernesto (Antonio Cifariello), quienes hacían especiales y tiernas migas con Clementina (Mercedes Alonso) e Inesita (Paloma Valdés), respectivamente. Las complicaciones del romance entre Ernesto e Inesita nacían de la preferencia de la madre de ésta, la viuda Manuela Esteban (Rossana Martini) por otro joven, Miguel (Giulio Paradisi), el cual ella misma descartará cuando el joven malinterprete sus intenciones y trate de conquistarla. Las incidencias que indispondrán temporalmente la relación entre Gianni y Clementina, no vendrán por el lado paterno de ésta (el titular de un negocio de pompas fúnebres, incorporado por Pedro Rodríguez Quevedo), sino por el interés del muchacho por la guapa y casquivana modelo francesa Hélène (Dorian Gray), la joven mujer de un hombre maduro, André Breton (Gino Cervi, que volvía a encontrarse, por tercera vez, en un film, con Luis Peña, en menos de un año). El plácido papel de Luis Peña como Antonio Córdoba, el amante secreto de Manuela Esteban, además de su abogado y mejor amigo también de su hija Inesita, se resolvía felizmente comprometiéndose con la primera, tras pedirle su mano a la segunda, invirtiendo el procedimiento habitual, poniendo fin a los temores de la madre fundados en la creencia de que la relación con el abogado no fuera aceptada por la hija (razón por la cual obligaba a Antonio a esperar para casarse a que Inesita encontrara un novio que llenara su vida). A través de excursiones, vistas idílicas, ambiente playero, alguna fiesta y hoteles de lujo, encontramos en “Vacaciones en Mallorca” algunas intervenciones gratificantes, como la de la escultural Katia Loritz, que representa uno de los frustrados ligues de Ernesto y Gianni, al principio del film, o como la de José Marco Davó, que hace el papel de un comisario, primer receptor “a pie de barco” en Mallorca de Anselmo Gandolfini (por causa de la queja de la recién llegada Mary Moore) y quien se encarga de despedirle en el momento de embarcar, al final del film, cuando ya el insistente admirador ha conseguido su objetivo de acostarse con la actriz; o como las de unos juveniles Ricardo Tundidor y Manuel Gil, integrantes de la festiva pandilla de Inesita.
En escena en los primeros años sesenta
El 17 de abril de 1960, en el madrileño teatro Goya, Luis Peña tiene un papel en la obra de José López Rubio, “Diana está comunicando”, que representó la compañía de la que era la titular Conchita Montes, con papeles destacados para Adriano Rimoldi y la juvenil María Luisa Merlo (con la que Luis Peña había coincidido en “De espaldas a la puerta” y con la que por esas fechas había rodado “091, policía al habla”, aunque actuaban en segmentos distintos del film, títulos ambos de José María Forqué). En la comedia de López Rubio, los papeles de menor extensión fueron para Dolores Gálvez, Antonio Martínez y Ángela Capilla. En idéntico escenario, el del Goya, y según la adaptación de Edgar Neville, sustituyendo la pieza de López Rubio (que recientemente había alcanzado las cien representaciones) se estrenó el diez de junio de 1960 la comedia de Marcel Achard “Juan de la Luna”(estrenada en Francia en 1922, pese a lo cual resultaba “atrevida” para la España de 1960), en la que Luis Peña interpretó el papel de “Ricardo” (lleno de “pasión y de fuerza”, en palabras del crítico Alfredo Marquerie), y compartió cabecera de cartel con la titular de la compañía, la exquisita Conchita Montes, y con los otros dos primeros actores de la comedia, Rafael Alonso y el recientemente fallecido Francisco Piquer (a quien dedicamos un sencillo recuerdo, en la hora de su adiós, en este mismo weblog). La comedia, en palabras de su adaptador, era una obra admirable “por su humanidad, por su ternura y por su técnica” en la que se relataba la peripecia del personaje protagonista, Juan (Francisco Piquer), cándido e inocente hasta la exageración, que responde con bondad a los manejos del sinvergüenza de su hermano “Clo-cló” (Rafael Alonso, frecuentemente unido, como la protagonista femenina, a la suerte teatral de Neville) y de una mujer (Conchita Montes) llena de malicia. Con la colaboración de Cayetano Luca de Tena en la puesta en escena, la obra constituyó un éxito mediano, habida cuenta de la categoría del reparto, que se completaba con Lola Gálvez y Aurora Alfayate, que corrían a cargo de los papeles de menor extensión. El año 1961 lo inicia Luis Peña representando en el teatro Alcázar la obra de Joaquín Calvo Sotelo, “Dinero”, que fue dirigida por González Vergel y protagonizada por Antonio Prieto y Gemma Cuervo. Se trata de una comedia “de tesis”, de las que su autor era proclive a pergeñar, de aliento sentencioso y moralista. El peregrinaje del protagonista (Antonio Prieto) ante diferentes personajes y pasando por distintos ambientes, en pos de un préstamo que se resiste a llegar, y las presiones que sufre por parte de su hija (Gemma Cuervo) constituyen la excusa argumental de la obra. Engrosando el elenco de la compañía hallamos a Manuel Collado (que nos dejó, como constatamos en este weblog, el pasado año 2009), a Fernando Nogueras, a Antonio Soto, a Charo Soriano, a Dionisio Salamanca y a Fernando de la Riva, entre otros. Puntualmente de vuelta a la disciplina de los teatros nacionales, Luis Peña intervendría con una “colaboración especial” en el estreno del 5 de julio de 1961 en el Teatro Español de la obra de Agustín de Foxá “Cui-Ping-Sing”, según la dirección de Cecilio de Valcárcel y con Ricardo Hurtado, José Orjas, Marisa de Leza, Manuel Galiana, Ricardo Merino, Enriqueta Carballeira y Margarita Calahorra, entre otros, completando el reparto, estreno que se inscribiría en el programa de actos conmemorativos del Cuarto Centenario de la Capitalidad de Madrid. Posteriormente, e integrando la compañía Nacional Teatro de Arte, Luis Peña, junto a Ricardo Hurtado, Pepe Bárcenas y su suegra, Guadalupe Muñoz Sampedro, actúa en el “Don Juan Tenorio” que se representó los días 30 y 31 de octubre en el Lope de Vega de Valladolid, dentro del Ciclo Romántico de los Festivales de España. Finalmente, para despedir 1961, Luis Peña interviene con una colaboración en una nueva adaptación de Edgar Neville de otra obra de Marcel Achard, “La idiota”, que protagonizó, con su radiante belleza como máximo reclamo comercial, la adorable Analía Gadé. Con dirección de José Osuna, el estreno de “La idiota” se verificó en el escenario del teatro Reina Victoria el 13 de diciembre de 1961, siendo el protagonista masculino el sensacional José María Rodero (en el papel del juez “Sevigné”) y correspondiendo los roles secundarios a interpretaciones de las jovencísimas Paula Martel y Elena María Tejeiro. El éxito de la obra, que, ambientada en un despacho de un juez, relataba una “vista a puerta cerrada” sobre un caso “subido de tono” en el que la encausada era una explosiva mezcla de ingenuidad y picardía contenido en el escultural cuerpo de Analía Gadé, se desbordó en Madrid tal como había sucedido antes en París y en Nueva York. Tanto la innegable estrella, la divina Analía, como el primer actor (Rodero, desarrollando el papel de un atribulado juez que se debate entre la rectitud de su proceder y la distorsión provocada por el magnético encanto de la bella protagonista), como el resto del reparto (en el que Luis Peña destacaba por tener a su cargo el papel de un policía, personaje que le hacía vivir un exigente momento de responsabilidad por su especial intensidad dramática), cosecharon, desenvolviéndose en el meritorio decorado de Enrique Burgos, un triunfo más que notorio, que permitió que las representaciones de “La idiota” se prolongaran superando el número de doscientas, retirándose de cartel, en pleno éxito, el 18 de abril de 1962 (aunque, para aquel entonces, Francisco Piquer había sustituído a José María Rodero). En agosto de 1963, Luis Peña volvió a representar la obra, esta vez con su esposa, Luchy Soto (que ese mismo año fue intervenida quirúrgicamente, ganando una primera batalla al cáncer que finalmente segaría su vida), en el papel principal, y con Ricardo Acero interpretando al tercer personaje en importancia de la obra, en el teatro Recoletos de Valladolid.

Policíaco humano y oficialista
“091, policía al habla” es una de las películas a la que nos hemos referido más de una vez en este weblog. Y, dado lo extenso y excelente de su magnífico reparto, es previsible que nos veamos obligados a volver sobre ella en el futuro. Si la citamos cuando dedicamos una entrada a Manolo Gómez Bur por su asunción del papel cómico de “Bicho”, y reincidimos en el título cuando el glosado fue Fernando Delgado, por su participación en un brevísimo rol, hoy tenemos que referirnos al espléndido trabajo dramático que desarrolló Luis Peña en su papel de Julio.
Inserto en la prensa, como si de un aviso real se tratara, un anuncio del film planteaba la siguiente cuestión “¿Ha visto usted a esta muchacha? Desapareció de su casa hace dos días” sobre una foto de María Luisa Merlo. Captada la atención del lector con el relato angustioso de la desaparición de la joven y de la afanosa búsqueda por parte de sus progenitores, el texto de la promoción aclaraba que se trataba de una película, del anuncio del nuevo film de José María Forqué. En otra página de la prensa, suplantando el lugar destinado a una noticia, otro anuncio se agazapaba bajo el titular “Detención de una banda de atracadores en Barajas. Intentaban huir al extranjero con el producto de sus robos”. A los innegables méritos de la cinta, sustanciados en el Premio del Sindicato Nacional del Espectáculo al Mejor Guión y en el del Círculo de Escritores Cinematográficos para José Luis López Vázquez al Mejor Actor Secundario, tal vez quepa añadir la eficacia de esta campaña publicitaria para explicar el buen resultado comercial que “091, policía al habla” obtuvo en su explotación en los cines, que le permitió permanecer en sus locales de estreno en Madrid (cine Capitol, desde el 13 de diciembre de 1960) y Barcelona (cine Coliseum, desde el 8 de noviembre del mismo año) diecinueve y veinte días, respectivamente. En la citada campaña quedaba patente que el film trataba de abarcar las muy diversas circunstancias delictivas sobre las que la acción de la policía debía imponerse. El guión obra de Vicente Coello, Pedro Masó, Antonio Vich y del propio director del film, José María Forqué, conseguía exponer de manera convincente y atractiva para el espectador, lo que podía ser una jornada laboral nocturna de un coche patrulla (el vehículo Z-10) del 091 (servicio telefónico de radio patrullas que se inició en junio de 1958) atendiendo a las más variadas urgencias policiales. Básicamente, podría considerarse un film de episodios cuya historia contenedora (que debemos repetir hoy, tras haberla explicado anteriormente, en las entradas antes citadas) es la de su protagonista, del inspector Andrés Martín (Adolfo Marsillach, quizá lo menos convincente de la película), que debe cumplir con su deber sobrellevando la obsesión de encontrar al conductor que, tras atropellar mortalmente a su pequeña hija a la salida del colegio, se dio a la fuga, y la crisis matrimonial que desencadenó dicha obsesión. Ni que decir tiene que, en el transcurso de la accidentada y atestada jornada, en la que debe prestar atención a un buen número de ciudadanos necesitados de auxilio (una parturienta primeriza, un niño enfermo que vive en una chabola, una menor víctima de abusos), y de detener a diversos delincuentes (los ladrones de la recaudación del Palacio de los Deportes, un par de raterillos roba-melones, a los que finalmente deja marchar), el policía encontrará al criminal agresor de su hija y, finalmente, recuperará la estabilidad de su otrora feliz matrimonio, reconciliándose con su guapa esposa (Susana Campos). Para más detalles sobre el argumento general del film, este burgomaestre remite al paciente lector a la entrada antes citada sobre Manolo Gómez Bur, y pasa a centrarse ahora en el fragmento del film en el que participa Luis Peña con su sobresaliente actuación.
El coche Z-10 que comanda el inspector Andrés Martín es advertido por radio de un siniestro que se acaba de producir. Se dirige allí con prontitud, secundado por el inspector Barea. El vehículo, del que ya se sabe que estaba ocupado por cinco personas, dos mujeres y tres hombres, está incrustado contra una farola, frente al estadio Santiago Bernabéu. Los heridos de mayor gravedad ya han sido retirados. Tres de los ocupantes, esperan, aturdidos, sentados o de pie, en los peldaños de los vomitorios del coliseo, a ser interrogados. Admiten que iban bebidos. Uno de ellos suplica discreción a la policía, alegando que está casado y que tiene tres hijos, que esa misma tarde ha enviado de vacaciones a Alicante, despidiéndoles en la estación de autocares. El inspector Martín, poco receptivo, le espeta “Eso haberlo pensado antes”. El hombre, tras balbucir: “sí, claro, pero ¿quién iba a pensar?”, inicia el relato de lo sucedido, dando paso a un flash-back. Vemos como el hombre, Luciano (Manuel Alexandre) despide a su mujer y a sus hijos en la estación de autobuses. Les compra tebeos a los niños (uno de ellos, un “Davy Crockett”, ejemplo típico de la desidia paterna, ya lo habían leído) y algunas chucherías para su esposa (Mercedes Barranco) y los embarca hacia un lugar de veraneo (tal y como hacía, por ejemplo Tom Ewell en “La tentación vive arriba”), quedando así liberado de familia y solo en la ciudad. Pese a que asegura a su mujer que va a aburrirse sin ella y que “eso de los Rodríguez” son cuentos, cuanto todavía está agitando la mano, despidiendo al autocar que acaba de arrancar, ya está persiguiendo a la primera mujer que se le pone ante la vista. La acción pasa entonces a una tienda de decoración “Molduras Loal”, en la que el propietario, Julio (Luis Peña), está atendiendo a una joven marchante (Gracita Morales) que le muestra láminas con las que surtir su negocio. Muy simpáticamente se refiere al tipo de artículo que su clientela busca, describiéndolo con muchos diminutivos: “Esto es muy atrevido. ¿No tiene algo a base de flores, pajaritos, puestas de sol, un pastorcito, una montañita...?” Se presenta entonces Luciano, que apremia a Julio para que cierre la tienda, alegando que su amigo Manolo (Ángel de Andrés) ya debe estar esperándolos. Llama entonces Julio a su mujer, pretextando que tiene que elegir material para no ir a cenar, y explicando que tiene trabajo para varias horas, hasta las dos o las tres de la madrugada, por lo que no debe esperarle levantada. Al otro lado del hilo telefónico, Elena, su esposa (Asunción Balaguer, quien, por cierto, y a tenor de sus propias declaraciones, estaba más que acostumbrada a recibir semejante trato por parte de su marido en la vida real, el casquivano Paco Rabal) expresa su disgusto, pero acepta con resignación el embuste pidiéndole tan solo a su marido que si llega tarde procure no hacer ruido para no despertar a los niños, que ya se han acostado. Los tres amigos se reúnen y se plantan en un cabaret dispuestos a dar comienzo a la que tienen previsto será una noche de juerga inolvidable. Empiezan por burlarse de los amigos que se van de veraneo con sus familias “como el tonto de Folgado ¡Pues no dice que se divierte, encima!”. Enseguida convienen que tienen que buscarse “tres gachís”. El primero en lanzarse es Luciano, que localiza una rubia en la barra, Charo (la carnal Mara Laso), que le atrae poderosamente. La mujer dice ser viuda y estar esperando a una amiga. Luciano hace torpes avances y, a los pocos minutos, sus amigos se presentan para revolotear como zánganos en torno a Charo. Ésta, tras conocer sus nombres, les advierte de que es muy seria y que su padre era magistrado del Tribunal de Garantías y “de muy buena familia, aunque me esté mal el decirlo”. Tras tan prometedor inicio de relación, Charo va en busca de su amiga Sole (la algo más sofisticada Ana Castor, a la que hemos encontrado reiteradamente vinculada al cine de Jesús Franco de aquellos años) a la que le dice en confianza que “parece que han echado la noche”. Enseguida, Julio se postula como acompañante de Sole. Manolo, que se encuentra desparejado, reclama para sí una amiga “morena y rellenita”. Las dos amigas le aseguran que harán lo posible por complacerle y aventuran que quizá una tal Susy esté sin plan esa noche. Deberán desplazarse a otro local, para buscarla, a la sala “Tú y yo”. Allí, Julio baila con Sole y Luciano se arrima a Charo en la mesa donde todos beben champán. Pero Manolo, que ve que le están escamoteando la prometida Susy, se impacienta y protesta: “¡Para esto no hacía falta que enviara a mi mujer al campo!” Sole propone que vayan a “Casa Manolo”, donde asegura que Susy suele parar a menudo. En “Casa Manolo”, un mesón con tablao flamenco de esos que permanecían abiertos toda la noche, y a los que no eran por cierto en absoluto ajenos los artífices del film (con José María Forqué a la cabeza), y a los que bien podían añadirse Fernando Fernán-Gómez o Jesús Franco, por citar dos nombres reconocidos. Todos siguen bebiendo, especialmente Luciano y Julio, que se emborrachan a fondo. Julio, en particular, se desmelena poniéndose a bailar como un poseído: hace equilibrios con una botella sobre la cabeza, gira en torno a Sole y, finalmente, bebe con Luciano, a la vez, del mismo vaso, reclamando a continuación “otra botella”. Manolo continúa solo y su voz quejumbrosa resulta una nota discordante en medio de la juerga, insistiendo en reclamar la presencia de la tal Susy. Charo, que mantiene una actitud bastante tibia, afirma que va a preguntar por ella y se dirige al salón interior a hablar con el encargado del local (Manuel Aguilera) para cobrar su comisión y la de la Sole por las seis botellas y los veinte platos de taquitos de queso y jamón que se llevan consumidos. Charo le confía al hombre que está harta y que cuando reúna el dinero necesario, en seis meses, se vuelve al pueblo “a críar gallinas”. Con la promesa pendiente de conseguirle compañía femenina a Manolo, el grupo se desplaza del último garito en el “seiscientos” de Luciano, que conducirá Charo porque su dueño está muy borracho. El ambiente en el vehículo, contaminado con la euforia colectiva provocada por la masiva ingesta de alcohol, y las bromas de Manolo, que ha rescatado del mesón una botella de vino, con la que insiste en hacer beber a Charo, termina propiciando que ésta estampe el modesto “seiscientos” contra una farola, instalada enfrente, como dijimos, del estadio Santiago Bernabéu . El desenfreno despreocupado da paso, bruscamente, a la tragedia. Julio, en cuya mano diestra vemos lleva aún la alianza de casado, es el primero en reaccionar y en encontrar que Manolo está muy mal herido, si no muerto, y que Charo parece haber, fatalmente, hallado su final. La acción vuelve entonces al momento presente, en la comisaría de Buenavista, donde el inspector jefe (Manuel Arbó), en presencia de los inspectores Andrés Martín y Barea, toma declaración a los accidentados. A Luciano, al pedirle el carnet de identidad, le florece del pecho el tebeo que había comprado a uno de sus hijos y que éste ya había leído, y que había olvidado que lo guardaba doblado en un bolsillo interior de la chaqueta. A Sole, por su parte, acuden en su busca sus antecedentes penales. Julio recibe, lleno de vergüenza, la visita de Elena, su esposa, que ha ido a buscarle. Ella no tiene ningún reproche que hacerle, tampoco le permite presentarle burdas excusas y recoge sus pedazos arrepentidos y contritos. Sabedora de que había habido dos víctimas mortales en el accidente, a Elena sólo le interesa y le basta con ver que su marido está bien. Andrés Martín sale de la comisaría a fumar un cigarrillo. Parece dolerle la cabeza. Barea, siempre atento a los momentos de debilidad de su jefe (extraordinario José Luis López Vázquez, quien prácticamente repite el papel que había interpretado en el film anterior de Forqué, “De espaldas a la puerta”), sale en su busca y comenta, con intención, tratando de ayudar: “¡Qué barbaridad, hay tipos que no se merecen a sus mujeres! Lo malo es que no nos damos cuenta de que las necesitamos hasta que nos pasa algo,”. El inspector Martín no quiere atender a los velados consejos de Barea y le responde, transversal: “Has debido quedarte en el coche. Alguien debe atender las llamadas”.

La actuación de Luis Peña en “091, policía al habla” es, como ya dejó escrito este burgomaestre en algún rincón de este tosco batiburrillo que es “Lady Filstrup”, una de las que, deslumbrándole, le decidieron a dedicarse a glosar las excelencias de los actores españoles. Hay una gran verdad en cada una de las palabras, las acciones y las intenciones de Luis Peña, que da con su interpretación un nuevo y más profundo significado a la palabra “naturalidad”. El desparpajo con que trata de los “cuadritos” que tiene que comprar al principio de su intervención, es parejo al que emplea para engañar a su mujer o para “ligar” con las “pilinguis”. Luis Peña, en una continuidad asombrosa con trabajos anteriores (pensamos en momentos de la inmediata anterior “De espaldas a la puerta”, de la lejana “A mí la legión”, de “Calle Mayor”, de “El pasado te acusa”, o de “Vidas cruzadas”), vive la noche intensamente y parece querer ahogarse en la bebida, en la que se zambulle con desesperada pasión. Vive con estruendo la risa y la borrachera, se descuajeringa bailando y le pierde el respeto al tedio rebelándose contra la rutina, encanallándose con fruición en los humores de lo prohibido. Se deja ir, en suma, y la cámara lo recoge con su ojo escrutador para que el espectador asista suspenso a un hecho insólitamente veraz: Luis Peña dejándose ir. No es poco mérito, por cierto, el de José María Forqué, que parece hacer con él un trabajo más de documentalista que de director de actores. Y es que después de haberle dirigido en “Embajadores en el infierno” (1956), “Amanecer en Puerta Oscura” (1957) y en “De espaldas a la puerta” (1959), sospechamos que José María Forqué debía ser, tanto o más que director, rendido admirador del intérprete, y tras haber explorado en los títulos precedentes los registros preferentes de Luis Peña, le proponía en este liberarse totalmente y dar rienda suelta a su propia identidad. O, al menos, a una faceta de ella. Viéndole empapado en vino en la juerga de “091, policía al habla” tiene uno la impresión de que le están permitiendo asomarse al abismo del alma de Luis Peña. Si es ello verdad o no, poco importa.

La historia del pobre García y de otro hombre (una poco vista y la otra aún menos)
En la primera singladura de Tony Leblanc como director, guionista, productor, músico, etc, etc... de un largometraje, la ya citada aquí por tres veces en ocasiones anteriores (cuando tratamos la figura de José Sepúlveda primero, de Manolo Gómez Bur, después y, finalmente, la de Jesús Tordesillas), “El pobre García”, le cupo a Luis Peña disponer de un papel relevante, el del médico que operaba con éxito a Toni (Toni Leblanc, júnior), el hijo de Ignacio García, el protagonista (Tony Leblanc, padre), aquejado de una poliomielitis que le había dejado impedido de las dos piernas y que le había amargado la infancia. El galeno encarnado por Luis Peña unía a su pericia profesional la generosidad más remarcable, pues se niega a cobrar cantidad alguna por sus servicios. Superando las pujas de Conchita (una guapa y joven Lina Morgan), la novia de Ignacio, del padre de Conchita, don Raúl (Jorge Rigaud), y de Manolo Morán (que se interpretaba a sí mismo), amigo personal de Ignacio y del propio doctor, que se habían postulado todos como pagadores de la intervención, el facultativo incorporado por Luis Peña, viendo tal competición de cariño por la pareja formada por padre e hijo, decidía ganarles a todos, liquidando la factura con un “La operación no vale nada”. Con todo, la última palabra, como sucede más de una vez en España, la tenía la Iglesia, por boca del sacerdote a quien daba vida Jesús Tordesillas, que cuando asiste a los primeros pasos (ayudándose de unas muletas) del niño Toni, atribuye el éxito de la operación, no a los buenos oficios del doctor, sino, como es costumbre de la casa, a la intervención divina, con un “Gracias, Señor” pronunciado con la vista elevada a las alturas. De la desgraciada carrera comercial de “El pobre García”, que desconcertó con su patetismo al público y que fue muy perjudicada por una mala calificación oficial (se le asignó una paupérrima categoría 2ª B, que no daba acceso a casi nada), de su producción, hecha en muchos aspectos casi en régimen de “cooperativa solidaria” (actuando varios artistas por el precio de la amistad con Leblanc, como Fernando Sancho, José María Rodero o Jesús Tordesillas, o rebajando mucho su caché, como Lina Morgan), y de las deslealtades del coproductor Enrique Fernández Sintes con el creador y estrella del film, creo haber hablado ya en anteriores entradas en las que se comentó este singular y meritorio primer intento de uno de los cómicos más justamente respetados y queridos del panorama artístico nacional.
De todas las películas que han ido compareciendo en este weblog acudiendo a la llamada del repaso de la filmografía de los distintos actores tratados, quizá sea “Historia de un hombre”, que dirigió Clemente Pamplona en 1961, de la que menos noticia le ha sido dado a este burgomaestre obtener. Ni la “Guía del cine” de Carlos Aguilar, ni el catálogo “Un siglo de Cine Español” de Luis Gasca, ofrecen en sus documentadas páginas sinopsis alguna del film. En la “Cronología del cine español” que publicaron Pascual Cebollada y Gil Rubio tampoco aparece fecha alguna de estreno. Y es que la cuarta película en la filmografía del director (y anteriormente laureado guionista) Clemente Pamplona, una producción “Antares films” (la misma empresa que hizo posible el mismo año el debut de Eugenio Martín, financiando su film “Despedida de soltero”, de casi tan igualmente desafortunada carrera comercial) apenas dispuso de distribución en las salas de cine. Cabría calificarla de película “malditísima”. Clemente Pamplona Blasco, turolense de Bronchales, nacido en el día de los Santos Inocentes de 1917 y fallecido en el Puerto de Santa María (Cádiz) el 12 de noviembre del 2001, completó una carrera profesional que le permitió destacar como guionista (obteniendo el premio del Sindicato Nacional del Espectáculo en 1952 por su libreto “Pasos de angustia”, que él mismo se encargó de convertir en imágenes). Personaje afecto al Régimen de Franco, desde los mismos años de la Guerra Civil (perteneció al grupo fundador de Radio Nacional en Burgos, en 1937), estuvo reiteradamente vinculado a los órganos oficiales de los medios de comunicación, siendo jefe de informativos de TVE, director de la revista Tele – Radio, redactor jefe de los “Diarios hablados” de RNE, corresponsal en Lisboa y director, en Barcelona, del diario del Sindicato Vertical “Solidaridad Nacional”, director más tarde del Centro Regional de TVE en Canarias y director adjunto del centro homólogo en Aragón hasta 1984. De su labor como guionista dan la medida exacta de su capacidad y también de su orientación política, los títulos que firmara, tales como “Agustina de Aragón” (que, escrito en colaboración con Ángel Fernández Marrero, ganó el concurso convocado por la productora CIFESA en 1950), o los dos que escribió en colaboración con Jesús Vasallo, “Cerca del cielo” (1951), sobre un crimen de guerra del bando republicano del que fue víctima el sacerdote padre Polanco, o “Los ases buscan la paz” (1952), sobre la azarosa vida de Ladislao Kubala y su huida de Hungría del bando republicano. De la carrera como director del padre de la actriz Amparo Pamplona (y abuelo de la también actriz Laura Pamplona) merece destacarse, por su excepcional reparto, el film “Don José, Pepe y Pepito” (1959), que reunía a Pepe Isbert, Antonio Casal y a Manolo Morán. Su despedida de las tareas de dirección fílmica lo constituiría “La chica del gato”, nueva versión del clásico de Carlos Arniches que, en 1964, protagonizaría una Gracita Morales que se aproximaba a toda velocidad hacia el estrellado. Pero antes de este postrer film, Clemente Pamplona reuniría a Luis Peña con su suegra Guadalupe Muñoz Sampedro en “Historia de un hombre”, película ignota donde las haya, de la que no podemos hacer más que recoger que su guión fue escrito por Fernando Lázaro, el cual bien podría ser Fernando Lázaro Carreter, ilustre académico que dio al mundo “La ciudad no es para mí” ocultando su identidad bajo el seudónimo “Fernando Ángel Lozano”, en cuyo caso, no nos sorprendería que “Historia de un hombre” fuera una adaptación de la obra de Lázaro Carreter “Un hombre ejemplar”, que el zaragozano filólogo había publicado en 1956. Sea o no cierta esta suposición, lo que sí podemos certificar es que el protagonismo del film recayó en Ángel Ter (que aparece en el cartel de la película caracterizado como payaso “cara blanca” o como “Don Tancredo”), María Fernanda D’Ocón, Rafael Luis Calvo y el propio Luis Peña. En el mismo cartel, ocupando el poco espacio que deja un primer plano en escorzo de la D’Ocón, vemos una imagen de Don Quijote y otra de un lorito en una jaula. Cabe, ante tales elementos, cualquier hipótesis sobre el argumento del film.

“La Cumparsita” y “A hierro muere”

En los madrileños estudios “Ballesteros” se concluyó el rodaje del film “Canción de arrabal” en abril de 1961. Completándose el doblaje del mismo a continuación, el film, una coproducción hispano argentina, tuvo un estreno de gala en el cine Lope de Vega de la capital de España el 28 de septiembre del mismo año de su producción, bajo el que sería su título definitivo, “La cumparsita”. Al estreno madrileño (en Barcelona, se había pasado anteriormente), asistieron destacadísimas figuras de la cinematografía española las cuales arroparon el éxito personal de la estrella de la película, la pizpireta cantante Marujita Díaz, tales como el actor Julio Peña y su esposa, la actriz Susana Canales, el director Pedro Lazaga, a quien también acompañaba su mujer, Marujita Bustos, la cantante y actriz, Lola Flores, el actor Germán Cobos, y ,naturalmente, la pareja estelar del film, la citada Marujita Díaz y el galán venezolano Spartaco Santoni. Dirigida por el limeño Enrique Carreras (nacido Enrique Santes Morello, en 1925 y fallecido en Buenos Aires, en 1995), “La Cumparsita” reservaba un papel destacado para Luis Peña, el del cuarto personaje en importancia, sólo por debajo de sus tres protagonistas. Cuenta este film, vehículo idóneo para el lucimiento de su estrella (que había logrado, con su anterior film, “Pelusa” (Xavier Setó, 1960), el Premio del Sindicato Nacional del Espectáculo a la Mejor Actriz, lo que le otorgaba un rango netamente superior al de “cantante que hace películas”), una historia melodramática (original de José Manuel Iglesias y Emilio Villalba) que arranca en el mítico barrio portuario y bonaerense de La Boca, donde vive una humilde muchacha que maravilla con su gracia para interpretar el tango. Son los años en los que este género musical está alcanzando su máxima difusión en el mundo, merced al éxito arrollador y universal de Carlos Gardel. La muchacha, tan destacado es su talento para el tango, alcanza una celebridad que la llevará hasta España. En el Viejo Continente, el éxito y la celebridad se harán pronto sus compañeros, así como dos pretendientes, dos galanes (el argentino hijo de Asturianos, Carlos Estrada, y el venezolano Spartaco Santoni). De la disputa de los favores de la exitosa cantante por los dos admiradores, amigos entre sí, surgirá el conflicto fundamental que sostendrá el hilo argumental del film, en el que se irán engarzando una larga sucesión de tangos. Con actuaciones de la “divina” María Fernanda Ladrón de Guevara, del distinguido Aníbal Vela, del ubicuo Juan Cazalilla y del siempre excelente Félix Fernández, “La cumparsita”, estupendamente fotografiada en eastmancolor por Mario Pacheco y Alberto Etiheberc, supuso un éxito más que aceptable, permaneciendo casi un mes en la pantalla del “Lope de Vega” y siendo reestrenada seguidamente en el cine “Texas”.

El rodaje de la coproducción hispano-argentina “A hierro muere” se inició en los Estudios Chamartín la última semana de septiembre de 1961, estrenándose en Barcelona, en el cine Diagonal, el 7 de mayo de 1962, y en Madrid, en los cines Carlos III y Consulado, el 2 del mismo mes y del mismo año. Basada en la novela de Luis Saslavsky “A sangre fría”, se trata de un drama criminal, una de las buenas películas que dirigió el prematuramente encumbrado Manuel Mur Oti. Con un sobrio empleo del formato “scope”, y dotada de una atmósfera tensa y crispada, “A hierro muere” podría situarse a medio camino entre los más tradicionales “thrillers” norteamericanos (tipo “Perdición” o “El cartero siempre llama dos veces”, por citar los dos ejemplos más totémicos) y su más estilosa versión europea (tipo “Ascensor para el cadalso”). Se relata el caso de Elisa (Olga Zubarry) una mujer que sale de presidio, amargada y resentida con su suerte. Consigue un empleo de enfermera personal de una anciana que vive con su sobrino Fernando (Alberto de Mendoza, doblado por Félix Acaso). Pronto, la empleada se hace cargo de la situación. El joven, un individuo vicioso y débil, cuya única ocupación confesable es tocar el piano, está deseando heredar a su anciana tía doña Sabina (Ana María Noé) . Elisa conviene con él en que hay un sistema para quitarla de en medio, sin sufrir las consecuencias, valiéndose de su situación de privilegio como enfermera. Elisa y Fernando formarán una alianza mortal y envenenarán lentamente a la paciente, y ya sólo restará esperar para cobrar la herencia. No cuentan con la intervención profesional del médico de la familia, el doctor Alonso (Manuel Dicenta), que por su excesivo celo profesional, descubre y está a punto de denunciar el envenenamiento. Pero Fernando reacciona con buenos reflejos y, de un contundente porrazo en la cocorota, lo deja yerto en el suelo. Ante las sospechas del hijo del difunto galeno (Jorge Vico), la policía (personificada por Luis Prendes, un verdadero especialista en el rol) toma cartas en el asunto. Tras la muerte de la tía, las pesquisas de las fuerzas de la ley van estrechando el cerco sobre la pareja de asesinos. Es precisamente entonces cuando la indisoluble unión entre ellos se resquebraja: Elisa ha descubierto que Fernando tiene una amante (Katia Loritz), mucho más atractiva que ella. Como la relación sentimental prometida formaba parte del trato, Elisa se siente traicionada y amenaza a su cómplice con dar parte a la policía si no se aviene a cumplir lo pactado. Fernando, que ha tratado de hacer recaer sospechas sobre ella ante la policía, y disconforme con tales exigencias, se propone matarla en el trayecto en tren que debía permitirles huir juntos. La intervención de la policía consigue impedirle llevar a cabo sus criminales propósitos, abatiéndolo a tiros. A Luis Peña le corresponde en “A hierro muere” el papel de chófer del doctor Alonso, que aparece como primer sospechoso, tras ser interrogado por los inspectores a quienes dan vida Luis Prendes y José Nieto. Pesan contra él antecedentes poco limpios, haber flirteado con Elisa, y que el cadáver apareciera en el interior del coche del que él era responsable. Reacciona con angustia ante las acusaciones de que es objeto, pero sus sufrimientos tienen una duración breve porque pronto es descartado como sospechoso y desaparece de la película. De “A hierro muere” ya hablamos algo con ocasión de la entrada dedicada a Jesús Tordesillas (es el farmacéutico que vende el veneno a Fernando, a quien le ha recetado el preparado un médico encarnado por José Marco Davó), y es intención de este burgomaestre volver, con algo más de detalle, cuando nos ocupemos en el futuro de glosar la figura de Manuel Dicenta.

Plaza de Oriente
Mencionada apenas en la entrada dedicada a Jesús Tordesillas y algo más comentada, aunque sucintamente en la confeccionada para glosar la figura del entrañable José María Tasso, “Flequillo”, el film “Plaza de Oriente” comparece por tercera vez en este weblog, esta vez disponiendo de algo más de atención por parte de este burgomaestre que, al fin, ha tenido la oportunidad de verla. Se trata de una adaptación al celuloide de una comedia original de Joaquín Calvo Sotelo, uno de sus primeros éxitos, que se estrenó en el teatro María Guerrero de Madrid el 24 de enero de 1947, contando con la pareja protagonista formada por Elvira Noriega, Guillermo Marín y Cándida Losada, a quienes dirigieron Luis Escobar y Huberto Pérez de la Ossa. Quince años después, el autor de la comedia colaboraría con los guionistas José María Palacio y Mateo Cano (director asimismo del film) en la adaptación de su obra al medio fílmico para lo que era una nueva producción Copercines, empresa de Eduardo Martínez Brochero, que se estrenaría en 1963, y en la que, como era norma de la casa, se adjudicaba el protagonismo femenino a la esposa del productor, Mari Luz Galicia, y se repartía un papel para Jesús Tordesillas. Igualmente fijo en los proyectos Copercines, el músico Manuel Parada se encargó de la banda sonora del film y el habitual director de fotografía de los excelentes westerns que Joaquín Luis Romero Marchent firmó por aquel entonces, Rafael Pacheco, realizó tal función en “Plaza de Oriente”. Si la comedia del futuro miembro de la Real Academia Española fue definida por Ángel Valbuena Prat en su “Historia del teatro español” como “Una sucesión de escenas, de la historia contemporánea española, atisbadas desde el interior de una casa, con balcón frente a Palacio, y en donde van viviendo varias generaciones”, y como “un drama, pues, a la vez nacional e íntimo, con su nostalgia pintoresca de los tiempos pasados, en que lo viejo, lo nuevo, y lo perenne humano, se modulan como una sinfonía inacabada, a la vez esfumante y aprisionadora”, la película resultante de su adaptación al cine quizá no merezca tanta palabrería. Aunque no por eso le escatimaremos atención. Se cuenta en “Plaza de Oriente”, de manera similar a como hiciera Edgar Neville en su film, “Mi calle” (1960), aunque con un tono y un estilo bien distintos, el transcurso de las vidas de una familia, los Ardanaz, habitantes de una casa situada frente al Palacio de Oriente madrileño. Sobre sus vicisitudes particulares, asistimos al histórico telón de fondo que se desarrolla ante sus ojos, con apariciones (a través de material documental de archivo) de Alfonso XIII, la reina Victoria Eugenia, o del general Miguel Primo de Rivera. Se inicia la acción de “Plaza de Oriente”, tras una introducción a cargo de una voz en off (la de Rafael Luis Calvo) que sitúa al espectador en los límites geográficos e históricos de la plaza que da título al film, en abril de 1931, presentándonos al anciano Gabriel Ardanaz y Segura (Luis Prendes), cabeza visible de la familia cuya historia se nos va a relatar. Recibido por su hermana Encarna, enseguida somos enterados de que el envejecido señor ha sido coronel de caballería. En diálogo con su solícita hermana, don Gabriel echa la vista atrás y rememora los hechos de su vida familiar, remontándose para ello a 1893. Dejado en soledad con su diario, donde ha ido anotando, día por día, todos los sucesos de su vida pasada, don Gabriel inicia una nueva página, que le ha inspirado la visión de un escuadrón de alabarderos, desde su balcón. Se inicia entonces un “flash-back”, que devuelve a Gabriel Ardanaz al día de 1893 en el que le anunciaron que había sido ascendido de teniente a capitán, mediante un aviso que le da un recluta (José María Tasso) advirtiéndole de que su caballo quería hablar con él. La inocente broma de sus compañeros, que simulan hablar por boca del équido para felicitar a Ardanaz, sirve para establecer el hecho de que hay buena camaradería entre los oficiales. A continuación, Gabriel Ardanaz celebra el ascenso con la chica que le gusta, María Luisa (Marisa Prado), que le propina un bofetón por atreverse a besarla en público y le deja plantado. Poco después, ya en su domicilio, recibe la felicitación de su augusto padre (Jesús Tordesillas), que fue capitán de caballería a su vez, y que, muy emocionado, hace entrega a su hijo del reloj que, en su día, recibió de manos de su padre cuando se ganó las estrellas de capitán. Se presentan entonces en casa de los Ardanaz el señor Gallardo (Roberto Rey) y su hija, María Luisa, a la que parece habérsele pasado el enfado. Tras llevarse aparte el señor Gallardo al señor Ardanaz, a quien debe dinero, pero al que nunca paga, enredado como está en el feo vicio del juego, los dos jóvenes, Gabriel y María Luisa tienen una discusión de enamorados a propósito del diario que ha empezado ese día, el joven oficial. La controversia les lleva hasta un banco de la plaza donde, con el testimonio de un guarda (José Álvarez Lepe), sellan su compromiso matrimonial. La siguiente escena nos transporta directamente al día de su boda. Tras unos cuantos planos evocativos del idílico periodo en el que Gabriel y María Luisa viven como recién casados, nos enteramos de la muerte del padre del primero, y de la congoja que le aqueja al saberse el último Ardanaz, tal como confía a su diario. María Luisa, entonces, toma de su mano la pluma para escribir a renglón seguido que esa situación cambiará pronto pues en unos meses llegará al mundo un nuevo miembro de la familia. La felicidad ante el alumbramiento del flamante Ardanaz se empaña un tanto al referir Gabriel la pérdida, tras heroica resistencia, de las colonias de Cuba y Filipinas. Mientras el pequeño Santiago Ardanaz va creciendo, se da comienzo al siglo XX, se corona a Alfonso XIII, y los hermanos de Gabriel y María Luisa, Encarna y Andrés (Luis Peña), que ha heredado el vicio del juego de su padre, se comprometen para casarse. Los acontecimientos continúan sucediéndose: la desastrosa guerra en Marruecos, el asesinato de José Canalejas en plena Puerta del Sol (que se muestra en el film utilizando el fragmento de la película de Enrique Blanco y Adelardo Fernández Arias, “Asesinato y entierro de José Canalejas”, de 1912, en la que Pepe Isbert daba vida a Manuel Pardiñas, el asesino del presidente, interpretado por Rafael Arcos, padre) y el estallido, en agosto de 1914, de la Guerra Europea. A la conclusión de la contienda bélica, el presidente Eduardo Dato muere en un atentado anarquista. Mezclándose con acontecimientos de envergadura internacional, se produce uno que conforta especialmente al cronista Gabriel Ardanaz, su hijo Santiago (Carlos Estrada) gana el ascenso a capitán el 8 de marzo de 1920, extremo que anota su padre, orgulloso, en su diario. Sin embargo, tanta felicidad y satisfacción vense empañadas con el comportamiento del joven oficial, quien desoyendo las recomendaciones de sus progenitores, en lugar de aplicarse a la tarea de encontrar una buena mujer que les proporcione nietos, se arrastra persiguiendo a una artista de dudosa reputación, a la voluptuosa cupletera Soledad (Mari Luz Galicia) que vive, además, en compañía de la pecaminosa Trini (Trini Alonso), que le saca los cuartos a don Francisco, un viejo verde (el siempre excelente Félix Fernández). Santiago, sano muchacho al fin, es desdichado por el modo de vida de Soledad.
La señora de Ruiz Armengol (Josefina Serratosa) y Adrianita , son el partido que quieren los padres para Santiago. Pero Santiago, se mantiene “erre que erre” con Soledad entre ceja y ceja. Adrianita, despechada, le cuenta a la madre de Santiago lo de su hijo con la cupletera. Trini presenta a Soledad a Andrés (Luis Peña), cuando se lo encuentran en un casino. Andrés, que se dedica a jugar mucho, trabaja para don Francisco, el viejo verde que paga las facturas de Trini. Así las cosas, a Luis Peña (que actúa esta vez, cosa inhabitual en él, con la voz prestada) recae, a través de su personaje, en el vicio del juego que ya padeciera por conducto de su rol en “Vidas cruzadas” (film de Luis Marquina de 1942, que comentamos aquí en la primera parte de esta entrada), sin desdeñar, por otra parte, las conquistas femeninas, pues le vemos requebrar a su secretaria, estando santamente casado con Encarna. A Luis Peña le toca, en la piel de Andrés, el tío del protagonista, Santiago, le toca la ingrata función de intervenir, como embajador de la familia, comisionado en primera instancia por su cuñada María Luisa, en estorbar su incómoda pasión por Soledad. Habla con su sobrino, pero el intento de Andrés por rebajar a la cupletista ante los enamorados ojos del joven se revelan inútiles, aunque sí siembran la semilla de la duda. Santiago exige una explicación a Soledad sobre el lazo que le une a Trini, una confesa mujer “de vida fácil”. La misma Trini lo aclara: ella y Soledad son hermanas. Este extremo tranquiliza completamente a Santiago a quien, todavía, sin embargo, se le reserva un desagradable encuentro con su padre. Padre e hijo discuten por la relación del segundo con Soledad, y el coronel Gabriel Ardanaz termina por arrestar al capitán Santiago Ardanaz .En esta ocasión, es Gabriel quien recurre a Andrés para que actúe en pro de impedir que continúen los amoríos de su hijo con la cupletista. El tío Andrés se presenta en casa de Soledad ofreciéndole dinero y asegurando que está allí enviado por el propio Santiago, que ha comprendido, dice, que su amor por ella es inconveniente para su posición social, pero la joven resiste y despide al taimado tío. Tras salir de su arresto, Santiago recibe la visita de Soledad, que tiene la satisfacción de comunicarle que a su tío, Andrés García Gallardo, le buscan por cometer desfalco en la empresa de don Francisco. No tarda en presentarse el propio Andrés, que confiesa de plano cuando Santiago le lanza la acusación que sobre él pesa. Empujado por su adicción al juego (“prefería acariciar los naipes que acariciar a una mujer”), el tío Andrés ha cometido aquello de lo que se le acusa. Ya no tiene ninguna influencia sobre nadie. Soledad, culminando su triunfo, le arroja el dinero que había dejado en su casa, con el que había pretendido comprarla, en nombre de la familia, para que reponga la cantidad malversada en su empresa. Fracasado en la misión que tenía encomendada, el tío Andrés toma las de Villadiego y es relevado por Gabriel Ardanaz y su esposa, ante quienes su hijo manifiesta su intención de irse de su casa, donde Soledad no sería admitida, para instalarse lejos. Solicita ser destinado a África, a lo que su padre accede. Tras unos meses sin noticias suyas, y tras unas breves secuencias documentales de combates reales en Marruecos, un suboficial (Miguel del Castillo) da lectura a una lista de bajas en el frente africano. Ante la desesperación de Soledad, pronuncia el nombre de Santiago Ardanaz, capitán de caballería. Soledad, convertida en viuda de Ardanaz, regresa a Madrid, donde, por mediación secreta de su hermana Trini, recibe la visita conciliadora de Gabriel y María Luisa, que enterados de la existencia de un nieto, quieren ofrecer su ayuda para la educación y crianza el pequeño. Pero Soledad no quiere saber nada de los Ardanaz ni de su intransigencia. Les echa de su casa, orgullosa, y les anuncia que se va a embarcar a ultramar, a reunirse con Andrés “la otra oveja negra de la familia”. Entre Gabriel y María Luisa se produce un amargo diálogo que termina con un momento de separación, hasta entonces insólito en el matrimonio. Repasa entonces Gabriel Ardanaz, los hechos de 1926, año de la travesía transoceánica del Plus Ultra, y sucesivos, como la inauguración de las obras de la Ciudad Universitaria de Madrid por parte de Alfonso XIII y la proclamación de la Segunda República. Cuando recuerda, ya de vuelta al tiempo actual, que hace precisamente seis años del fallecimiento de su esposa María Luisa, suena el timbre de la puerta y se presenta su nieto en persona, Gabriel Ardanaz. Ya el abuelo se siente satisfecho y tranquilo. Cuando ha decidido que el pequeño se quedará a vivir con él, el niño le pide que se asome al balcón. Allí abajo está Soledad, quien, sin mediar palabra, y conteniendo lágrimas de emoción, accederá al fin, a la casa de los Ardanaz, acompañada de la evocadora música del maestro Parada y con la palabra “Fin” sobre-impresionándose en la anochecida Plaza de Oriente.
El trabajo de Luis Peña en “Plaza de Oriente” da toda la sensación de ser una “faena de aliño”, un ejercicio de profesionalidad en el que no se entregó especialmente y que parece despachar “con la gorra”, haciendo de su momento de máxima tensión dramática, cuando confiesa su ludopatía, una exhibición estereotipada, no vivida. Mejor resulta, más creíble, en las escenas en las que se muestra relajado y distendido. Otro tanto, aunque su papel no tiene oportunidad de “pasarse” y está marcado por la contención, puede decirse de la labor del protagonista, Luis Prendes. El galán argentino Carlos Estrada, por su parte, que tiene poco más cometido que el de lucir el uniforme, y con quien Luis Peña venía coincidiendo en el cine con alguna frecuencia (venían de filmar juntos la reciente “La cumparsita”) desaprovecha la ocasión de aparentar apasionamiento y sólo muestra con convicción el registro de la contrariedad y el disgusto. Marisa Prado, en el papel de María Luisa, luce distinguida, discreta y elegante, mucho mejor, en cualquier caso, que la supuesta estrella del film, Mari Luz Galicia, que fracasa empecinadamente a lo largo de toda la película. Maquillada de manera exagerada, con un exceso de pintura sobre el rostro, ni siquiera resulta atractiva. El film contiene fugaces apariciones de sempiternos secundarios como Xan Das Bolas, que hace un camarero, y de Rufino Inglés, que incorpora a un ordenanza.

Deslumbrando “A tiro limpio”

Una prueba, entre otras varias, de que es la nuestra una cinematografía anómala, la constituye el hecho de que muchas de las películas que conforman lo mejor de su producción obtuvieron una nula o marginal distribución comercial (vergonzante situación en la que era un especialista, muy a pesar suyo, el gran Fernán-Gómez). Tan ingrata contrapartida mercantil a los muy loables esfuerzos artísticos de nuestros cineastas llegaron, con frecuencia, a truncar de raíz carreras cinematográficas que podrían haber sido brillantes y fructíferas. Tal es el caso de “A tiro limpio”, un film al que cabría adjudicar el calificativo de “maldito” de no haber sido, finalmente recuperado y reivindicado con todo merecimiento más de veinte años después de su producción (concretamente, en la Semana de Cine de Barcelona de 1984, de la mano de José Luis Guarner). Hablamos, sin duda, de una de las mejores películas del género negro jamás rodadas en España y un verdadero clásico de nuestro cine. Disponiendo en ella de un papel magnífico, a cuyas exigencias supo dar cumplida respuesta, estuvo nuestro protagonista de hoy, Luis Peña.
Estrenada con puntualidad en Barcelona, ciudad en la que se rodó y en la que tenía su sede la compañía productora del film, “A tiro limpio” iba a llamarse “Encuentro con la muerte” y fue un comentario del productor Francisco Balcázar, hecho al ver una secuencia de un tiroteo en formato de copión, el que decidió el cambio de nombre. La fase de producción del film se inició en diciembre de 1962, dato fácilmente constatable por la presencia de algunos planos en los que se puede ver Barcelona todavía bajo los efectos de la gran nevada que la sorprendió por aquel entonces y que todavía se recuerda hoy en día. En aquella fase de la creación del film, el guión, sobre un argumento original de José María Recarte y firmado por él, por Miguel Cussó y por el director Francisco Pérez Dolz (1942-1996), un profesional que debutaba en la dirección tras una dilatada carrera profesional como secretario de producción y ayudante de dirección, llevaba el título de “La senda roja”, en clara alusión al tinte ideológico de los violentos protagonistas del film. Había sido el operador Paco Marín quien había puesto en contacto a Pérez Dolz con la productora Balcázar para que dirigiera el que sería su primer largometraje basándose en el guión que tenía disponible. El rodaje de “A tiro limpio,” ya con los actores cuidadosamente seleccionados (únicamente hubo una duda, con el personaje que finalmente hizo María Asquerino, para el que se había pensado inicialmente en Margarita Lozano), se extendió entre enero y marzo de 1963, venciendo con ingenio las dificultades nacidas de un presupuesto más que ajustado, con alguna innovación imaginativa, como el diseño, por parte de Pérez Dolz, de una grúa casera sobre la que montó una cámara Arriflex, que construyó el operador Juan Gelí. Los diferentes interiores se construyeron en un solo decorado que fue convirtiéndose sucesivamente en un piso amueblado, las oficinas de recaudación de las quinielas, un garaje y un “meublé”. También se salvaron otras dificultades técnicas, como la carencia de proyectores con los que iluminar las escenas nocturnas (que resolvieron empleando pantallas), o la necesidad de que las balas de fogueo “dieran” mejor los disparos, para que estos fueran visibles, problema que se resolvió añadiendo magnesia a la pólvora. En cuanto a la técnica narrativa, Pérez Dolz estaba muy lejos de dar muestras de bisoñez. Su larga ejecutoria como ayudante de dirección le había dotado de una experiencia decisiva e insólita en un debutante. Colaborar con directores como Miguel Iglesias (desde 1941), Antonio Román, Julio Salvador, José Antonio de la Loma o Francisco Rovira Beleta, le procuró a Pérez Dolz un magisterio insuperable, con especial incidencia en el género policial, pues no en vano participó activamente en los rodajes de “Pacto de silencio” (Antonio Román, 1949), “Apartado de correos 1001” (Julio Salvador, 1950), “Duda” (Julio Salvador, 1951), “Hay un camino a la derecha” (Rovira Beleta, 1953), “El fugitivo de Amberes” (Miguel Iglesias, 1954), “El cerco” (Miguel Iglesias, 1955), “Los ojos en las manos” (Miguel Iglesias, 1956), “Manos sucias” (José Antonio de la Loma, 1957) y “Los atracadores” (Rovira Beleta, 1961). Pérez Dolz pudo poner al servicio de su “opera prima” un bagaje insuperable en cuanto a lo que se refiere a experiencia en el oficio y en el género tratado. La excelencia de su trabajo, sin embargo, no obtuvo la repercusión que le correspondía. “A tiro limpio” se estrenó finalmente, en régimen de programa doble con un melodrama austríaco, “Romance en Venecia” (Hans von Borsody, 1962), el 2 de septiembre de 1963 en los cines Arcadia, Maryland y Petit Pelayo en Barcelona. Si en su ciudad originaria, “A tiro limpio” se estrenó con puntualidad y prontitud (aunque, como ya hemos dicho, formando un poco relevante dúo con una película del montón), para llegar a las pantallas madrileñas hubo de aguardar casi dos años, pues no fue hasta el 24 de mayo de 1965 que se estrenó en el cine Tívoli de la capital de España. En todo caso, la permanencia en cartel del film fue la misma en ambas ciudades, siete paupérrimos días. La indiferencia del público se correspondió, salvo honrosas excepciones, con la de la crítica, que aplicó sobre el magnífico film de Pérez Dolz, las habituales descalificaciones que para el género policial patrio tenía reservadas. Alineándose con la versión oficial consistente en desmentir que en España existiera parangón posible con el mundo criminal yanqui, cualquier película que trasladara al celuloide hispano situaciones que se consideraban propias de las metrópolis norteamericanas, se tachaba de burda imitación y se desdeñaba. Nada más alejado, sin embargo, de la realidad, pues “A tiro limpio”, del mismo modo en que lo hicieron otros films que la precedieron, como “El cerco” (Miguel Iglesias, 1955) y, muy especialmente, “Los atracadores” (Francisco Rovira Beleta, 1961), recogía en los hechos criminales que conformaban su acción, los que habían cometido conocidos “maquis”, guerrilleros urbanos anarquistas, en sus incursiones en Barcelona. Como destacaremos en su momento, reproduciendo no pocos detalles de las acciones criminales originales. Sucesos que había recogido, con la conveniente aplicación de la sordina oficial, la prensa, protagonizados por delincuentes como “Quico” Sabater y Francesc Facerías, hallaban su réplica cinematográfica en el metraje de “A tiro limpio”, siendo la muerte del protagonista del film una evocación del abatimiento a tiros de “Quico” Sabater, el cual se produjo en fecha relativamente cercana al rodaje del film, en enero de 1961.
Tras unos sobrios y estilosos títulos de crédito (obra de Francisco Macián, de quien hablaremos algo más cuando nos ocupemos más adelante del film “Dame un poco de amor”), ilustrados por una elegante música jazzística (original del maestro Francisco Martínez Tudó) en la que se suceden “solos” de trompeta, saxo y guitarra, arranca “A tiro limpio” con un plano de Martín (Luis Peña), caminando por una calle barcelonesa. Se intuye que es muy temprano y que hace frío. Cuando entra en un coche, donde le aguarda su compinche Antoine (el actor no profesional Joaquín Navales) y enciende la radio se nos confirma el primer dato, pues una locutora de “Radio Condal” declara que son las siete y veintitrés minutos de la mañana, para luego dar paso a la lectura de unos delicados versos de Lope de Vega y de Tirso de Molina. Los dos hombres aparcan su coche en un garaje y tocan el claxon para que se acerque el empleado que se encuentra entonces al cuidado del establecimiento (Fernando Rubio, en una intervención que pasó inadvertida a este burgomaestre cuando, en su día, le dedicó en este mismo weblog, una entrada y su apéndice). Martín, que está en el asiento del conductor, golpea al empleado contra la puerta del coche, dejándolo conmocionado en el suelo. A partir de ese momento, Martín y su acompañante van secuestrando a los clientes que van llegando al garaje, encañonándolos con sus pistolas y encerrándolos en el montacargas. Cuando tienen recluidas en el montacargas a cuatro víctimas (cuatro hombres, entre ellos, a Gustavo Re), a las que Martín ha ido dedicando improvisadas y mordaces frases burlonas, les ordena que se despojen de sus ropas y finalmente, tras examinarles las manos, Martín les humilla empapándoles con el chorro de una manguera. En la secuencia ha quedado expresado el resentimiento feroz de Martín y su desprecio visceral hacia lo que seguramente en su interior califica como “escoria burguesa”. Este asalto a los clientes de un garaje y la mayor parte de sus detalles, coincide con uno similar perpetrado en 1956 por Francesc Facerías, delincuente real que sirvió de modelo para el personaje de Martín. De vuelta al film, señalemos que Martín emplea, además de la violencia física, la psicológica, socavando con frío cinismo la autoestima de sus indefensas víctimas, a quienes insulta y de quienes se burla de distintas maneras: con fingida solicitud cuando, viéndoles temblar, tras ordenarles que se quiten la ropa (“¿Qué te pasa? ¿Tienes frío?”); con consejos paternales (“Señor, la educación es imprescindible en la vida”); con reproches velados (“Todavía hueles a cabaret”); con descarnada violencia verbal (“A ver esas manos. ¡He dicho las manos, imbéciles!”) El chorro de agua de la manguera que se abate sobre los clientes del garaje se dirige al objetivo de la cámara constituyéndose en una de las pocas transiciones que se pueden encontrar en “A tiro limpio”, dando paso a la siguiente escena, situada en la comisaría, donde la policía muestra fotografías de sospechosos habituales para que los clientes y el empleado del garaje identifiquen a sus agresores. Ninguno de los rostros mostrados (entre los que, por cierto, está el del director del film, Paco Pérez Dolz y no resulta descabellado pensar que haya el de algún otro profesional involucrado en el proyecto) es identificado por las víctimas, con lo que la policía concluye que los ejecutores de la vejación no están fichados. La acción pasa entonces a unos lavaderos públicos. Allí asistimos a una discusión en la que una mujer joven (María Julia Díaz) reprocha airadamente a su hermano Román (José Suarez) que esté escondiendo a un peligroso delincuente y antiguo camarada suyo, Martín. Román hace caso omiso de las recriminaciones de su hermana y atiende a Martín, que ha venido acompañado del joven Antoine desde Toulouse, donde permanece a salvo de la policía española, para dar un golpe importante en Barcelona y volverse a Francia con el botín. Le pide a Román que le consiga armas y un cuarto hombre, necesario para llevar a cabo el atraco que tiene proyectado. Román se muestra algo remiso, pero accede finalmente seducido por la posibilidad de mejorar económicamente y también sumiso al poder de convicción de Martín, que ejerce sobre él cierto liderazgo. Como primera provisión, Martín ha entregado algún dinero a Román y éste se lo ofrece a su padre, propietario del lavadero, un modestísimo negocio que apenas le produce algún beneficio. En la conversación entre padre e hijo queda claro que el anciano padre es un viejo republicano a quien la derrota en la contienda civil sumió en el desánimo, pero a quien, tal como declara, le parece su fracaso mayor, Román, su desnortado hijo. Por eso rechaza el dinero que le ofrece. Ante la alegación de Román en el sentido de que “Martín es de los tuyos”, el anciano replica: “No es de los míos, es un asesino que sólo piensa en matar y robar”. Pasa la acción a continuación al piso de Marisa (María Asquerino, en un papel que prácticamente repite las constantes que la misma actriz había exhibido en “Séptima página” (Ladislao Vajda, 1950) y “Surcos” (J.A. Nieves Conde, 1951), la amante de Román. Allí, la pareja intercambia reproches. Marisa le exige a Román que consiga dinero para cumplir la promesa de “tenerla como a una reina”, el hombre replica insultando a la mujer y abofeteándola, pero finalmente, ambos llegan a un acuerdo porque, a su manera, se quieren. Entendemos que las exigencias de Marisa empujan aún más a Román a secundar los planes de Martín. A continuación, todavía asistimos a una nueva secuencia de convicción de Román por parte de Martín. En una caseta en el embarcadero del puerto, donde están instalados Martín y Antoine, el primero le insiste a Román en que le consiga las armas y el elemento humano que le falta para su plan. En la secuencia siguiente, Román va a una masía para reclutar a Jordi Abad, “El Picas” (Carlos Otero), un antiguo camarada que estuvo en chirona y que tuvo la gallardía y la lealtad de no delatarle. A Román le recibe la Quimeta, la madre de “El Picas” (María Francés), una amable anciana que habla catalán y que parece alegrarse muy sinceramente de verle, por lo que no pierde un instante en invitarle a comer. Román le pide las ametralladoras al “Picas” y también le propone que se una al grupo para dar el golpe. “El Picas” ofrece resistencia, pero Román le engatusa haciéndole ver que con el dinero del atraco podría hacer que la finca que está trabajando por casi nada, llegara a ser propiedad suya. Y le asegura que le ofrece el “trabajo” porque quiere su bien, en pago al favor que le hizo callando cuando le detuvieron. “El Picas” accede al fin. Esa noche le dice a su mujer, que está embarazada de nueve meses y a punto de parir, que al día siguiente debe ir a Barcelona a hablar con el administrador de la masía. En un cambio que nos lleva al sótano del lavadero público del padre de Román, vemos cómo éste le da la noticia a Martín de que ya cuenta con el hombre y las armas que le pidió para el golpe. Martín le advierte: “No estará fichado...”, a lo que Román contesta mintiendo: “No”. A la mañana siguiente, en las cercanías del mercado de abastos, observamos a Martín y a Antoine que se instalan en la barra de un bar a tomar café esperando que se haga la una del mediodía, hora fijada para atracar la cercana Caja de Ahorros. También vemos al ocupante de una furgoneta de “Construcciones Ersa” entrar en la antedicha entidad bancaria y le vemos cambiar un cheque por valor de quinientas mil pesetas. Cuando los atracadores irrumpen en la Caja de Ahorros, la mayor parte del efectivo se la ha llevado el empleado de “Construcciones Ersa”. Los ladrones amenazan a todo el mundo con sus armas, arramblan con el dinero que pueden y, antes de darse a la fuga, Martín amenaza con un atado de cartuchos de dinamita a cuya mecha prende fuego y que deposita a la entrada de la entidad, para que no les sigan. Llega poco después la policía y comprueba que los cartuchos eran réplicas de madera. Este detalle, así como que los asaltantes llegaran a las cercanías del Mercado del Born barcelonés en un taxi, o que las armas del atraco las transportaran en el interior de una cesta, están directamente tomados del suceso real de un atraco a una entidad bancaria que llevó a cabo Quico Sabater en una sucursal del Banco Central situada en la misma localización. La acción del film pasa entonces al piso de Marisa, donde llega en primer lugar Román, con cara demacrada. Después se presentan Martín y Antoine. El primero envía al segundo a buscar por la casa algo de beber, ocasión que éste aprovecha para hojear una revista ilustrada con fotos “picantes” y para insinuarse a Marisa en la cocina. Martín, mientras, le recuerda a Román que “no quiere mujeres por en medio” y éste la envía al cine. El reparto del botín resulta decepcionante. El empleado que cobró el cheque un minuto antes de que entraran los atracadores ha frustrado sus expectativas. No obstante, Martín no se amilana y asegura que tiene más y mejores planes, tras lo cual se marcha con Antoine. Más tarde llega al piso de Marisa, “El Picas”, que está muy borracho. Román trata de despejarle. “El Picas” está muy decepcionado con la parte del botín que le ha correspondido, pero no tiene reproches para Román, al que aprecia sinceramente. Regresa Marisa muy tarde del cine. Román le increpa: “Muy larga, la película”. Marisa le replica, disgustada con que él le haya convertido su piso en un refugio para bandidos y borrachos, en referencia a “El Picas”. En cualquier caso, pasan la noche los tres juntos. A la mañana siguiente, Martín llama a Román y le convoca para que acuda con “El Picas” a un punto de reunión al que se refiere como “la casa abandonada”. Mientras Martín habla, Antoine toma unos binoculares y observa a unas chicas que juegan un partido de baloncesto en el patio de un centro de enseñanza cercano. Esto provoca una reacción furiosa de Martín (quien, como se decía de Francesc Facerías, es homosexual), que ejerce sobre el joven francés una influencia dominante: “¿Qué? ¿Ahora te gustan las gallinitas?” “Es normal ¿no?” se defiende su sometido amante. Martín se exaspera con esta salida: “¿Qué quieres, ponerme de mala uva? ¿No ves que lo tengo todo preparado? Ahora no puedes echarlo todo a rodar” Le dice que engañarán a Román y a “El Picas” con el reparto y que ellos se quedarán la mayor parte y se volverán a Francia. Pasa la acción a la citada casa abandonada, situada en el barrio de Vallvidrera de Barcelona. Allí, en una terraza desde la que se vislumbra una panorámica de la ciudad, Martín explica su audaz plan, consistente en dar dos golpes simultáneos en puntos distantes de la ciudad, para provocar la dispersión de las fuerzas policiales. Se trataría de, por un lado, asaltar la oficina del patronato de apuestas mutuas deportivo benéficas un domingo, a las cinco de la tarde, cuando se efectúa el recuento de la recaudación. A la misma hora, en el otro extremo de la urbe, asaltarían un “meublé”, efectuando desde allí una llamada de alarma a la policía para alejarlos del punto en el que se está cometiendo el robo del dinero de las quinielas. Martín expone que, de los dos objetivos “En uno está el dinero, en el otro, el riesgo. Yo elijo el riesgo. Se trata de atraer a la policía y eso me divierte”. Así, Román y “El Picas” se encargarán de atracar la oficina de recaudación de las quinielas, y Martín y Antoine, el “meublé”. La pareja de atracadores, digamos “buenos”, Román y “El Picas” ocultan previamente sus armas en el lavabo de las oficinas, ocultándolas en la cisterna del váter, un detalle que el mismo Pérez Dolz confesó años después que resultaba inverosímil porque no suponía ninguna ventaja para la realización del “trabajo” y, en cambio, ponía en peligro poder llevarlo a cabo pues daba la oportunidad de que fueran encontradas las armas. Sin embargo, por su apariencia de elaboración, se utilizó la artimaña para la película. Llegado el domingo por la tarde (y tras mostrársenos imágenes del público saliendo del campo de fútbol del Barça), vemos a un conserje leyendo un tebeo. Es el encargado del “meublé”, situado en la parte alta de la ciudad, al que llegan Martín y Antoine acompañados de dos chicas. Los delincuentes encañonan al empleado y a las dos chicas y los encierran en la trastienda del conserje. Después proceden a sacar de sus habitaciones a los clientes, encerrándolos a todos en el mismo recinto. Se da la cómica casualidad de que Martín vuelve a toparse con una de sus víctimas del golpe del garaje (Gustavo Re), que suplica que esta vez no le moje. Mientras, muy distante de allí, Román entra en las oficinas (situadas cerca de la catedral, lo que nos permite ver imágenes de bailes de sardanas) por la puerta, mientras que “El Picas” lo hace desde la azotea vecina. Recogen las metralletas que habían ocultado en la cisterna del váter y realizan el atraco sin contratiempos. En el “meublé”, Martín despliega una amplia variedad de maneras de sacar a la gente de sus habitaciones, improvisando, echándole imaginación. También impide que entren nuevos clientes, obligando al camarero a decir a los recién llegados que están completas las habitaciones. Entonces el mismo Martín llama al 091. Simultáneamente, un empleado de las oficinas de recaudación de las quinielas toca disimuladamente la alarma con un pie. “El Picas” huye con el dinero en una bolsa a través de las azoteas, y Román sale del local por la puerta. Suena una sirena. Román entra en un coche aparcado y “El Picas” llega hasta él y le entrega el dinero. Román le dice que se verán en el refugio del puerto y se separan. A la mañana siguiente, una pareja de policías de paisano está patrullando por la zona portuaria. Entran en la casucha donde está “El Picas” dando cuenta de una sartenada de mejillones. Los policías inspeccionan el lugar con ligereza, hasta que uno de ellos reconoce al “Picas”. Éste trata de negar que se conozcan, pero el policía es persistente. Martín pone fin a la controversia disparando contra el polizonte. “Estás fichado, dice dirigiéndose al “Picas”. Lo sabía” Se organiza un tiroteo entre el policía superviviente y los tres atracadores. Huyendo por el embarcadero, Martín dispara contra el segundo policía, que resulta herido pero todavía hace fuego. Antoine le remata con una nueva ráfaga de metralleta. Entonces los tres fugitivos de la justicia se lanzan al agua para huir a nado, pero “El Picas” está herido en el cuello y no puede nadar bien. Comprende que se ahogará y le pide a Martín, que ya estaba alejándose, que le ayude. Martín retrocede y hunde la cabeza de “El Picas” bajo el agua, asesinándole cruelmente, hecho que no pasa inadvertido a Antoine, quien no hace nada por impedirlo. Román, que se dirigía hacia el lugar del tiroteo en una barca, se marcha con el botín a la casa abandonada, lugar en el que lo deja escondido. La acción pasa entonces al depósito de cadáveres, allí un oficial de policía habla con un forense que asegura que “El Picas” murió ahogado y no por efecto de los disparos. El policía está muy encendido por la pérdida de los dos compañeros cuyos cadáveres reposan allí. La primera pesquisa le llevará a interrogar a la madre del “Picas”. Esa noche, en algún lugar del puerto, Martín y Antoine permanecen ocultos. El primero envía al segundo a la casa abandonada y que luego se reunirá con él. Mientras, Román despierta, precisamente en la casa abandonada, como todavía no ha ido nadie por allí, se dirige a casa de Marisa, donde ésta, periódico en mano, le pone al corriente de lo sucedido. Román no pierde ni un minuto en ponerse en marcha. Le dice a Marisa que tiene que irse y que se encontrarán esa noche en la Estación de Francia. Pasa la acción al depósito de cadáveres, la señora Quimeta, la madre del Picas, acompañada por una amiga, está siendo interrogada por la policía. No oculta nada y cuenta la visita de Román. Éste observa desde el exterior del edificio y sigue a las dos mujeres hasta el bar de la estación de autobuses. Se acerca a ellas para informarse de la situación. Trata de ser amable y se muestra solícito, pero no puede evitar que la madre que acaba de perder a su hijo le haga responsable de su desgracia. Román parece tan angustiado por esto como por el hecho de que en ese momento la policía ya debe estar sobre su pista. En efecto, el inspector Lafuente (Victoriano Fuentes), que ha tenido la consideración de no comunicar a la joven esposa de “El Picas” lo sucedido, en atención a su avanzado estado de gestación, ya se ha puesto manos a la obra poniéndose en marcha la orden de busca y captura de Román Avelino Campos. Éste, informado por la amiga de la señora Quimeta de que a “El Picas” le han matado ahogándole en las aguas del puerto y no por efecto de los tiros de la policía, está más interesado en vengarse de los asesinos de “El Picas” que en ponerse a salvo. Mientras, Antoine ya ha llegado a la casa abandonada y ya ha encontrado el botín. Román se dirige hacia allí, pertrechado con una metralleta. Cuando se reúne con Antoine le arranca a golpes la verdad de lo sucedido en el puerto. Le llama “marica” y le patea en el suelo. Mientras, la policía ha ido a buscar a Román a los lavaderos públicos de su padre. Allí, su hermana, presa de un ataque de nervios, no deja de repetir “¡Lo matarán, lo matarán!” Pasan las horas. Martín llega a la casa abandonada y se encuentra con el cadáver de Antoine colgado, presumiblemente ahorcado. Al verlo, Martín grita con desgarrada desesperación. En ese momento le disparan. Es Román, que le grita “Martín, ya estamos en paz”. El agredido trata de dialogar con su agresor, empleando las mismas palabras que anteriormente le había dicho en una ocasión a Antoine: “¿Quieres echarlo todo a rodar? Ahora solo somos dos a repartir”. Román está loco de ira: “¿Qué os había hecho “El Picas”? ¿Por qué le matasteis?” Se entabla un desigual tiroteo (la metralleta de Román contra la pistola de Martín). En ese momento llega al exterior de la casa una patrulla policial bajo el mando del inspector Lafuente a quienes el padre de Román ha dado la pista de su paradero. En el interior, Martín consigue acercarse lo bastante a Román como para desarmarlo. Los dos hombres luchan ferozmente cuerpo a cuerpo. La ametralladora yace en el suelo. En un momento de la lucha uno de los dos se hace con ella. Se oye una ráfaga. Martín sale de la casa con paso vacilante. La cámara lo capta de espaldas mientras avanza y cae. Se ve un plano de su mano, que se engarfia y por la que corre un reguero de sangre. La policía se acerca al yacente y entonces ya vemos el cuerpo inerte de Martín, con los ojos pavorosamente abiertos. Aprovechando un descuido, Román consigue burlar el cerco policial y salir de la casa, pero los policías salen en su persecución y le dan alcance en la estación de metro de “Lesseps”. Cuando trata de escapar subiendo por las escaleras mecánicas es fatalmente alcanzado por las balas de la policía. En un inolvidable plano final, el cuerpo yerto de Román, al que hace ascender el mecanismo indiferente de las escaleras, surge ante la vista del espectador justo antes de que se sobre- impresione la palabra FIN.
“A tiro limpio” es una película magnífica, un auténtico despliegue de afinadísima narración cinematográfica y, además, un emocionante y desesperanzado retrato de una sociedad quebrantada y convulsa. Si la brillantez técnica de Pérez Dolz, que planificó detalladamente todos los movimientos de cámara y que encontró en el operador Juan Gelpí y en el director de fotografía, Francisco Marín, dos magníficos colaboradores, es pasmosa, no lo es menos la excelencia de la interpretación de los actores principales. Soberbio José Suarez en su asunción de un rol, en cierto modo ingrato, de protagonista en principio débil que está bajo la influencia del antagonista (Martín) y al que sólo un estallido de ira ante una flagrante injusticia hace reaccionar finalmente. Adecuadísimo Carlos Otero, que personifica con naturalidad insuperable la figura del amigo leal. Hasta el impreciso trabajo de Joaquín Navales como el joven Antoine, resulta perfectamente convincente. Muy profesional, en cambio, y ajustadísima a un papel que le sienta como un guante, está María Asquerino (que, como ya hemos dicho, parecía especializada en ese determinado rol), y portentoso e inconmensurable nuestro protagonista, Luis Peña, dando vida con verdad escalofriante al magnífico rol de Martín. Violento, cruel, cínico, ingenioso, rabioso, rencoroso, Martín tiene su punto débil en la atracción que siente por el joven Antoine, cuya pérdida le vemos lamentar con dolor de verismo insuperable. Es Martín un tipo complejo, con capacidad de liderazgo, al que le gusta la música, que suele usar guantes, que observa a un niño (en el bar donde espera la hora de cometer el atraco a la caja de ahorros) que se come un yogur, que mezcla con interesante proporcionalidad la más áspera rudeza (y hasta la brutalidad) con cierto gusto delicado. Luis Peña logró en “A tiro limpio” legar a la posteridad una auténtica creación, digna de figurar en los anales de la cinematografía hispana. Y además, según dejó escrito Francesc Sánchez Barba en su documentadísimo libro “Brumas del franquismo. El auge del cine negro español (1950-1965), de acuerdo con declaraciones de Pérez Dolz, “Luis Peña, pese a su fama de ser conflictivo, se portó estupendamente bien”. Y es que (y aquí entra en juego la capacidad para la fabulación de este burgomaestre) no cabe duda de que a un actor como Luis Peña, que llevaba toda la vida trabajando en la escena, forzosamente debía motivarle disponer de un buen papel, para disciplinarse y dar lo mejor de sí mismo. La fama de “conflictivo” debió venirle por su comportamiento en otros trabajos que él debía distinguir claramente como muy inferiores a sus posibilidades profesionales. Es triste que, en cualquier caso, el destino inmediato de “A tiro limpio” fuera el de ingresar la nómina del vacío, de la angustiosa nulidad imperante en el cine español. “A tiro limpio”, pese a haberle brindado uno de los mejores papeles de su carrera, no representó nada, profesionalmente, para Luis Peña. Confiemos en que, al menos, supusiera una íntima satisfacción personal, pero tenemos motivos para creer que ni siquiera eso. Con toda probabilidad, para el actor sólo significó figurar en el reparto de una película barata, que apenas fue vista, que se estrenó en Madrid con dos años de retraso y que “no pasó nada” con ella.
Cuéntame un cuento o “Tengo 17 años”
Tras rodar sus dos primeras películas a las órdenes de Luis Lucia, inscritas ambas en unos parámetros temáticos y formales que las emparentaban con los títulos que el mismo director había filmado para dar forma al mito de Marisol, María de los Ángeles de las Heras Ortiz, Rocío Dúrcal, debía dar a su carrera un impulso que la pusiera en contacto más cercano con su auténtica edad. En 1964, Luis Sanz, el representante de la estrella nacida en el barrio de Cuatro Caminos madrileño, era consciente de que “su Rocío” cumpliría 20 años. Sin embargo, de sus dos películas de ese periodo, “La chica del trébol” y “Tengo 17 años” que, en buena lógica debían suponer una cierta ruptura con su imagen anterior, de manera que la candorosa adolescente diera paso a una jovencita dispuesta a romper corazones masculinos, tan sólo la primera se inscribiría en la línea descrita, mientras que la segunda incurriría temáticamente en el argumentario de los cuentos infantiles, inspirándose claramente en “Blancanieves” y, más secundariamente, en “Caperucita Roja” y manteniendo, como se revelaba obligado, un razonable muestrario de números musicales. Para dirigir tan abigarrada propuesta, el escogido fue un director que ya contaba entonces con un sólido prestigio y que había obtenido premios internacionales y sonados éxitos comerciales, el zaragozano José María Forqué. Habida cuenta la confianza plena que el cineasta mantenía para nuestro protagonista de hoy, Luis Peña, el encuentro de éste con la juvenil estrella del cine y la canción era prácticamente insoslayable. Así, la llorada Rocío Dúrcal, de cuyo fallecimiento se han cumplido recientemente 4 años (el luctuoso hecho se verificó el 25 de marzo de 2006), vuelve a asomar, una vez más, a este weblog. La hallamos aquí anteriormente, cuando, con motivo de la actuación de Antonio Riquelme en uno de sus films, “Buenos días, condesita” (Luis César Amadori, 1967), y de José María Tasso en otros tres, “Canción de juventud” (Luis Lucia, 1962), “La chica del trébol” (Sergio Grieco, 1964), y “Las leandras” (Eugenio Martín, 1969), nos permitimos asomarnos al rutilante y pizpireto perfil de la popularísima cantante-actriz.
Empieza “Tengo 17 años” con la visita nocturna que Rocío y su amigo, compañero y admirador Pedro (Rafael Guerrero, a quien dobla Valeriano Andrés) efectúan a una casa de empeños disimulada bajo la fachada de la herboristería de ambiente chino “El Dragón”, donde son recibidos por un empleado de aspecto oriental (Ángel Ter). Tras una dura negociación con la dueña del garito (María García Alonso, a la que vimos recientemente en otra película de la filmografía de Luis Peña, “El pasado te acusa”), Rocío y Pedro consiguen pignorar una valiosa pitillera a cambio de 3820 pesetas, que es la cantidad que necesitan los dos jóvenes para terminar de completar el presupuesto de un viaje que van a hacer con sus compañeros de facultad a Tarragona, ciudad en la que planean representar “Calígula”. Tras dar la buena noticia a sus compañeros, los dos amigos se separan y Rocío se dirige de regreso a su hogar, donde se encuentra con un panorama inquietante. La policía, personificada en el irritable inspector Belzunces (Agustín González) se ha presentado en su casa requerida por su madrastra (Luz Márquez), para investigar el robo de la pitillera. Hay un sospechoso y se produce su detención. Acusado del robo de la pitillera resulta el fiel criado Baldomero (un entrevisto Juan Cazalilla). Ante la gravedad de la acusación, Rocío confiesa su delito, pero el inspector no la cree, pues su declaración se mezcla con la de la asistenta, quien, enamorada de Baldomero, se postula a su vez como culpable, y con la de la vieja ama Isabel, que, apiadándose de sus jóvenes compañeros, se ofrece igualmente como chivo expiatorio. Finalmente, Belzunces se lleva detenidos tanto a Baldomero como a Lola, la asistenta. Rocío sigue insistiendo en su culpabilidad, pero su madrastra se niega a creerla, atribuyendo sus declaraciones a su carácter fantasioso. La muchacha se pone en contacto con Pedro, su “cómplice”, con quien queda citada esa medianoche. Antes de que los dos jóvenes se encuentren, Rocío duerme una cabezada y “sueña” el número de la canción que da título al film, “Tengo 17 años”, en el que baila “moderno” en un austero escenario decorado con las sombras del cuerpo de baile y en el que canta (imagen bastante absurda) dirigiéndose a la dichosa pitillera. Dentro del número, Luz Márquez, caracterizada con una estilosa vestimenta oscura, personifica la distante y dura imagen de una madrastra de cuento. Esa noche, Rocío y Pedro se presentan ante la puerta de la herboristería “El Dragón”. La chica ha urdido un sencillo plan según el cual Pedro debe provocar al chino empleado de la tienda y pelearse con él, ocasión propicia para que Rocío se cuele en el interior del local y busque la pitillera. Para alivio de Pedro, que resulta ser bastante cobardica, el chino no se deja engañar como ídem y, tras mostrar cierta predisposición a dejar pasar a la chica sola (a la que le alaba sus bonitos ojos), viendo que no va a conseguir sus inconfesables propósitos, despacha a la joven pareja sin franquearles la entrada del establecimiento, no sin antes advertirles de que, de todos modos, la pitillera no está allí, pues doña Ana, la dueña, se lleva los objetos más valiosos consigo, a su casa. Rocío y Pedro, montados en la vespa del segundo, se alejan del lugar. Entonces, Rocío le anuncia a su compañero que va a entregarse a la policía. Ante la resistencia de éste a que lleve a término tal ocurrencia, la joven se las ingenia para dejar a Pedro en manos de un guardia (Antonio Moreno) que está haciendo la ronda nocturna, dándole a entender que el joven es un desconocido que la acosa y la está molestando, tras lo cual acude a una comisaría para entregarse. Pero mientras duda ante la puerta, llega un coche patrulla, del que desciende un agente que conduce por el brazo a un detenido y el inspector jefe don Jorge (Rufino Inglés), Rocío se cohíbe en su presencia y abandona su primera intención, por lo que se retira sin dar explicaciones. Acto continuo, el vigilante trae a Pedro, a quien libra en poder de don Jorge, acusándole de gamberro, acosador, y probable descuidero de motos. “Los sábados, ya se sabe”, comenta el policía. Para después, dirigiéndose al joven detenido, que estornuda insistentemente, añadir: “Pasa para dentro que verás cómo se te pasa el catarro, guapo” . Poco después, Rocío llega con un taxi a su confortable casa. Plantada ante la verja, a la joven le asaltan nuevas dudas. Su conciencia no le permite regresar al hogar y permanece con el ánimo suspendido plantada en medio de la carretera. Entonces un camión que se aproxima a ella, de “Mosaicos Conejo”, tiene que detenerse para no atropellarla. El conductor (Ángel Ortiz) la increpa y Rocío le coloca un cuento lacrimógeno sobre su abuelita, que, muy enferma, está sola en Cestona, en una residencia, y que si la pueden llevar a reunirse con ella. Ya en la cabina, Rocío continúa ablandando el corazón del camionero y el de su compañero, hasta que, obligados por su ruta, los compasivos transportistas tienen que dejarla en una encrucijada en la que hay una gasolinera (donde despacha combustible Mario Morales) y una cafetería. En una de sus mesas, la imaginativa muchacha redacta su confesión en relación al robo de la pitillera, la mete en un sobre y tira éste dentro de un buzón. El gasolinero, que ha sido puesto al corriente por el camionero de los mosaicos “Conejo” de la peripecia de la chica, la ayuda a colarse en el remolque de un camión que transporta corderos y que, casualmente, va a Cestona. En una “parada técnica” por una avería, Rocío (que luce en la cabeza una caperuza roja) se baja, en medio de la noche, del remolque del camión y se interna en un brumoso y sombrío bosque. Presumiblemente asustada, Rocío llega a un claro y se pone a cantar “Mañana por la mañana”. En la coda instrumental del tema, se presenta un precioso caballo blanco que se pone a dar vueltas en torno a la solitaria muchacha, para luego, con las primeras luces del alba, conducirla hasta una pintoresca granja, en la que Rocío entra y se instala cómodamente, sobre un montón de heno en el granero.
A la mañana siguiente, mientras los habitantes de la granja trabajan en el taller de ceramistas donde producen sus cacharros (y cantan la canción “Buscando el bermellón”, que ilustra su afán por dar con la mixtura que les proporcione el citado pigmento), Rocío, atraída por el hambre, entra en la vivienda de la granja. Allí un anciano (Roberto Font) ha preparado un suculento desayuno. La joven, aprovechando que el cocinero ha salido a llamar a los comensales, se interna en el comedor y roba un chorizo, una tortilla y un trozo de pan. Al regresar sus legítimos dueños, Rocío se esconde en una gran tinaja. Cuando descubren la merma en la pitanza, los siete habitantes humanos de la granja (que conviven con una vaca llamada Ernestina y con un perro llamado “Oiga”) se afanan en buscar al responsable. Tras repartirse sospechas entre ellos, culpan al perro “Oiga”, formándose un buen revuelo, y después dan con la muchacha, en su escondite. Así, Rocío conoce a Matías (el viejo patriarca), a Mauro, su hijo (Luis Peña, que recupera el nombre que llevó en “A mí la legión”), y a los cinco hijos de Mauro, cuyos nombres, curiosamente, empiezan todos por la letra “D”: Dimas (José Morales, el primer sospechoso del robo del chorizo, por su característica voracidad. Mauro le llama “estómago viviente”), Doroteo (Luis Morris), Daniel (el también coreógrafo del film, Ricardo Ferrante), Damián (un casi mudo Emilio Gutiérrez Caba) y David (Pedro Osinaga, el chico más sensible de la camada, que pronto se enamorará de Rocío). Rocío les cuenta que ha huído de su casa, donde vive sojuzgada al terco capricho de una madrastra “muy mala y que está celosa de mí”, y pronto Matías descubre, entre risas, que la chica “les está contando Blancanieves”. Como en el cuento, Rocío les propone quedarse con ellos a cambio de ocuparse de las tareas del hogar. Reforzando el parecido con el cuento de Blancanieves, cuando desfilan los siete, para debatir si la chica se queda o tiene que marcharse, lo hacen silbando al unísono y con las manos en la espalda, algo encorvados. El último de la fila, David, tiene un gesto con Rocío que denuncia que la moza le ha impresionado. Los siete deliberan y, tras las reticencias explicitadas por el abuelo Matías, deciden por unanimidad que la chica se queda. Rocío, tras exponer sus exigencias, propias de una chica refinada y algo mimada (por ejemplo, té de loto, guantes de goma para fregar, colines), les dice que se llama Natalia y les canta la canción que lleva por título tan lindo nombre. A partir de esa carta de presentación, asistimos al establecimiento de la muchacha en el seno de la comunidad de hombres. Sus peticiones, provocan extrañeza y suspicacias entre los proveedores habituales del pueblo vecino. Especialmente, en el tosco panadero (Ricardo Palacios) y en el padre y la hija que regentan el colmado (un muy desaprovechado Félix Dafauce y la siempre brillante Amparo Baró, nunca demasiado lejos de ningún trabajo en el que Armiñán estuviera involucrado), especialmente en la segunda, poco comprensiva con las nuevas adquisiciones de Dimas, al que considera su novio.
Paralelamente, se produce la búsqueda de Rocío por parte de su madrastra y de Pedro (al que ya ha liberado la policía, porque ha llegado la confesión de Rocío). Ante el abandono del hogar de la muchacha, aflora el buen fondo de su madrastra, hasta entonces demasiado inconsciente. Reconstruyen el camino emprendido por Rocío desde que se separó de Pedro, siguiendo la pista. A través de los informes del gasolinero, encuentran a los camioneros (Pedro Fenollar y Rogelio Madrid) del transporte de ganado, pero en esa etapa se extingue el reguero de indicios. Mientras, en la granja, Rocío tiene unas palabras con David, al que da a entender que está desengañada de los hombres (por causa de la cobardía de Pedro), y que no piensa interesarse por ninguno más mientras no le demuestre su valentía, cual príncipe encantador triunfante sobre un pavoroso dragón, lo que impele al joven a realizar alguna heroicidad que le permita ganar su cariño. Trata David de provocar al brutal panadero (Ricardo Palacios), pero ante la desventaja de fuerzas que les separa, que queda manifiesta en un primer enfrentamiento, busca la ayuda del cartero Cayetano (Venancio Muro), que sabe yudo (es cinturón marrón) y puede darle lecciones. Después de ser debidamente instruido en las artes marciales por el repartidor de correspondencia, desafía nuevamente al panadero cuando este se halla laborando en su huerto, venciéndole inapelablemente gracias a la exacta aplicación de las llaves de yudo tan rápidamente asimiladas. Su victoria de caballero andante se produce entonces en presencia de la entusiasta Rocío y del no menos entusiasta cartero instructor.
Pasa el tiempo. Llega la Navidad. La preparan todos juntos, Rocío y sus siete adoptantes. Sólo una insatisfacción enturbia la alegre convivencia en la granja. David tiene la obsesión de conseguir el pigmento bermellón, para dar variedad a los colores que le han dado toda la vida a los cacharros que fabrican. Su último fracaso decide a Mauro a dar por terminados los experimentos ya que no pueden permitírselos. El abuelo, mientras, va a ver a la madrastra de Rocío y le dice dónde encontrarla, pero le pide que se quede para la Navidad, que se hace una fiesta especial en el pueblo. Precisamente en esa celebración, durante una actuación musical de Rocío, el abuelo muere fallece a la vista de todo el pueblo. Luego del entierro, Rocío vuelve a su casa. Algún tiempo después, se reencuentra con David y los demás, que están en Madrid vendiendo sus cacharros. David le dice que al fin ha encontrado el bermellón. Todos cantan felices. Y fin.
Luis Peña, que aparece muy relajado, actúa sin aparente esfuerzo, luciendo una insólita barbaza y componiendo un padre de mano larga, que impone su autoridad a base de papirotazos, collejas y sopapos, pero poseedor, en el fondo, de un gran corazón. Se presta con la misma modestísima grandeza a interpretar los momentos de insustancial comedia física (como cuando, por dos veces, se zambulle en una escaramuza con el perro “Oiga”), y a hacer lo propio en aquellos en que debe incrementar la carga dramática, como cuando asiste al fallecimiento de su anciano padre.
Entre Franco y Ciccio: Triple paso en falso
El hecho de que Luis Peña se viera inmerso en tres películas protagonizadas por la pareja de cómicos italianos que formaban Franco Franchi y Ciccio Ingrassia intriga poderosamente a este burgomaestre. Que un actor de la categoría de nuestro protagonista de hoy, cuyo nombre figuraba ligado a títulos decisivos en la cinematografía española como “Surcos”, “Amanecer en Puerta Oscura” o “Calle mayor”, estampara su firma en un contrato que lo ligara a proyectos tan abyectos como los tres films de Franchi e Ingrassia, debe responder a una muy poderosa razón. La índole de ésta sólo puede ser de tipo económico, descartadas tanto la motivación artística como la comercial, habida cuenta de que los dos grotescos caricatos italianos que encabezaban el cartel de “Dos pistoleros”, de “Operación relámpago”, y de “Due parà”, con sus burdas y zafias mamarrachadas convertían a los Hermanos Calatrava en el paradigma de la sutileza, y difícilmente conseguirían hacer reír a una hiena. Que Luis Peña (¡¡y también Fernando Rey!!) accediera a intervenir en films suyos representa, por un lado, que debía estar muy necesitado de ingresar efectivo en su cuenta corriente, y de otro, que no se tomaba a sí mismo demasiado en serio (la cual cosa, por otra parte, es encomiable). Claro que quizá, como tantas otras cosas, más que una decisión fundamentada en razones, ésta fuera hija de las circunstancias, del “clima” y de la inane situación del cine español de mediados de los años sesenta. Y, finalmente, es muy posible que Luis Peña se dijera, como tantos otros actores se dijeron antes que él y se dirían después: “Un trabajo es un trabajo”.
La pareja de cómicos sicilianos formada por Franco Franchi y Ciccio Ingrassia se basaba en el modelo atemporal del dúo de payasos formado por uno tonto y otro aún más tonto, siendo, quizá, el patrón más similar el que representaban Bud Abbott y Lou Costello, los dos cómicos norteamericanos que habían adquirido fama internacional, especialmente desde sus films paródicos rodados para la productora Universal en los años cuarenta y cincuenta. Correspondiendo a Franco Franchi el rol del más gesticulante y estúpido de los dos personajes (del que se encargaría Lou Costello en la versión original yanqui) y a Ciccio Ingrassia, el del (por comparación) “listo y alto” del dúo. Con la dirección de su serie de filmes a cargo de Giorgio Simonelli, en la más de las veces, Franchi e Ingrassia rodaron con regularidad parodias de los géneros más populares, a las que aplicaron su aplastante vulgaridad sin el menor escrúpulo. Empezando con “Due mafiosi contro Al Capone”, film del que, dado su éxito (¿?), conservaron el inicio del título para dar continuidad al suceso, con nuevas entregas de “Due mafiosi…”
La carrera comercial en España de los films protagonizados por Franchi e Ingrassia con Luis Peña en su reparto, son un claro indicativo (útil por si se prefiere, con buen juicio, evitar verlos) de la nula entidad que poseen, sumando así, a la inexistente exigencia artística de su propuesta, una irrelevante capacidad de atracción. Si “Dos pistoleros” se estrenó en Bilbao en 1965 (en el cine Olimpia), no llegó a Barcelona hasta enero de 1967, y para recalar en las salas madrileñas, hubo de aguardar hasta el 30 de septiembre de 1968, más de tres años después de que “Época Films” la produjera en colaboración con la empresa romana, “Fida Cinematográfica”. Estrenada en Italia en 1965, “Operación Relámpago” (film en el que a los de las dos productoras anteriores se sumaron los esfuerzos de “Productores Benito Perojo SA”) no llegó a las pantallas españolas hasta diciembre de 1967, concretamente, el 3 de diciembre, al sevillano cine Victoria (donde se publicitó, de manera bastante optimista, como “una auténtica explosión de carcajadas”). En Madrid, según consta en IMDB, no llegó a proyectarse hasta julio de 1972, aunque tal extremo no ha podido ser comprobado por este burgomaestre. En cuanto a “I due parà”, la tercera de las películas del dúo que incluía a Luis Peña en su elenco (para hacer, según consta en IMDB, el papel de Alvardo García), rodada en rápida sucesión de las dos anteriores, no le consta a este burgomaestre que llegara nunca a las pantallas españolas, por lo que obviaremos todo comentario ulterior.
Rodada en los alrededores de Roma y en las localizaciones de la provincia de Madrid, Manzanares el Real, Colmenar y La Pedriza, “Dos pistoleros” se abre con una escena a modo de prólogo situada en un lugar de Texas, en el límite de la frontera de México. Los bandidos mexicanos Río (Fernando Sancho) y “El Tuerto” (Luis Peña), con su partida de forajidos, asaltan la aislada casa de los primos Capone, dos hombres ancianos (los mismos Franci e Ingrassia, caracterizados con pelucas blancas), exigiéndoles que les digan dónde se encuentra el filón de oro que han descubierto. Tras el consabido tiroteo, los Capone, caen bajo el fuego de los bandidos. Río pierde la paciencia con ellos y cree matarlos, pero los ancianos aún viven, y le dicen a Ramón, uno de los bandidos al que conocen porque trabajó en su propiedad, y que ha quedado junto a ellos cuando les daban por muertos, que le darán un saco de pepitas de oro si a cambio va a buscar a sus nietos a Sicilia para que acudan allí a reclamar su filón de oro. En Sicilia, los nietos, los también primos Capone, Marco y Ciccio, han sido detenidos por robarle dos mulas al ejército. Su abogado, alegando que con sus caras era imposible sostener contra ellos una acusación de “inteligencia” con el enemigo, porque se ve claramente que son dos idiotas en los que no cabe “inteligencia” alguna, consigue que sean absueltos, pero no obstante recurre buscando una indemnización del estado. A los primos les cae entonces una condena de diez años y, al recurrir el leguleyo nuevamente, la condena pasa a ser de veinte años. Ramón se presenta entonces a buscarles, soborna al guardián que los vigila en la prisión y consigue que salgan libres. Entonces los acompaña al Far West. Tras algún altercado con los indios, llegan al pueblo de Puerca Vaca. Allí no tardan en toparse con “El Tuerto” y a tener un enfrentamiento con él, estallando una pelea multitudinaria en el “saloon" del señor Ramírez. Como, valiéndose de la suerte, resuelven felizmente el incidente, el Juez Wilson (Félix Dafauce, con la voz doblada) les nombra sheriffs del pueblo. A partir de ahí, la pugna con hacerse con la mina de oro de los Capone se inicia entre Río y “El Tuerto”, por un lado, y el señor Ramírez, por otro. El problema es que los Capone no saben dónde pueda estar la citada mina. “El Tuerto” encuentra su fin, tristemente, cuando tiene encañonados a los dos comicuchos. Un hacha india se le incrusta en la espalda y pone fin a las carcajadas de triunfo que se habían apoderado de él. Los indios Pies Negros, comandados por “Mano Amarilla”, son los protectores de Marco y Ciccio porque eran amigos de sus abuelos, víctimas de los bandidos mexicanos. También los indios quieren conocer el paradero de la mina, en su caso, para destruirla y evitar así que su territorio se llene de hombres blancos, explotadores de la mina. Pero Marco y Ciccio no pueden contestar, y los Pies Negros pasan de agasajarles a torturarles, atándoles al tradicional poste del tormento. Mientras están inmovilizados, los indios registran sus cosas y encuentran un plano. Al oír que se ha producido el hallazgo, Río, que observaba oculto, interviene, y, con sus hombres, asalta el poblado de los Pies Negros y se hace con el plano (que no es de ninguna mina, sino del pueblo de los Capone, allá en Sicilia). Finalmente, como es de rigor, los torpes caricatos se saldrán con la suya, y los facinerosos se verán castigados por su codicia . La caracterización insólita y estrafalaria de Luis Peña como “El tuerto” es quizá lo más sobresaliente del film, porque consigue echarle entusiasmo al asunto, y desparpajo, y no desentonar pese a tener a su lado al mexicano por antonomasia del cine europeo, el zaragozano Fernando Sancho. Dejemos constancia de que el reparto, tal como consta en IMDB está equivocado, confundiendo los papeles tanto de Luis Peña, como de Félix Dafauce.
Con la misma desvergonzada osadía con la que arremetieron contra los tópicos del western, y con la misma falta de pudor y, muy especialmente, de gracia, los mismos artífices de “Dos pistoleros”, aplicaron idéntico tratamiento a los lugares comunes de las películas de espías en general y de James Bond, la creación archipopular de Ian Fleming, en particular, en “Operación relámpago”, evidente paráfrasis del título de la serie Bond, “Operación trueno”, que vino a sustituir, para el mercado español, el original “Due mafiosi contro Goldginger”, donde se señalaba a un film anterior de la serie como objeto de la parodia. El retraso en el estreno español del film explicaría la sustitución de un título por otro, buscando el grado máximo de oportunismo posible, obviando el hecho de que el “argumento” de la película protagonizada por los cómicos Franco Franchi y Ciccio Ingrassia claramente remite a “Goldfinger” y no a “Operación Trueno”.
A Luis Peña le correspondió nuevamente el puesto del “segundo villano”, quedando por debajo, esta vez, de Fernando Rey, que se alza con el dudoso honor de encarnar al malvado de más categoría, de forma análoga a como otro Fernando, Sancho, lo hiciera en el título anterior del dúo cómico italiano. Su personaje, otra singular caracterización, esta vez de oriental (que, como veremos, tendrá continuidad en la carrera de Luis Peña, en un film posterior), toma el modelo, para deformarlo con el chapucero prisma del tosco humor de Franchi e Ingrassia, del célebre Doctor No. Fernando Rey es Golginger, mientras que Luis Peña, doblado por el excelente aunque inadecuado Joaquín Escola, hace el papel de “Tú qué quieres”, que durante la mayor parte del metraje se hace llamar “La culebra de oro”.
El comodoro Stevenson desaparece en Roma. En el servicio de espionaje de Su Majestad Británica se teme que se convierta en un nuevo caso de una personalidad relevante que, viendo anulada su voluntad, se convierta en instrumento del mal, tal como vienen comprobando que está pasando con oficiales, políticos, diplomáticos, altos dignatarios que, manipulados mediante una cápsula magnética fijada a su oreja, realizan actos criminales. Mientras explica sus sospechas, el coronel Herrman (Andrea Bosic, doblado por el espléndido Vicente Bañó), jefe del servicio de inteligencia británico, precisamente, dispara contra el general White, matándolo, por ser él uno de los que llama “encapsulados”. Tan drástica medida queda disimulada bajo el manto de un falso suicidio, tal como explica a su secretaria, Mary (la encantadora Elisa Montés), que debe comunicar a la prensa. El caso del comodoro Stevenson se complicó porque dos imbéciles, Carlo y Paquito (Franchi e Ingrassia) fueron contratados para que le fotografiaran con una cámara trucada que, al dispararse, hizo caer inconsciente al sujeto retratado. Molok, un gigantesco negro (el actor de escueto nombre Dakar), vestido exactamente igual que Harold Sakata en su caracterización como Oddjob en “Goldfinger”, se llevó al inconsciente comodoro, transportándolo, dentro de un baúl, en su coche. El servicio de espionaje pone en juego a su más valioso agente, el mismísimo 007 (George Hilton), enviándole a Italia con un coche dotado con un “detector de encapsulados”. Una vez allí, no tarda en dar con el vehículo de Molok, donde han subido Carlo y Paquito, que han ido a parar a él tras provocar un accidente con sus técnicas de autoestopistas y donde viaja el comodoro Stevenson metido en un baúl, con su cápsula colocada en la oreja. El agente 007 consigue dar alcance al coche de Molok, que, antes de que llegue su perseguidor, se evade, dejando a Carlo y a Paquito con el coche y su carga. Cuando el agente secreto descubre al comodoro y se dispone a liquidar a los dos cómicos sicilianos, el comodoro recobra la conciencia y dispara contra 007, dejándolo definitivamente fuera de la película. Carlo y Paquito huyen del lugar del crimen, tomando prestado el coche del superagente. Antes de poder arrancar, un guardia de la circulación les da el alto, lo que le cuesta al probo defensor del orden circulatorio una serie de humillaciones resultantes de la torpe manipulación de los dispositivos de los que el coche del agente 007 está provisto. De vuelta a la práctica del autostop, Molok vuelve a recoger a Carlo y Paquito (tras dejarles sin sentido, golpeándoles en la cabeza). Los mete en el baúl y los lleva a Madrid, a la guarida de su jefe, Golginger (Fernando Rey). Al despertar, atados en la misma postura en que Sean Connery estaba prisionero de Golfinger en el film homónimo, Carlo y Paquito reconocen a Marlene (la inglesa Gloria Paul), la chica que les pagó para que fotografiaran al comodoro, que resulta ser la colaboradora más cercana de Goldginger. Tras comprobar las habilidades de Molok con su zapato (un 45), análogas a las que Oddjob exhibía con su sombrero en “Goldfinger”, los dos fotógrafos pasan por el trance de ser partidos en dos por una sierra mecánica, pero entonces, una de las chicas que forman el personal auxiliar de Golginger (las estupendas Ginger Girls) consigue salvarles, arreglándoselas para hacer creer a su jefe que los prisioneros son consumados ajedrecistas como él, que busca desesperadamente rivales de su altura. Marlene, por desgracia, ve cómo la benefactora muchacha habla con Carlo, lo que supone su sentencia de muerte. Golginger encarga a Molok que elimine a la traidora, a la que supone agente del servicio secreto británico, lo que el masivo sicario hace cubriéndola con pintura dorada (repitiéndose algunos planos idénticos a los utilizados en “Goldfinger”). No le falta razón al villano pues enseguida vemos al Coronel Herrman y a Mary tratando de ponerse en contacto sin éxito con la agente 024, a la que dan por muerta tras dos días sin poder establecer comunicación con ella. El enfrentamiento sobre el tablero de ajedrez entre Golginger y Carlo (al que auxilia con la ayuda de un sistema de escucha su compinche Paquito) parodia ridículamente la partida de póker que juegan James Bond y Goldfinger y, cuando se está haciendo evidente que Carlo desconoce profundamente el juego del ajedrez, y se está agotando la paciencia de su oponente, aparece un helicóptero y se lleva volando a Carlo y a Paquito. El servicio secreto británico, que ha rescatado a los dos botarates, decide incomprensiblemente reclutarlos como agentes especiales. Se suceden entonces unas secuencias presuntamente cómicas sobre el adiestramiento a que someten a los dos recién incorporados y, finalmente, se les encomienda una misión. Deben tratar de arruinar los planes de Golginger, que está “encapsulando” representantes de diversos países en la ONU por encargo de un “cerebro del mal” de superior jerarquía, el que se hace llamar “Culebra de oro” (Luis Peña), pero que, realmente se llama “Tú-qué-quieres”. Tras algunas peripecias triviales, que les llevan de Londres a París, se llega al que “Tú-qué-quieres” denomina “Día X”, en el que el encapsulado representante de los USA va a declarar, ante el mundo, la guerra a la Unión Soviética, desencadenando la 3ª Guerra Mundial. Carlo y Paquito, que están caracterizados de negros, representantes de algún país africano y simulando estar “encapsulados”, provocan el caos y entorpecen la consecución de los malévolos fines de “Tú-qué-quieres”, hasta que llega el coronel Herrman y se lía a tiros y golpes, que es el modo sutil en que se resuelven todos los conflictos humanos. Mata de una ráfaga de metralleta a “Tú qué quieres” y, tras sostener una pelea con él, persigue a Golginger hasta provocar que muera electrocutado. Carlo y Paquito, mientras héroe y villano se reparten mamporros, dirigen al encapsulado representante norteamericano Mc Patara, impidiendo que declare la guerra con la URSS y haciendo que cante un rabioso “twist” y luego suelte una interminable ristra de sandeces. Al final, tras una típica secuencia epilogar en la que la guapa Marlene se ha pasado al bando de “los buenos”, Carlo y Paquito son devueltos a Italia vestidos de escoceses y con un coche que les deja tirados rápidamente. Este incidente les devuelve a la práctica del autostop, momento final del film en el que nuestro otrora gallardo héroe de la pantalla nacional, Alfredo Mayo, protagoniza una intervención poco airosa, como conductor de pelo teñido y ridículamente amanerado que les hace una proposición, como mínimo, poco viril, al dúo protagonista: “Hola, jovencitos ¿Queréis dar un paseo conmigo?”. Los dos necios protagonistas echan a correr y, para alivio del público, dan así por concluido el film.
Nota: por razones obvias, en la versión española, tanto en “Dos pistoleros”, como en “Operación Relámpago” a uno de los cómicos se le cambió el nombre. Precisamente, Franco Franchi es de los dos que forman el dúo, el que pone más cara de idiota y se hace “francamente” repulsivo. Alguien decidió que era mejor que se llamara “Marco”, en el film paródico del western y “Carlo” en el que hacía caricatura del cine “bondiano”, nombres que encajaban perfectamente a la hora de sincronizar el doblaje y no provocaban en el espectador pensamientos impuros o anti-patrióticos.

Dos coproducciones “de espías”, “Volver a vivir” y “Dame un poco de amooor”
Los motivos por los que se llegan a realizar algunas películas en este nuestro país pueden llegar a quedar como misterios insondables para el espectador, especialmente, después de haberlas visto. En la mitad del recorrido de la década de los años sesenta, con la proliferación del régimen de coproducción internacional, en España se incrementó de manera muy notable la facturación de films . Las oportunidades de negocio aumentaron espectacularmente, y los productores trataron de aprovecharlas. De hacerlo oportunamente, dependía muchas veces el futuro de la propia empresa. Ese fue el caso de José Luis Dibildos, quien, como explica en el libro de Francisco Javier Frutos y Antonio Lloréns a él dedicado, “José Luis Dibildos. La huella de un productor”, la coproducciones exportables procedían de iniciativas foráneas y él se limitaba a hacer la adaptación de los diálogos al español. En sus propias palabras, en relación a films como “Demasiadas mujeres para Layton” (Jacques Poitrenaud, 1966) y “Agente Z7, Operación Rembrandt” (Giancarlos Romitelli, 1967), José Luis Dibildos dejó dicho: “En aquellos momentos me vi forzado a participar en determinadas películas sólo para que sobreviviera la productora…” En ambas, tuvo un papel secundario Luis Peña.
“Demasiadas mujeres para Layton” obtuvo críticas despiadadas que descalificaban la labor de su director, el francés Jacques Poitrenaud, al que se acusó de pretender cubrir con un barniz de “humor intelectual” lo que no dejaba de ser una vulgar película del subgénero de espías. Protagonizada por el entonces en boga Roger Hanin, esta coproducción hispano-franco-italiana, se iniciaba con la fuga del delincuente Hakim Gregori (François Maistr) de una comisaría parisina donde estaba siendo interrogado, tras liquidar en un rabioso tiroteo, a seis efectivos de las Fuerzas del Orden que trataban de impedirlo. Se sospecha de que la evasión de Hakim le ha llevado a ocultarse en algún lugar de España, por lo que se envía allí en misión al agente Daniel Layton (Roger Hanin). Las “demasiadas mujeres” a las que alude el título del film son: su novia, Marion (Catherine Allegret), guía turísitica que, casualmente, está haciendo la misma ruta por España que la que sigue Layton; la propietaria de una tienda de ropa y supuesta compañera sentimental en España de Hakim, Dolores Arrabal (Sylva Koscina); la prostituta Rosario (Laura Valenzuela), víctima de un secuestro a manos de Misrah, secuaz de Hakim; y Petula (Dominique Wilms), la compañera de armas de Layton, que tiene encomendado secundar al agente en su misión. Compartiendo la función de completar el reparto de esta adaptación de una novela de Michael Loggan (“Carré de dames pour Layton”) con Luis Peña encontramos, por la parte española, al sensacional y sobrio galán Francisco Piquer, y al tosco pero efectivo característico José Jaspe. La película en su conjunto cabe considerarla una consecuencia más de la “bondmanía” que se distinguía por el toque francés, más sofisticado y ligero, quizá, que el rudo original, reconocible, por ejemplo, en la banda sonora original de Serge Gainsbourg.

Coproducida con empresas italianas y alemanas, “Agente Z7, Operación Rembrandt” suponemos que debió proporcionar algún dividendo para “Ágata Films” con el mero hecho de su realización. Su carrera comercial, en cambio, tal vez representara alguna ganancia, pero ésta, en España, hubo de demorarse un largo periodo de espera pues no alcanzó las pantallas de los cines Lido, Ideal y Universal de Madrid hasta el 5 de julio de 1971, transcurridos cuatro años de su producción. En relación al film anterior, desaparece el elemento francés, sustituido por una empresa berlinesa. En cuanto a su reparto, repiten Laura Valenzuela (lo que, tratándose de una producción “Ágata Films” no puede sorprendernos) y Luis Peña. El papel del apuesto y aguerrido agente secreto de turno lo asume en este film Lang Jeffries, que da vida a Mark, cuyo nombre en clave es Z-7, un trasunto de James Bond al que el servicio secreto norteamericano le encarga impedir el robo de una diabólica máquina emisora de rayos cósmicos que pone el mundo en peligro. El creador del ingenio es un científico alemán del Tercer Reich, el profesor Klaus Liebrih (Carlo Hinterman), quien, al término de la Contienda Mundial, logró ocultarse bajo la personalidad de un pintor. Un colaborador suyo, sabedor de que el científico ha cifrado la fórmula de su devastadora arma disimulada en un cuadro de Rembrandt, trata de vendérsela a los países del Este. En el cumplimiento su decisiva misión, Z-7 cuenta con la colaboración de una guapa espía, Irene (Laura Valenzuela, naturalmente), con la que se desenvolverá por las vistosas localizaciones (inherentes al subgénero) de Torremolinos, Roma, Venecia y Tánger. En papeles de menor relevancia encontramos al veterano Miguel del Castillo, a la joven y bella Mónica Randall, y al hercúleo Álvaro de Luna, a quien por aquel entonces se le solían dar este tipo de papeles y era habitual en las producciones Ágata Films, como el rocoso sicario Kosky.
Mario Camus (Santander, 20/04/1935) había demostrado un talento extraordinario desde los mismos comienzos de su carrera como director, de la mano del productor Ignacio F. Iquino, con títulos tan meritorios y personales como “Los farsantes” y “Young Sánchez” (ambas producidas en 1963). Su amor al oficio de cineasta y su falta de pretensiones le llevaron a explorar terrenos diversos, con propuestas tan dispares (pese a repetir el protagonismo de Alberto Closas) como las de “Muere una mujer” (1964) o “La visita que no tocó el timbre” antes de embarrancarse un tanto en la tarea de dar expresión fílmica al fenómeno del cantante ligero Raphael, dirigiendo los vehiculares films “Cuando tú no estás” (1966),”Al ponerse el sol” (1967) y “Digan lo que digan (1967), especialización que tuvo su prolongación en un título al servicio de otra deidad popular, la de Sara Montiel en “Esa mujer” (1968). En medio de este festín de pleitesía al divismo, Mario Camús logró dar salida a su vena más personal mediante la dirección de un film realizado en régimen de coproducción con Italia, “Volver a vivir”, que rodó en las semanas que mediaron entre el 17 de abril al 15 de julio del mismo año1967. Luis Peña (y no Julio Peña, como informa erróneamente en la base de datos de su web el Ministerio de Cultura) contó en ella con el papel del periodista Andrés Medina. Se narra en “Volver a vivir”, según el guión original del periodista Miguel Rubio, firmado al alimón con el director del film, la historia de Luis Rubio, un futbolista que, tras marchar a Sudamérica al final de su carrera ha visto eclipsado el brillo de su estrellato. Pasan los años y desde España, un antiguo admirador suyo (Alberto de Mendoza) le hace una oferta de trabajo para regresar a España como entrenador de un equipo de la Segunda División. Luis acepta y toma las riendas del equipo con acierto, consiguiendo excelentes resultados. Paralelamente, el retornado deportista, que vive íntimamente atormentado por el fracaso de su primer matrimonio, trágicamente saldado con el suicidio de su esposa, conoce a María (Lea Massari), una hermosa mujer casada de la que se enamora. María corresponde al amor de Luis, pero incapaz de resolver su situación personal, la relación entre ambos va deteriorándose. Finalmente, Luis, ante la disyuntiva de perseguir un amor imposible o poner todo su empeño y concentración en el trabajo, se decide por esto último, una resolución, que, por cierto, recuerda un poco el final de “Un extraño en mi vida” (Richard Quine, 1960). Esta historia de un amor frustrado, atmosféricamente lograda y enriquecida por el peculiar ambiente futbolístico, fue estrenada en Madrid en los cines Fantasio, Rialto y Fígaro el 12 de febrero de 1968.

Si en su anterior experiencia cinematográfica, “Los chicos con las chicas” (Javier Aguirre, 1967), de la que algo hablamos aquí en la entrada dedicada a Manolo Gómez Bur, el modelo a seguir fue el de las comedias que protagonizaron el cantante Cliff Richard y “The Shadows” al principio de los años sesenta, los componentes de “Los Bravos”, un grupo nacido de la unión de dos conjuntos previos, uno madrileño, “Los Sonor” (de donde procedían el guitarra solista, Antonio Martínez, y el teclista Manuel Fernández Aparicio) y el otro mallorquín, los “Mike & The runaways” (combo en el que era la voz solista Michel Volker Kögel y donde la sección rítmica la formaban el bajista Miguel Vicens y el batería Pablo Sanllehi), se entregan en “Dame un poco de amooor” a una insensata aunque no por ello despreciable imitación del film “Help” (Richard Lester, 1965), que protagonizaron “The Beatles”. El resultado del intento, una producción de los Estudios Moro (significados como los líderes en el campo del cine de animación en España), pudo verse, a partir del día 3 de septiembre de 1968 en las pantallas de los cines madrileños Argüelles, Benlliure, Barceló y Capitol.
Tras unos coloristas títulos de crédito, en los que se ilustra mediante una animación del grupo “Los Bravos” su canción “You got until the morning”, dando inicio a la acción del film, encontramos al cantante Mike Kennedy (es decir, Michel Volker Kögel doblado por Emilio Gutiérrez Caba, quien ya le había prestado su voz al cantante en “Los chicos con las chicas”) que ve frente al edificio de su casa discográfica a una joven china. Se lo cuenta a su compañero, el guitarra solista del grupo, Tony (cuya voz fue sustituida por la de José Moratalla, actor a quien vimos en varias películas de Marisol y Rocío Dúrcal en la segunda parte de la entrada dedicada a José María Tasso), pero éste no le cree, considerando la cuestión delirante y resultado de la afición de Mike a leer tebeos de superhéroes. Tras una accidentada reunión del grupo “Los Bravos” con Monsieur Renard, el disparatado presidente de su casa discográfica (un afrancesado y amanerado Tomás Zori, a quien dobla el recientemente fallecido Rafael de Penagos), en la que los dispositivos ultramodernos (muy semejantes a los que podían verse en un film anterior de Forqué, “Las que tienen que servir”) se vuelven locos provocando una especie de huracán “indoor” (que provoca unos efectos en la banda, muy parecidos a los que un secador de manos saboteado producía en Los Beatles, en “Help!”), Mike, al ir a parar al exterior, vuelve a ver a la joven china Chi Sao Ling (la mexicana Rosenda Armenteros, ligeramente caracterizada de oriental y hablando con la voz de María del Puy) en el mismo sitio de antes, la cual le hace caer a un recinto subterráneo donde le explica que estaba buscando a un héroe y que ha pensado en él para desempeñar ese papel. La joven, que dice llamarse Chin Shao Ling busca el modo de rescatar a su padre, un prestigioso científico, de las manos de un villano en todo semejante a Fu Manchú, Chu Fang (Luis Peña, a quien se le aprecia en este film con algún kilo de más). Planteado así el conflicto en una elemental lucha entre “buenos y malos”, que se desenvuelve con las imprescindibles interrupciones motivadas por las obligadas inclusiones de las canciones de “Los Bravos”, y que se resolverá, también obligatoriamente, con la victoria del bando de las fuerzas del Bien, basta con enumerar a los integrantes de cada coalición para definir el conjunto del film. Así, del lado positivo, estarían “Los Bravos”: Mike Kennedy, Tony Martínez, Miguel Vicens (doblado por Luis Varela), Pablo Sanllehi (con la voz de Víctor Agramunt), y Manuel Fernández (por quien habla Manuel Peiró), la dulce Chi Sao Ling, su padre, el bonzo (interpretado por Ricardo Mitsuya, quien habla con la impresionante voz de Vicente Bañó), y una estrafalaria pareja de detectives formada por Don Eladio (Fernando Sánchez Polack, “Tip”) y su ayudante Ceferino (Venancio Muro), quienes, al ir vestidos iguales y portar sendos bombines en las testas, recuerdan poderosamente a los “Dupont & Dupont” de la serie Tintín. Secundando al malvado Chu Fang, hallamos a un variopinto y nutrido grupo de sicarios, de los que el chino interpretado por un caracterizado José Luis Coll (que habla con la voz de Jesús Nieto) es el más cercano al jefe. Aportando músculos al grupo de villanos, encontramos a los esbirros chinos interpretados por Álvaro de Luna y Ángel Ortiz, y a un sorprendente personaje caracterizado de gángster de Chicago, a quien da vida el boxeador profesional Luis Folledo (campeón de España de los pesos welter y medios, aspirante –sin éxito- por tres veces al título Europeo, y con una carrera taurina que le permitió debutar como novillero). En papeles secundarios, encontramos a una siempre interesante Laly Soldevila, en el rol de una enfermera, al inevitable Juan Cazalilla, como el médico a quien auxilia.
Las peripecias de “Dame un poco de amooor” tienen, aproximadamente, la misma hondura dramática que la que pudiera tener cualquier episodio de la serie de TVE “Los Chiripitifláuticos”. Tampoco el humor que exhibe alcanza una categoría memorable. Alguna puntual ruptura de los tópicos del folletín seriado de aventuras, como por ejemplo, cuando el villano Chu Fang, ante la sugerencia de su lugarteniente de torturar a un prisionero, replica: “Nada de torturas, insensato, que las ha prohibido la ONU”, permite al espectador esbozar una sonrisa.

No pasará a la historia por su argumento, original de Juan Cobos y Eduardo Ducay, la segunda película del grupo musical “Los Bravos”, aunque sí quizá lo merezca por ser la presentación de una innovación técnica, el M-Tecnofantasy, patentada por Francisco Macián Blasco (Barcelona, noviembre de 1929- octubre de 1976), uno de los mayores genios del dibujo animado que ha dado la cinematografía española, firmante del largometraje “El mago de los sueños”, a quien citamos antes por su diseño de los títulos de crédito de “A tiro limpio”. Francisco Macián, cuyo primer esfuerzo profesional vio la luz en las páginas de “Pulgarcito” en 1947, cuando el joven dibujante contaba 18 años, debutó en el cine con el título “Sueños de Tay-Pi” (1950-1952) , sin abandonar por ello el terreno de la historieta, en el que continuó publicando trabajos para las revistas “Florita” y “Gran Almanaque de Florita”, cabeceras en las firma entregas de los personajes “Chiquita”, “Chelito”, “Violeta y sus amigos” y “Leonor y el talismán”. Otros semanarios, por citar algunos, en los que ven la luz obras suyas en la década de los años cincuenta fueron “Topolino”, donde podía encontrarse “El ratoncito vagabundo” (1950) o “Yumbo”, donde se hallaba la historieta “El osito perezoso”. Para cuando trabaja en el film de Los Bravos que firma en solitario José María Forqué, Francisco Macián atesora una valiosa experiencia en el campo del dibujo animado y ya tiene madurada una técnica innovadora que, mediante la manipulación de los negativos de una película con “imágenes reales” preexistente, a la que llamó “M-tecnofantasy” y que, entendiéndola de manera amplia, fue precursora de la moderna animación por ordenador. Sea como fuere, queda para la posteridad como elemento más valioso del film “Dame un poco de amooor” su segmento final, una suerte de “video-clip”, afortunadamente cinematográfico y brillante, que ilustra el poderoso “hit” “Bring a Little loving”, la segunda canción más memorable del combo liderado por Mike Kennedy. Estimulante pieza de “pop-art”, el fragmento, que luce a una altura que se eleva, con mucho, sobre el nivel del resto de la película, aúna imágenes extraídas del mundo del cómic aventurero convirtiendo en superhéroes a los miembros de “Los Bravos”, con el ritmo trepidante de su canción “Bring a Little loving”, un tema tan sólo ligeramente menos potente que su anterior éxito (que le llevó a los puestos más altos de las listas internacionales), “Black is black” y que, por tal causa, no logró reeditar en la misma magnitud el suceso precedente. También la secuencia de la canción “Play with fire and you’ll get burned”, fue íntegramente realizada por Francisco Macián y, si bien no tiene la relevancia técnica de la anteriormente comentada, despierta todas las simpatías de este burgomaestre por tratarse de una directa trasposición al cine de una historieta, con todas sus convenciones y sus constantes propias del lenguaje del arte de las viñetas.

Otra película “maldita”: “Ley de raza”
El cine español le había prestado a Luis Peña sus mejores galas durante la inmediata posguerra de la mano de Juan de Orduña o de Gonzalo Delgrás, posteriormente, le permitió ahondar su densidad dramática en papeles de responsabilidad en películas de prestigio firmadas por Nieves Conde, Juan Antonio Bardem o José María Forqué. Uno y otro modo de vivir el hecho de actuar en el cine no constituyeron la totalidad de posibilidades con las que Luis Peña se encontró a la hora de ejercitar su oficio para la gran pantalla. También, andando el tiempo, se vio envuelto en coproducciones alimenticias, alimenticias y paródicas, como los films en los que compartió cartel con los cómicos Franco Franchi y Ciccio Ingrassia, o en películas prácticamente “amateur”, de nula distribución comercial, como “Tenemos 18 años”, primer largometraje de Jesús Franco, o “Ley de raza”, segundo (y último) film de José Luis Gonzalvo Monterde, cineasta nacido en la ciudad de Zaragoza en 1934 y fallecido el día de Navidad de 1997 en la misma capital aragonesa. Film de problemático título (aparece acreditado como “La ley de una raza” en diversas fuentes, como la misma IMDB), “Ley de raza” permitió reunir nuevamente el nombre de Luis Peña con el de la bailaroa “La Chunga” en un cartel, aunque a diferencia de lo que sucedía en su encuentro anterior en “De espaldas a la puerta” (José María Forqué, 1959), donde sí compartían escenario, en el film de Gonzalvo ni siquiera estaban en el mismo tiempo narrativo. Micaela Flores Amaya, “La Chunga”, una estrella del baile flamenco de rango internacional, nacida en 1938 en Marsella, pero trasladada a Barcelona ya desde el primer año de edad (ciudad en la que empezó a bailar por los bares, desde los seis años), estaba, en el momento del rodaje de “Ley de raza” (enero de 1969) casada con el director del film, con quien había contraído matrimonio en marzo de 1961, y para quien ya había actuado antes en su cortometraje anterior “La cogida y la muerte” (1963). Para entonces ya había recorrido el mundo triunfando en Las Vegas, Nueva York, México, Madrid o Santiago de Chile, primero contratada por Pastora Imperio y luego con su propio espectáculo. Glosado su arte por poetas como Alberti o León Felipe, su faceta como pintora de estilo “naïf” encontró el apoyo del mismísimo Pablo Picasso. Al lado de “La Chunga”, como pareja artística y máximo reclamo para la taquilla, actuó otra gran figura del baile, como lo fue Antonio Ruiz Soler, “Antonio, el bailarín” (Sevilla, 1921 – Madrid, 1996). Tal vez la impresión que quería darse era que el espectador se encontraba ante una nueva “Los Tarantos”, pero nada más alejado del elegante y depurado espectáculo del film de Rovira-Beleta que el torpe, moroso y difícilmente soportable título dirigido por José Luis Gonzalvo. Bajo el sello de “Debla films”, productora propiedad de José Luis Gonzalvo, el mismo productor y director se ocupó de adaptar la novela original de Ildefonso Manuel Gil, “Juan Pedro el dallador”, y convertirla en un guión (escrito en colaboración con Miguel Rubio) que él mismo rodaría en la misma localidad aragonesa en la que se ambientaba la acción de la novela, Daroca. El resultado apenas fue visto por público alguno, aunque el film se presentó en la Semana de Valladolid, fuera de concurso, en abril de 1970 y, posteriormente, con motivo de la inauguración de alguna exposición pictórica de “La Chunga”, circunstancia que se aprovechaba para proyectarlo para los desprevenidos asistentes.
La historia de “Ley de raza” es la de Juan Pedro, un joven a quien, cuando empieza el film, encontramos caminando ensimismado en un monólogo interior que dirige a su amigo Luis Matusán. Parece andar errabundo, sin un destino concreto, aunque determinado a huir de la realidad. Asegura haberlo perdido todo. Trabaja en lo que le va surgiendo, y le vemos emplearse de jornalero en la recolección de la aceituna. Al ver bailar a una gitanilla, se le aparece ante sus ojos la figura de otra gitana, adulta, que baila. Juan Pedro recuerda cómo empezó todo, y entonces nos trasladamos mediante un “flash back” al momento en que regresa a su pueblo tras cumplir el servicio militar obligatorio. En la estación de tren de Daroca le esperan su amigo de la infancia, Luis Matusán (el elegante Ricardo Tundidor), al que hacía seis años que no veía, desde que éste marchara a La Sorbona de París a estudiar, su hermana Rosa (la adorable María Elena Flores) y su cuñado Manuel (el muy convincente Ángel Lombarte). Al Juan Pedro reintegrado a su ambiente familiar, pronto le invaden recuerdos de la infancia. Momentos pasados en casa de Luis, hijo de familia rica, con una buena biblioteca en casa, donde fumaban a escondidas y donde el abuelo de Luis (Luis Peña) les hablaba dándoles consejos de vida o rememorando sus propios años de niñez. En este capítulo, el abuelo les relata sus experiencias capitaneando uno de los dos bandos de los que se formaron en la chavalería del pueblo para librar batallas campales. Esta remembranza lleva a Juan Pedro a promover un “revival” con sus propios compañeros de colegio, lo que le cuesta a su amigo Luis una reprimenda pública por parte del cura que les da clase. De vuelta al tiempo de la acción principal del film, asistimos a la vida cotidiana de Juan Pedro, a sus labores en el campo, cortando hierba, a destajo, de campos ajenos o propios. Durante una de sus jornadas, conoce a Carmela (“La Chunga”), una gitana que busca hierba para sus caballerías. Inmediatamente atraído por la guapa moza, le ofrece el alimento para sus caballos y queda con ella para darle más unos días después. En conversaciones con su amigo Luis y la esposa de éste, Susana (Concha Bañuls), Juan Pedro ya ha establecido que le resulta difícil interesarse por las chicas del pueblo pues debido a su personalidad más reflexiva, las encuentra poco atractivas. En cambio, Carmela le gusta mucho. Le gusta porque además de guapa es callada y sencilla. El noviazgo va avanzando lentamente. Se suceden los paseos por los caminos, una merienda campestre con los sobrinos de Juan Pedro como carabinas, una sesión de cine con Luis y Susana. La relación de Juan Pedro y Carmela va tomando forma, pese a que Rosa, la hermana de Juan Pedro censura duramente la situación, investida de la autoridad que le da haber sido quien tuvo que encargarse desde muy pequeña, de la crianza de su hermano menor, y Manuel, tras convencerse de que no se trata de un simple capricho, como pensaba, tampoco la aprueba. Sin embargo, la familia de Carmela no se opone. Únicamente, el padre advierte a Juan Pedro de que hay una persona que supone una amenaza para su felicidad. Un gitano llamado “El Rubio” (Antonio el bailarín) tiene una cuenta pendiente con su familia. Al parecer, un hermano de “El Rubio” se había hecho una foto con Carmela cuando ambos eran niños, lo que según la costumbre de “los gitanos catalanes” significaba que eran novios. Cuando, pasado el tiempo, se presentó ante el padre de Carmela a pedírsela, éste se la negó, iniciándose una pelea en la que el hermano del “Rubio” resultó muerto a manos de un tío de Carmela. A partir de ese momento, “El Rubio” está juramentado en liquidar a toda la familia. Tan intranquilizador anuncio no inquieta, sin embargo a Juan Pedro, que es un chico tan valiente como trabajador. Se produce el anuncio de la boda. Pronto se sabe en todo Daroca, provocando un sinfín de comentarios. El compromiso público llega a oídos de un amigo (Fernando Sánchez Polack) de “El Rubio”, que se apresura a comunicárselo. “El Rubio” reacciona mostrando muy poca comprensión por el futuro enlace y se presenta donde está Carmela bailando con los suyos, feliz. Se une a ella en el baile, provocativo. Carmela baila inconscientemente, pero su padre interviene al ver a “El Rubio”, éste saca una navaja y en el forcejeo consiguiente, Carmela resulta muerta. La luctuosa noticia se la da a Juan Pedro su hermana Rosa. El joven sale, sediento de venganza, en busca del asesino pese a que nunca le ha visto. En una casa-posada, precisamente, coincide con “El Rubio” y sus dos compinches, que aseguran dedicarse al comercio de ganado por diversas ferias, sin conocerlos. Cuando se van, los dueños de la casa comentan entre sí la identidad del que acaba de marcharse. Juan Pedro sale entonces en su persecución. Mientras, los tres gitanos se han separado, tomando “El Rubio” un camino aparte que le lleva a entrar en una casa y a asesinar a su anciana dueña para robarle. Siguiendo la única pista de su instinto, Juan Pedro llega al bar de la estación de Cariñena, lugar donde alcanza a los dos compañeros de “El Rubio” (el antes citado Fernando Sánchez Polack y José Manuel Martín, quien recuerda, naturalmente, su rol en “Los Tarantos”). Les exige que le digan el paradero de “El Rubio” y al resistirse ellos a dárselo, se entabla una pelea, quizá una de las más torpes, embarulladas y ridículas que se hayan filmado nunca (aunque, tal vez por eso mismo, quizá sea de las más realistas). El caso es que Juan Pedro, que parece muy capaz de zurrar el solo a los dos gitanos, termina detenido por la guardia civil. Pasa la noche en el calabozo y sueña que acosa y mata a “El Rubio” en una escena onírica resuelta como un número de danza a cargo de Antonio. Cuando Juan Pedro despierta, la guardia civil le informa de que Diego “El Rubio” ha sido detenido en Molina de Aragón y después ha sido juzgado, sentenciado y condenado a muerte por sus crímenes. Volvemos entonces al punto de partida del film, a la figura de Juan Pedro caminando sin rumbo por sendas que le alejen de Daroca y de su torturante pasado, consciente de que sin Carmela nunca podrá ser feliz, ni siquiera completo.
“Ley de raza” es difícil de ver. Dejando a un lado las bondades del dinámico arte de los danzantes Antonio y “La Chunga”, las cuales son completamente ajenas al conocimiento y la sensibilidad de este burgomaestre, la película, como pieza narrativa deja mucho que desear. El ritmo es tan entrecortado y lento que no es temerario afirmar que la película carece de él. Viéndola, constantemente se tiene la sensación de estar perdiendo el tiempo. Abundan los insertos descriptivos, ilustrativos, que sólo en ocasiones “dicen algo”. Se muestran con minuciosidad actividades irrelevantes, mientras que da la sensación de que se hurtan otras, más decisivas para el relato. Así, se pueden escuchar tres avemarías enteros, cuando asistimos al rezo del rosario en la clase del colegio al que asisten Juan Pedro y Luis en el fragmento situado en su tiempo infantil. Lo que representa seis medios avemarías con la primera parte que recita el cura, seguida de la respuesta de los alumnos. También, se puede apreciar con innecesario detalle el desarrollo de la labor de un dallador, desde el afilado de la hoja de la dalla, hasta el corte de la hierba. Las comidas de Juan Pedro, ya sea con Manuel y Rosa o con Luis y Susana son también descritas con bastante detenimiento, especialmente, una cena en la que Juan Pedro, Rosa y Manuel dan cuenta, en perfecto silencio, de una tortilla de patatas y podemos entretenernos en apreciar las diferentes técnicas que cada comensal emplea en hacerla desaparecer del plato. A una planificación chapucera se suma, por desagracia, una música imposible (original, también, del director, en colaboración con Benito Lauret), consistente en una reiteración machacona de un tema rudimentario de composición, y ejecutado de manera insegura por una sucesión de instrumentos solistas. El mismo motivo tristón lo oímos interpretado por una trompeta, por un órgano, por un xilófono, y por un saxofón, como si se estuviera intentando dar apariencia de variedad a una única idea. Se trata de repetir la misma frase, con la misma entonación, pero con diferentes voces.
La labor de los actores en “Ley de raza” es muy meritoria. Fernando Sánchez Polack y José Manuel Martín, eficaces como siempre, cumplen con su desagradable cometido. María Elena Flores, una de las debilidades confesas de este burgomaestre, consigue despertar comprensión, pese a lo errado del discurso de su personaje, por la humanidad extraordinaria que esta gran actriz y bailarina es capaz de transmitir. Ángel Lombarte, con una exacta composición de su tosco personaje y Ricardo Tundidor, en un registro antitético del anterior, distinguido y educado, asumen admirablemente sus respectivos roles. Fernando Marín, que tenía sobre sus espaldas un peso tal vez excesivo, no “llena la pantalla” como un protagonista debería hacerlo, para captar la atención del público, para conseguir que el espectador se identificara con su problemática, y sin embargo, parece adecuado a la idiosincrasia del personaje, un tipo fundamentalmente bueno y trágicamente inadaptado pese a su buena disposición. En cuanto a Luis Peña, del mismo modo que en otras colaboraciones suyas, se mantiene al margen del conjunto del film, consiguiendo con su acrisolado oficio dar sentido, profundidad y grandeza a su intervención, un discurso articulado en tres secciones que endilga a los dos chavales, Juan Pedro y Luis, y, de paso, al espectador: 1ª (Exterior, en las calles de Daroca):“Yo he vivido mucho, mucho... Y no me arrepiento. Ahora las cosas han cambiado. Antes el mundo era más alegre, y más fácil, la vida. Ahora, con tantas guerras, todo está podrido por el odio.” 2ª (Interior. Salón familiar, entre insertos de objetos, juguetes y libros –se destacan dos de Galdós, unos Episodios Nacionales, “Prim” y “Doña Perfecta”): “Mejor es seguir los propios impulsos. Todos los hombres tenemos en la vida una racha de locura. Lo mejor, es pasarla de joven, porque en la vejez suele ser catastrófico. Algunos se la aguantan sin pasarla, y eso es peor, porque se la llevan siempre dentro, agriándoles el genio. La maldad de muchos hombres se debe a que no tuvieron escape para esa racha y les fue quemando la sangre, y les tuerce la intención.” 3ª (Exterior. Campos): “Cuando yo tenía vuestra edad, los chicos del pueblo organizamos dos bandos: los de la Calle Mayor y los de los callejones ... A mí me toco ser jefe de estos últimos. Tal vez porque era el único chico de familia rica que no vivía en la calle, la única del pueblo y más habitada que todos los callejones juntos. Nos íbamos a los montes vecinos y nos desafiábamos a luchar con las hondas. A veces, el odio entre las bandas era tal que donde quiera nos encontrábamos, nos liábamos a golpes, y los frailes tuvieron que organizar la entrega de críos a domicilio. Hoy también anda suelto el odio entre los hombres, pero es más feo y más vil que el nuestro. Nosotros luchábamos como héroes griegos, noble y alegremente. En cambio, estos locos de ahora sólo quieren cazarse como conejos.”

“Ley de raza” supuso, como hemos dicho, la última película de su director. Casualidad o no, su estrella principal, la bailaora “La Chunga”, prácticamente abandonó igualmente el cine. Durante la temporada 1969/1970, realizó una gira y al año siguiente abrió en el corazón de la Rambla de las Flores barcelonesa un tablao flamenco conocido como “El Cordobés” (que todavía hoy se mantiene abierto) y estuvo retirada del baile durante siete años.

“Estudio amueblado 2P” y el caso de “En un mundo diferente”
Muy alejada en presupuesto, intención, y resultados comerciales de “Ley de raza” es el otro film rodado en 1969 por Luis Peña, una comedia que dirigió José María Forqué, el penúltimo de los films en los que el director aragonés le tuvo a sus órdenes. Estrenada el 17 de octubre de 1969 en el cine Florida de Barcelona y, tres semanas después, en el Proyecciones de Madrid, “Estudio amueblado 2P” fue una más de las comedias que aquellos meses protagonizaron dos monstruos de la actuación, Fernando Fernán Gómez y José Luis López Vázquez, quienes estrenarían también en cercanas fechas “Crimen imperfecto” (F. F. Gómez, 1970) y “¿Por qué pecamos a los cuarenta?” (Pedro Lazaga, 1970), prolongando así una química no siempre fácil de producirse en la confluencia de dos talentos tan egregios como los suyos. El cometido de Luis Peña en “Estudio amueblado 2P” es el de representar el papel de don Benito, el director de la sucursal bancaria en la que trabajan Miguel y Ramón (Fernán-Gómez y López Vázquez, respectivamente), dos compañeros y amigos que, ante la modernización de la entidad, que les pone al alcance de las manos un revolucionario cerebro electrónico, se deciden a emplearlo en localizar y seducir apetecibles mujeres a las que conducir a su “nido de pecado”, al que alude el título del film. Pese a que sus primeras experiencias se saldan con sendos fracasos, crece en la empresa su fama de seductores, lo que les proporciona una gran popularidad. Desenmascarados por un sonado resbalón al tratar de “beneficiarse” a la viuda Beatriz Redondo (Esperanza Roy), se ganan las más duras reprensiones de los mandos directivos. Prefiriendo cualquier penalización a perder su prestigio, Miguel y Ramón organizan una especie de gran orgía con la que restaurar su perdida “buena mala fama”. Al final, tienen que plegarse a las imposiciones de sus jefes (don Benito, a la cabeza), con lo que uno, Ramón, es trasladado a Ceuta mientras que el otro, Miguel, culmina el film con un ingreso en el redil matrimonial, casándose con una compañera de trabajo. La práctica de compartir un pisito para llevar a él, alternativamente, a sus conquistas, parece ser que, según fuentes dignas de todo crédito, la llevaron a cabo durante cierto tiempo el propio José María Forqué en complicidad con López Vázquez. El primero, además de dirigir el film, firma el guión en comandita con Jaime Silas. El film, además de ilustrar lo que parece ser en parte una experiencia real, contiene el innegable encanto de su elenco femenino, en el que se acumulan las bellezas no exentas de talento (con Soledad Miranda, como la encantadora “Isabel”, Elisa Montés, en el rol de una autoestopista despampanante, y Esperanza Roy, que hace de la viuda Beatriz Redondo, entre otras) y la pericia actoral más pura (Amparo Soler Leal, como “Clara” y Guadalupe Muñoz Sampedro, en el papel de “Patro”). El rodaje de “Estudio amueblado 2P” permitió al equipo de rodaje describir un periplo que le llevó de Girona (ciudad sede de la entidad bancaria en la que se origina la trama) a Sevilla y Córdoba, pasando por Madrid y Burgos, con el que poner cerco a las correrías amatorias de Miguel Aguirrezabala y Ramón Fontecha. En el reparto de “Estudio amueblado 2P” destacan las presencias de habituales del cine de Forqué, como el siempre impresionante Manuel Alexandre, en el rol de Rovira, el jefe de personal, al sobrio Félix Dafauce, el experimentado cómico José Orjas, o el entrañable Miguel Armario (el eterno “Tío Aquiles” de los Chiripitifláuticos).

La confusión se adueña de la información a propósito del insólito film de Pedro Olea, “Juan y Junior en un mundo diferente”. Producido en 1969, hasta su propio título plantea dudas. Tras haberse barajado “Los visitantes”, la forma definitiva con que se estrenó queda reducida en algunos catálogos en tan sólo “En un mundo diferente”, mientras que en otros, porta, por delante, los nombres del dúo protagonista, dos cantantes y compositores que, tras dejar el mítico conjunto “Los Brincos” obtuvieron grandes éxitos muy populares, tales como “La caza”, “Anduriña” o “En San Juan” formando pareja musical. Pero más curiosa resulta la discrepancia cuando se trata de reseñar la presencia en su reparto de un actor, cual es el caso de nuestro protagonista de hoy. Según la base de datos IMDB, Luis Peña desempeña un papel en el film. Idéntica información, a este respecto, se recoge en el catálogo de Cine Español de Uniespaña publicado en 1971, donde se publican las fichas de toda la producción nacional que obtuvo licencia de exhibición en 1970. En cambio, en el catálogo “Un siglo de cine español”, de Luis Gasca (Enciclopedias Planeta, 1998), quien figura en el reparto es, en lugar de “nuestro” don Luis, Julio Peña. En “Las estrellas de nuestro cine”, de Carlos Aguilar y Jaume Genover se decantan por incluir la película en la filmografía de Luis Peña, pero (en contradicción con estas últimas consignaciones), en el programa de mano que distribuyó la propia productora del film, de quien aparece el nombre en el reparto es de Julio Peña y no el de nuestro protagonista de hoy. Contradiciendo, a su vez, los afiches de bolsillo, la web del Ministerio de Cultura proclama que es Luis Peña quien integra el reparto de este musical pop con argumento de ciencia ficción, información coincidente con la que brinda la Enciclopedia Universal de Cine de editorial Planeta. Sin embargo, en anuncio de la distribuidora “Cepicsa”, inserto en la revista profesional, destinada a distribuidores y exhibidores, “Cineinforme”, en su número 98-99, mostraba el nombre de Julio Peña en los primeros puestos del elenco de “Juan y Junior en un mundo diferente”. En el mismo ejemplar se daba noticia de que el permiso de rodaje se había concedido al film, de la productora Ronte, en los primeros dos meses de 1970. De su estreno en la pantalla grande, le consta a este burgomaestre el del cine Gran Vía de Bilbao, que se produjo el 18 de julio de 1970, manteniéndose en cartel 7 días y acumulando 1.649 entradas vendidas. Para dar idea de la dimensión de esta recaudación, anotemos que en la misma sala de la capital vizcaína se estrenaron, en las semanas inmediatamente previas y posteriores a la del estreno de “Juan y Junior en un mundo diferente” películas tan absolutamente olvidadas como “Gángsters 70”, que fue la que sustituyó al film de Olea, y que vendió en el mismo tiempo 400 entradas más, o como “Dos valientes a la fuerza”, que la precedió y se quedó en 1.400 entradas, o como “Los días del amor”, que también en 7 días consiguió que el público adquiriera casi 2500 entradas. “Una maleta para un cadáver”, cuyo estreno precedió al de las demás, atrajo a los espectadores, la última semana de Junio de 1970, hasta el punto de lograr vender algo más de 2600 entradas, 1.000 más que la película que protagonizaron los ex - Brincos. Aproximadamente un mes más tarde de recalar en Bilbao, el 24 de agosto, el film se proyectó en la sala Lauria de Valencia, manteniéndose otra semanita y consiguiendo esta vez vender 200 entradas menos que en el Gran Vía bilbaíno. ¿Participó Luis Peña en este fiasco, o fue Julio Peña quien gozó de tan dudoso honor? Finalmente, tras efectuar muchas consultas, por aquí y por allá, con la ayuda de un amigo (como predicaron The Beatles en su álbum “Sgt. Peppper’s lonely hearts club band” que se consiguen las cosas), este burgo pudo concluir al fin que quien aparece en el film de Pedro Olea “Juan y Junior en un mundo diferente” fue Julio Peña. Que así conste.

Participaciones en la Edad de Oro de TVE
Entre 1963 y 1970, Luis peña comparece con relativa frecuencia en la pantalla de Televisión Española, siendo su presencia especialmente destacable en 1968, cuando protagoniza un episodio de “Historias para no dormir ”, el titulado “La promesa” y actúa en otro (del que ya hablamos en este weblog con ocasión de la entrada dedicada a Rafael Navarro), “El cuervo”. Se trataba de un voluntarioso y melodramático “biopic” sobre la figura de Edgar Allan Poe en el que nuestro protagonista de hoy encarnaba a su mayor enemigo, un envidioso e intolerante personaje. Además de estas relevantes actuaciones en la exitosa (y mítica) serie original de Chicho Ibáñez Serrador, Luis Peña sumó en 1968 dos intervenciones en la serie de Jaime de Armiñán, “Fábulas”, concretamente en los episodios “Las alforjas” y “El asno y el caballo”. Con anterioridad, había actuado en dos entregas del programa “Primera fila”, en otras tantas adaptaciones a la pequeña pantalla de “Casa de muñecas”, de Ibsen, y de “Proceso de Jesús”, de Diego Fabbri (emitidas ambas en 1964). También actuó en un episodio de la serie de Jaime de Armiñán “Confidencias”, en el titulado “Si me han de matar mañana”, que, dirigido por Pedro Amalio López, se emitió el 6 de junio de 1965 y contó con Antonio Ferrandis, José María Prada y Emilio Laguna, entre otros, para completar su media hora de duración. No faltaron en las actuaciones de Luis Peña para la televisión, participaciones en el inolvidable espacio “Novela”, cuales fueron sus interpretaciones para la serialización de “Roberto, amor mío” (emitida en 1965), y de “Las alas de la paloma” (en 1968). Otras colaboraciones de Luis Peña en los sensacionales espacios dramáticos de la Edad de oro de Televisión Española se sustanciaron en, por ejemplo, la series “Escuela de maridos”, que protagonizara Elvira Quintillá sobre guiones de Noel Clarasó que realizó Ricardo Blasco, que supuso su debut en el medio en 1963, o “Mañana puede ser verdad” (1964), programa firmado por Narciso Ibáñez Serrador, y una de las escasas series de temática de ciencia ficción producidas por la televisión española. También, como la mitad de los profesionales en activo entonces, en España, Luis Peña tuvo un papel en la primera superproducción de la Televisión Española, la serie “Historias de la gente ibérica: Diego de Acevedo”, que, emitida en 1966, dirigió Ricardo Blasco según guiones del historiador y divulgador Luis de Sosa. A través de la figura de su protagonista, un estelar Paco Valladares, se repasaba la historia de España en los cruciales años de la ocupación Napoleónica. Con un elenco irrepetible y grandes dosis de osadía, “Diego de Acevedo” ofrecía al espectador la oportunidad de disfrutar del gran Guillermo Marín componiendo un extraordinario Napoleón Bonaparte, o del inmenso Carlos Lemos en la piel de Carlos IV, Emilio Gutiérrez Caba era un idóneo Fernando VII, y contaban asimismo con oportunidades de lucimiento grandes actores y actrices tales como Fernando Guillén, Gemma Cuervo, Carlos Larrañaga (como Simón Bolívar), Asunción Balaguer, Paloma Valdés, Pablo Sanz, Sancho Gracia José María Escuer, Agustín González, José Sacristán, Carlos Casaravilla, Jaime Blanch, Joaquín Roa, Tomás Blanco, Rafael Navarro, Ángel Álvarez, Manuel Alexandre, Miguel Ángel, Nélida Quiroga, Luis Prendes, y Mabel Karr y Luis Peña, que compartían escena en el episodio de la serie titulado “El rey cautivo”, que se emitió el 20 de diciembre de 1966, a partir de las 21 horas y con una duración de treinta minutos.

Emitida el miércoles 25 de octubre de 1972, una de las últimas colaboraciones de Luis Peña en televisión se produjo en un episodio de la muy exitosa serie “Juan Español”, que protagonizaba Juanjo Menéndez. Con la realización de Gabriel Ibáñez, la serie era original de Emilio Calvo Sotelo, y el episodio en el que actuó Luis Peña fue el titulado “Juan Español, solterón”, que, como todos, se lanzó “al aire” a las diez de la noche, antes del telefilm seriado norteamericano “Los atrevidos”. Con una duración de media hora escasa, se relataba el caso de Juan Español, que alardeaba de su inalterable soltería ante los amigos, los cuales, para darle una lección, le tienden una trampa. Consiguen que una chica se haga pasar por extranjera y que acceda a salir con Juan Español, alegando la misma renuencia al compromiso matrimonial, pero, cuando la cosa se pone seria, cambia radicalmente de discurso. El reparto lo completaban María Luisa San José, Pastor Serrador y Susan Taff. La última interpretación de Luis Peña en Televisión Española data de 1975, año de emisión del “Estudio Uno”, “Curva peligrosa”, adaptación de una obra de J. B. Priestley que le permitió compartir escena con Concha Cuetos, Carlos Ballesteros, Jaime Blanch, Mercedes Borque, Cristina Galbó y Charo Soriano. Con anterioridad, para el mismo espacio había obtenido papel en las versiones televisivas de “Don Juan Tenorio” (la emitida en 1968, donde representó el papel de don Gonzalo de Ulloa y en la que Juan Diego era Don Juan y la guapa María José Goyanes, doña Inés) y de “Un paraguas bajo la lluvia”, obra original de Víctor Ruiz Iriarte en la que actuó una vez más con su esposa, Luchy Soto, al lado de Luis Varela, Tina Sáinz, Jaime Blanch, Carmen de la Maza, Ricardo Merino, Fiorella Faltoyano, José María Escuer, y Tina Sáinz.

Historias para no dormir “La Promesa”
De la producción de TVE en la que intervino Luis Peña ha escogido este burgomaestre comentar el referido episodio de “Historias para no dormir”, como uno de los que ofrecieron a Luis Peña un papel principal, y con el objeto de que sirva de muestra del conjunto de su labor en la pequeña pantalla. La acción transcurre en Renelagh, una población irlandesa, en el año 1840. Luis Peña es W.S. Goodler, el tío y tutor de María, una joven que, habiendo perdido a sus padres, vive bajo su tutela. Regenta un negocio de pompas fúnebres y eso provoca que la de la joven sea una solitaria existencia. El señor Goodler siente un pánico obsesivo a ser enterrado vivo, pues en su juventud sufrió tres ataques de epilepsia, y en su experiencia profesional ha podido presenciar más de un caso de enterramiento prematuro, por lo que obliga a María a prometerle que no le pasará tal cosa a él. Incluso llega a hacerle firmar un compromiso por escrito ante notario (Fernando Lewin) en el que conste que hará certificar su muerte por, al menos, tres médicos, que velará su cadáver un mínimo de dos días con sus noches, que el ataúd empleado en su inhumación será uno especial con tapa de cartón, fácil de romper; que la fosa en la que se depositen sus restos será poco profunda y que la tierra que lo cubra no será apisonada y que no se colocará lápida alguna sobre su tumba.
El personaje de Luis Peña (que, por cierto, y como es norma habitual, bebe mucho) está tan obsesionado que, para asegurarse que su sobrina no descuidará sus deberes por causa de la fuerte impresión que le provoca la visión de los cadáveres, le obliga, en medio de la noche, a irse acostumbrando a la presencia de los cuerpos sin vida, para lo cual la deja a solas con un cadáver toda la noche. La muchacha escapa por una ventana, pero la policía (institución personificada por Estanis González) la lleva de vuelta a casa. El señor W.S. Goodler monta en cólera y reprende con mucha severidad a su sobrina María reprochándole que, por culpa de sus remilgos, se ha visto obligado a contratar a un empleado cuando su sueldo, de ser ella más colaboradora en el negocio fúnebre, se lo podría ahorrar. Más tarde asistimos a una de las habituales revisiones médicas a las que suele someterse míster Goodler. El doctor Johnston (Pedro Sempson), que trata desde siempre a Goodler, sabe de su hipocondría y de su obsesión por el temor a sufrir un ataque cataléptico que le lleve a ser enterrado vivo. Procura disipar tan infundados temores, asegurando que su punto débil es el corazón, un motivo real para ser precavido, y no la catalepsia, ya que los ataques de esta enfermedad los sufrió muchos años atrás. Pero los esfuerzos del doctor Johnston por hacerse obedecer son inútiles. Goodler es incorregible y desautoriza a su médico. Esa noche deben celebrar las exequias de una anciana acaudalada, la señora Rutler, las cuales son muy concurridas. Varias veces, María trata de atraer la atención de su tío, pero éste, atendiendo a los muchos deudos de la difunta, la ignora repetidamente. Más tarde, en la vivienda de los Goodler, enterrada ya la difunta señora Rutler, María le dice a su tío que está convencida de que han sepultado a una persona viva y le convence de que deben ir al cementerio a desenterrarla al instante. Una vez allí, auxiliados por el enterrador (Alberto Fernández), en medio de una copiosa tormenta, se afanan en liberar a la anciana cautiva de su encierro, pues incluso oyen golpes en la tapa del ataúd. Cuando consiguen retirar toda la tierra que cubre la caja mortuoria, los golpes han cesado. Se produce un incómodo silencio. María asegura que han llegado tarde, que la señora Rutler debe haber muerto ya. Entonces, la tapa del ataúd se abre repentinamente y del interior surge bruscamente su ocupante, que lleva sus manos engarfiadas a la garganta del señor Goodler. Fulminado por un ataque al corazón, el señor Goodler pasa a mejor vida, víctima de un complot urdido por su sobrina y por el empleado de las pompas fúnebres (Gonzalo Cañas) que ha suplantado a la difunta señora Rutler, quienes con la complicidad del enterrador, se habían propuesto desembarazarse del incómodo tío y apoderarse de su dinero y de su negocio. Todavía, sin embargo, queda algo por cumplir: la promesa que María había hecho a su tío. La vengativa sobrina consigue que tres médicos certifiquen la muerte del señor Goodler y vela por dos días con sus noches el cuerpo, aparentemente sin vida, de su tío. Pero María sabe que está vivo, como le dice a su cómplice, pues gracias a las atroces prácticas a las que le sometía su pariente ha aprendido a distinguir muy bien la muerte real de la catalepsia, y no le cabe duda de que su tiránico tutor aún vive. En un retorcido desenlace, María termina de cumplir escrupulosamente los restantes puntos de la promesa hecha. Entierra el ataúd (con tapa de cartón) de su tío bajo una fina capa de tierra, de manera que podría salir fácilmente de él si recuperara el sentido, pero añade una particularidad de su cosecha que lo hace totalmente imposible. Ha mandado enterrar la caja boca abajo.
Luis Peña hace en este episodio de resabios “poeianos” una interpretación magnífica, defendiendo los explicativos textos de Ibáñez Serrador con oficio y con destellos de un vivo fuego interior. En clave distinta a la empleada por Ray Milland para su creación de un tipo con la misma problemática en el film de Roger Corman (en este caso sí, de confesada inspiración en la obra del poeta de Baltimore) “La obsesión” (1962), pero igualmente impecable, Luis Peña se luce en su torturada interpretación de su atormentado, despótico y mezquino rol. Su parrafada, aleccionando a su sobrina (a la que ha encerrado con un cadáver), es extraordinariamente convincente, pese a que el texto no lo sea tanto. Paloma Valdés (con quien Luis Peña había compartido escenas mucho más amables ocho años antes en “Vacaciones en Mallorca”), por su parte, en el papel de la aparentemente frágil María, consigue el efecto perseguido por Chicho Ibáñez Serrador de horrorizar mediante el contraste de su delicada presencia con su refinada maldad final.

Dupla con Saura
El estreno de “El jardín de las delicias”, el 5 de noviembre de 1970 en el cine Pompeya de Madrid, estuvo marcado por una ausencia dolorosa. Luchy Soto, su protagonista femenina, fallecía en Madrid el 5 de octubre víctima del mismo cáncer que, detenido por vía quirúrgica en 1963, se le había reproducido en los meses anteriores, convirtiendo a Luis Peña en viudo a los cincuenta y dos años. Al día siguiente a su deceso, la sensacional actriz, que había vivido un año triunfal en el Teatro Español, siendo dirigida por Miguel Narros en “La paz” de Aristófanes, en “El condenado por desconfiado”, de Tirso de Molina, y en “La marquesa Rosalinda”, de Valle Inclán, fue despedida por un concurridísimo séquito formado por innumerables compañeros de la profesión, que la acompañaron desde su domicilio, en el número 17 de la calle Ferraz, hasta la necrópolis de la Almudena. Todavía cosecharía Luchy Soto un nuevo triunfo, más allá de la muerte, obtenido por su soberbia actuación en el film de Carlos Saura, en el que su marido, Luis Peña, contaba con un pequeño papel.
Del cineasta aragonés Carlos Saura Atarés (Huesca, 1932), de cuya carrera profesional se puede afirmar ya que ha superado el medio siglo de duración y que es, sin ninguna duda, una de las más laureadas y reconocidas internacionalmente de todo el Cine Español, quizá no valga la pena extenderse ahora demasiado. Acorde con los tiempos que vivimos, el director cuenta con su propia página web, que enlazo aquí, desde la que se da relación detallada de su trayectoria y obra. Centrándonos en los dos filmes en los que Luis Peña intervino, podemos considerarlos como dos partes de un díptico en las que se mantienen no pocas constantes. La figura central de ambas, el protagonista a quien encarna José Luis López Vázquez en los dos films, puede considerarse como la misma personalidad limitada en cada caso por circunstancias distintas. Si en “El jardín de las delicias”, a su protagonista, Antonio Cano le deja imposibilitado física y mentalmente un accidente automovilístico, al Luis Hernández Fuentes de “La prima Angélica” es un agente más sutil, la represión, lo que ejerce sobre él una influencia de similar capacidad anuladora. En ambos casos y por semejantes caminos, el protagonista revive momentos de su pasado, empleando para ello Carlos Saura arriesgados e innovadores recursos. Casi podría considerarse la primera de las dos películas, en ciertos aspectos, un ensayo de la segunda, que lleva más lejos sus propuestas.
Como ya hemos dicho, en “El jardín de las delicias”, encontramos a su protagonista, Antonio Cano, incapacitado como consecuencia de las secuelas de haber sufrido un accidente automovilístico. Se trata de un hombre de negocios, un industrial de cuarenta y cinco años que dirige la empresa familiar, cuyas riendas ha tomado de don Pedro, su padre (Francisco Pierrá). Antonio ha perdido la memoria y sus capacidades mentales; además, está obligado a utilizar una silla de ruedas para poder desplazarse. Debe ser asistido en prácticamente todas las tareas de la vida, hasta las más sencillas y personales. Sus familiares, que gozan de la buena situación económica que él les ha proporcionado, revolotean a su alrededor tratando de hacerle recobrar la memoria por cualquier medio porque le necesitan para seguir con su elevado nivel de vida. Le someten a ejercicios constantes para que trate de recuperar el uso de su firma, y escenifican para él momentos de su vida pasada tratando de provocarle una milagrosa recuperación de la memoria. Así, por ejemplo, don Pedro, su padre, le pone ante un Atlas geográfico en el que le muestra el mapa de Suiza y, poniéndolos junto a él, le enseña un fajo de billetes y le repite: “Suiza, billetes. Suiza, dinero” en un grotesco intento de hacerle recordar las cuentas secretas con capital evadido que tenía su hijo en el país alpino. No dudan sus familiares en recurrir a su amante, Nicole (Esperanza Roy), la persona que viajaba con él cuando se produjo el accidente, con tal de que recobre la memoria, y su misma esposa, Luchy (insuperable Luchy Soto: fría, dura, sarcástica, amargada, resignada, rebelde) presencia la orquestada escena de cama. Tampoco dudan en contratar a una actriz (Charo Soriano) para que haga el papel de su madre y represente el momento de su muerte. Por su parte, Tony, el hijo de Antonio (Alberto Alonso), escenifica para su padre una de las intolerantes broncas a las que solía someterle. Los amigos y socios del disminuido industrial, tan interesados como los familiares en que Antonio recupere el sentido, contribuyen organizando una partida de caza amañada. El que interpreta Luis Peña, destaca especialmente en el empeño y pone en las manos de Antonio la escopeta para que dispare a una tórtola que le presentan atada con un hilo. Le anima con frases de estímulo, empleando muchos diminutivos, como si le hablara a un niño: “La escopetita, los cartuchitos... Venga, el otro tiro... La manita aquí, como antes... Venga, que se te escapa” Finalmente Antonio acierta al pobre pájaro, lo que le llena de alborozo, pero cuando los perros le llevan la presa, y todo sus amigos se alejan felicitándose y afectando gran satisfacción, Antonio ve el cordaje que había mantenido sujeto al ave. Antonio sólo vive para obtener satisfacciones nimias, sin que parezca importarle nada de lo que le dicen, provocando la desesperación de sus ávidos familiares y socios. Le produce gran satisfacción, por ejemplo, que una criada (Marisa Porcel) le enseñe los pechos, mientras que trata de imponerse a la férrea disciplina a la que debe someterle la enfermera (Mayrata O’Wisiedo) que cuida de él. Las representaciones, se suceden. Se reproduce para él la proclamación de la Segunda República, o los amorosos cuidados que le dispensaba su tía (Lina Canalejas) cuando estaba enfermo de niño (en una escena precursora de “La prima Angélica”). Antonio, en un momento dado, parece mejorar; recuerda el discurso del último consejo de administración que celebró y parece estar en condiciones de presidir otro. Su padre le anima y organiza una nueva reunión directiva en la que los asistentes son, además de Luis Peña, José Nieto, Ignacio de Paúl, Tony Canal, Eduardo Calvo y Antonio Acebal. Tras un intento por parte del personaje de Luis Peña de pronunciar unas palabras de bienvenida: “Antes de empezar, quiero decirte en nombre de mis compañeros, y en el mío propio, lo mucho que nos alegra tu recuperación...”, pero don Pedro se lo impide: “Deje eso. Será mejor ir al grano” Antonio arranca su intervención bastante decidido, pero a los pocos instantes se atasca. El personaje de José Nieto termina la frase que ha dejado interrumpida Antonio, recordando el discurso del año anterior y diciéndole que no están allí para volver a oírlo. El personaje de Luis Peña se levanta y se muestra impaciente y terminante: “¡La asociación! Eso es lo que nos interesa. Queremos saber hasta dónde llegaste en las conversaciones previas”. Antonio trata de justificarse: “Mi cabeza...el accidente” El personaje de Ignacio de Paúl subraya: “Sí, tu desgraciado accidente”. Entonces, el personaje de Tony Canal plantea la inhabilitación de Antonio Cano. Don Pedro trata de defender a su hijo y les recuerda a todos que fue él quien levantó la empresa. “Con sentimentalismos no vamos a ninguna parte”, concluye José Nieto. “Le explicaremos en qué consiste nuestro acuerdo”, dice Luis Peña, dirigiéndose a don Pedro: “Nosotros ya hemos llegado a una decisión colegiada” Y así, sin sentimentalismos, anulan, empresarialmente hablando, a Antonio Cano. Tras esta secuencia, resuelta con especial brillantez, queda alguna otra igualmente memorable, como cuando Luchy intenta reconstruir su noviazgo con Antonio echando mano de “El concierto de Aranjuez” y de un paseo en barca el cual despierta instintos asesinos en Antonio, en lugar de devolverle los sentimientos románticos que su esposa pretendía reeditar. Invocando el título de un clásico de la novela y del cine americanos, Antonio trata de enviar al fondo del lago a su esposa, repitiendo: “¡Una tragedia americana, una tragedia americana!”. Luchy reacciona inconsciente del peligro, tomándose a risa los torpes intentos de su marido de suprimirla. Finalmente, todos los personajes del drama, en un final alegórico, terminan deambulando, con sus miradas perdidas, montados en sendas sillas de ruedas, por el jardín, igual que Antonio, perdidos como él, ensimismados.
“El jardín de las delicias”, un argumento original de Carlos Saura que se desarrolló en un guión que firmó en colaboración con Rafael Azcona, se estrenó el 5 de noviembre de 1970 el cine Pompeya de Madrid, y el 5 de mayo de 1971, en el Alexandra de Barcelona. En el papel de Julia, la hija de Antonio y Luchy, actuó Julia Peña, hija en la vida real de la pareja de actores Luis Peña y Luchy Soto. La fotografía, magnífica, fue del “difícil” Luis Cuadrado, y la música, del maestro Luis de Pablo. Rodada en exteriores del Escorial y Aranjuez, “El jardín de las delicias”, como la mayor parte del cine de Saura, contaba con unas características las cuales siempre benefician extraordinariamente la labor de los buenos actores: un ritmo cadencioso, hipnótico y absorbente, unos diálogos extraordinarios, imposibles de “decir mal” o de que suenen falsos, y el uso (vital para desarrollar debidamente su trabajo) del sonido directo. Luis Peña está francamente bien en el desempeño de su papel, y se le ve especialmente suelto en la escena de la caza, como si se estuviera divirtiendo mucho al hacerla. Pero Carlos Saura le tenía reservado, en un futuro cercano, otro papel, que si bien era de similar extensión, le permitiría lucirse mucho más, el del clérigo, conductor espiritual de los niños víctimas de la Guerra Civil en “La prima Angélica”.
De “La prima Angélica” y de las desgraciadas y anómalas circunstancias que rodearon su estreno en 1974, hablamos ya algo extensamente en la entrada dedicada a Fernando Delgado, actor que tenía un papel destacado en ella, por lo que remitimos al paciente lector a lo allí expuesto. Nos centraremos hoy en la escalofriante, honda, precisa, actuación de Luis Peña en “La prima Angélica”, un discurso, un sermón, una homilía que pronuncia impecable, aplomado y excelso hacia el final del film.
Cuenta “La prima Angélica” el reencuentro de su protagonista, Luis Hernández Fuentes, con su infancia, al regresar a la casa de sus parientes, lugar en el que siendo niño de ocho o nueve años le sorprendió el estallido de la Guerra Civil, lo que le obligó a permanecer allí. En aquel tiempo Luis descubre la atracción por el sexo opuesto y cae fascinado por su prima Angélica. Al reencontrarla, adulta y casada, madre de una niña idéntica a ella misma cuando tenía su edad, Luis revive los momentos decisivos de su infancia. La represión sufrida durante aquellos años de desarrollo de su personalidad se revela claramente responsable de su incapacidad para ser feliz como adulto. Ni siquiera el intento desesperado de su prima por recuperar con él la ternura de otro tiempo consigue hacerle reaccionar. Uno de los momentos que Luis vive nuevamente, al reencontrarse con la vieja escuela donde le (mal)educaron es el de una clase de religión. Luis Peña se encarga de representar el papel del hermano quien, a través de un discurso preciso y penetrante como un bisturí, horada las tiernas conciencias de los niños, llenándolas de temor de Dios y de pánico a morir alejados de Su Gracia. Teniendo en cuenta las palabras de Carlos Saura, dichas en entrevista concedida para el libro antes citado, “El cine español en el banquillo”, en las que aseguraba que: “Pienso que el actor español es instintivo ... les dejo una cierta libertad para ver hacia donde derivan”, y comparando la intervención de Luis Peña en “La prima Angélica” con otros monólogos suyos en películas anteriores (como los de “Tenemos 18 años” y “Ley de raza”) cabe preguntarse hasta qué punto está el actor dirigiéndose a sí mismo cuando, en la piel del religioso docente pronuncia su dramática lección, la cual ha preparado con el auxilio de dos alumnos: uno, al que ha ordenado escribir en la pizarra un uno seguido de infinitos ceros, hasta llenar por completo la superficie del encerado, al otro, llamado Parra, le pide que lea una noticia, según la cual, un niño llamado José Ángel Cerneda, de once años, ha caído abatido por las “asesinas” bombas del bando “rojo” mientras jugaba en el patio de su colegio. Envía a los dos alumnos a su sitio y toma la palabra: “ Una ciudad de la retaguardia, como esta en la que nosotros vivimos. Un colegio, como éste en el que nosotros estamos. Un niño, como vosotros. El niño tiene once años. Está jugando en el patio. Contento, dichoso, feliz, completamente olvidado de que la vida es un bien que la puede perder en un instante. Se oye en el cielo un ronco zumbido. El niño no se inquieta, es más, levanta su mirada curiosa ¡Está tan habituado a ver pasar los aeroplanos! El niño se llama José Ángel Cerneda. Tiene once años. Y yo me pregunto ¿está en gracia de Dios, o ha vivido en el pecado? José Ángel contempla sobre el azul del cielo las diminutas siluetas de los aeroplanos. ¿Cuánto tiempo hace que se ha confesado? ¿Cómo ha vivido, desde su última confesión? ¿Teme a Dios y ha evitado el pecado o por el contrario, en el último instante, ha caído en tentación? El fragor de los motores de los aeroplanos es ya horrible. De pronto, la tierra tiembla, se estremece sacudida por las explosiones. Las bombas siembran el fuego, la destrucción, la mortandad... Una de ellas alcanza a José Ángel Cerneda, de once años de edad, cuando jugaba en el patio del colegio. Destroza su cuerpo, desgarra su carne, deshace su vida. Vosotros, como ese pobre desgraciado, infeliz niño, no pensáis en la muerte. Y sin embargo la muerte puede llegar mañana, esta noche, dentro de una hora...¿Por qué no, ahora mismo? Asomaos un instante a vuestra alma y si estáis en pecado ¡ay de vosotros!, porque el pecado os condenaría al infierno por toda la eternidad... ¡La eternidad! ¿Qué es la eternidad? Contemplad el encerado. Intentad leer esa cantidad en él escrita...Un uno seguido de ceros. Suponed que se trata de años, o mejor de siglos, o mejor todavía, de milenios. Pues bien, cuando hayan transcurrido todos los milenios ahí escritos, no habrá pasado nada más que una milésima parte de un segundo de la eternidad.” Dos palmadas secas y Luis Peña deshace el hechizo hipnótico en el que ha sumido al espectador.

Segundas nupcias y últimas salidas a escena
Excepción hecha de los dos filmes de Carlos Saura, la carrera cinematográfica de Luis Peña estuvo prácticamente embarrancada en dique seco desde 1968 y hasta el final de sus días. Para vergüenza y oprobio de la profesión, tras su pasmosa exhibición en “La prima Angélica”, a Luis Peña tan sólo José María Forqué le dio un papel que interpretar en una película antes en que la parca se lo llevara consigo. Volcado, en consecuencia, en el teatro, y con cada vez más contadas incursiones en televisión, la vida profesional de Luis Peña parecía haberse del Séptimo Arte. No obstante, todavía figuraría su nombre en el reparto de dos nuevos films (aunque IMDB le atribuye hasta cinco intervenciones en otras tantas películas más, cuatro de ellas rodadas tras su fallecimiento y la otra, confundiéndole –una vez más- con Julio Peña, que era quien actuaba en “La casa sin fronteras”). En la primera de ellas, cronológicamente hablando, Luis Peña se interpretaba a sí mismo en un breve parlamento de apenas un minuto. En la última, que sería a la postre, su despedida del celuloide, contribuyó a engrosar el enjambre de personajes que poblaban “Madrid, Costa Fleming”. Para alguien que había despuntado en “Surcos”, “Calle mayor” o en “A tiro limpio”, resultaba un broche barato para su carrera fílmica, algo que difícilmente se podía catalogar de “final feliz”.

Si, profesionalmente, el teatro proporcionó a Luis Peña, en sus últimos años, la mayor proporción de trabajos y éxitos, en la vida, al actor no le faltó el consuelo de una nueva esposa. En 1974, Luis Peña contrajo matrimonio en segundas nupcias con la joven actriz, que trabajaba en la propia compañía del actor, María Teresa Pérez Cortés.

La penúltima película en la filmografía de Luis Peña es una tristísima recopilación de números musicales de nuestro cine seleccionados por su productor, el falangista Eduardo Manzanos, aquejado, al parecer, de un ataque de nostalgia y de cierto grado de desvergüenza que le permitió presentar al público un apresurado refrito de viejas canciones emulando sin ningún “glamour” ni gracia el éxito hollywoodiense de la MGM “Érase una vez en Hollywood” (That’s enternainment, Jack Hailey, 1974). Por desgracia, si las comparaciones en general tienen fama de ser odiosas, en este caso en particular, alcanzan el calificativo de hirientes y hasta sangrantes. Sin ánimo de ofender a nadie, es palmario que las actuaciones de Los Xey, Carmen Amaya, Rafael Farina, Paquita Rico, Antonio Molina, Juanita Reina, Maruja Díaz, María de los Ángeles Morales, Nati Mistral, Lola Flores, Imperio Argentina, La Polaca, Concha Piquer o Imperio Argentina que pueden verse en el film de Eduardo Manzanos, por mucho cariño que se les tenga, no resisten la confrontación con los sofisticados y espléndidos números musicales, brillantemente montados y ejecutados, de la Edad de Oro del género musical hollywoodiense. El argumento racial, patriotero y carpetovetónico a favor de nuestras glorias “folklóricas”, trata de equilibrar la balanza y de atraer a un público concienciado de que, como decía el pasodoble original de Tony Leblanc, “lo que vale es lo español”, pero, lo que no tiene disculpa ni explicación es la pobreza de las presentaciones con las que se introduce cada actuación. Con un presupuesto inexistente, Eduardo Manzanos no trata de disimular que no se ha molestado en elaborar una sola secuencia ni en escribir ningún guión digno de tal nombre. Un elenco extraordinario, integrado por José María Rodero , Lili Murati , Guillermo Marín , Antonio Garisa , José Nieto , José Luis Coll, Luis Sánchez Polack , "Tip" , Alfredo Mayo , Rafaela Aparicio , María Cuadra , Fernando Sancho , Laly Soldevila , Juanito Navarro , Fernando Santos , Juanjo Menéndez , Luis Peña , Juan Luis Galiardo , Trini Alonso , Tony Leblanc , Mónica Randall , Emilio Laguna y José Luis López Vázquez (citados por orden de intervención) parece limitarse a dejarse “atracar” por la cámara, que los toma, en plano fijo, mientras pronuncian su escasamente inspirado “speech”. No obstante, en el caso de Luis Peña, que es quien actualmente nos interesa, nos sirven sus palabras para considerarlas una declaración personal y desencantada de su visión sobre sí mismo y sobre el rumbo que ha tomado su carrera cinematográfica. Invitado por Manzanos a realizar un ejercicio de memoria, Luis Peña parece darse de bruces con sus comienzos en el cine, en la inmediata posguerra, cuando siendo un veinteañero, disfrutaba de los puestos más altos de los repartos de las películas de mayor presupuesto y más promocionadas de las rodadas en España. Tras toda una vida dedicado a la actuación, con la excusa de presentar una canción de Concha Piquer, Luis Peña parece ejercitar el músculo del escepticismo vital, al comparar sus pretéritos años de gloria, cuando actuaba al amparo de CIFESA, con sus intervenciones en películas prácticamente marginales, apenas vistas, y que en muchos casos dirigieron profesionales oscuros, inexpertos o llamados a desaparecer. Cierto desencanto aflora a la frente marchita de Luis Peña en sus palabras, cuando, mirando a la cámara pregunta: “¿Ustedes recuerdan “¡A mí la legión!”, “Harka”, “Porque te vi llorar”? ... Algunos las recordarán, otros habrán oído hablar de ellas, otros...¡nada! Pues todas estas películas, intervine yo en ellas. Estaba contratado yo entonces con CIFESA. Era la época gloriosa del cine español. Puede decirse que estuve siempre delante de las cámaras. No me cansaba nunca. Así pasé mi juventud. Pues en aquella época, la cantante más conocida, la que arrastraba a las masas era Conchita Piquer. Me hubiera gustado mucho trabajar con ella, pero no tuve ocasión. Y ahora, al cabo de los años, tengo el placer de poderla presentar en “La Dolores”. Sí, debió ser un placer presentar a doña Concha, pero... cierto sabor ácimo destilaba el convencimiento de que el público ya le había olvidado. Volviendo a la consideración que, en términos generales, merece “Canciones de nuestra vida”, digamos que tiene el dudoso mérito de convertir, por contraste, en pura obra maestra la posterior “Canciones para después de una guerra”, documental, este sí, valioso y meritorio de Basilio Martín Patino, que logró estrenarse, y con un éxito más que remarcable, a finales de 1976.
“Canciones de nuestra vida” se estrenó el 24 de noviembre de 1975, en los cines Progreso y Royal, justamente cuatro días después de que el dictador Francisco Franco expirara. Cinco meses más tarde, el 26 de abril de 1976, en el madrileño cine Capitol se estrenaba la que sería última película en la filmografía de Luis Peña, la cual, como no podía ser de otro modo, dirigió José María Forqué. Nos referimos a “Madrid, Costa Fleming”. Adaptación de la novela homónima (publicada en 1973) de Ángel Palomino, un autor que disfrutó en el periodo del tardo-franquismo y la Transición, de cierta popularidad, por su presunta audacia temática (astuto jugueteo con los límites de la permisividad censora, aprovechando en su beneficio el deseo del público por explorar “lo atrevido”, “lo verde”, o “lo picante”, pero sepultándolo bajo toneladas de moralina), “Madrid, Costa Fleming” (nos referimos ahora a la película) se beneficia del innegable oficio de su director y de un reparto tan extenso como variopinto, que reunía, en la trama de la novela original (adaptada por Hermógenes Sanz y convertida en guión por él mismo y el propio director) de naturaleza coral y resabios de sainete, a un elenco que encabezaban Juanjo Menéndez, Ismael Merlo, Tomás Zori, África Pratt, Claudia Gravi, Silvia Tortosa, Agustín González, Mari Carmen Prendes, Paco Cecilio, Alfonso Gallardo, Mari Carmen Yepes, Verónica Forqué (quien,pese que había hecho lo que prácticamente era una figuración en “Mi querida señorita”, debutaba como actriz) y, en un papel de cierto dramatismo, Rafael Arcos (por aquel entonces desesperadamente enamorado de Silvia Tortosa, por cierto) y Venancio Muro, quien, desgraciadamente, falleció pocas semanas antes del estreno del film. En “Madrid, Costa Fleming” se trataba de retratar un cierto sesgo de la sociedad “moderna” en torno a los novísimos bloques de apartamentos y al tipo de convivencia que generaban, dando acomodo a locales de nefasta reputación, a alcobas indecentemente frecuentadas, a delincuentes de “nueva ola”, a empresarios ávidos de negocios rápidos y de desahogos inconfesables. Así, se relataban las actividades de las prostitutas Maruja, Sonia y “La Otero”, mientras que se describían las maniobras comerciales del constructor Don Felipe, o los trapicheos del joven Florencio vendiendo drogas y falsas píldoras anticonceptivas en un bar, o las andanzas del moralista señor Matallana, o las tribulaciones de la joven pareja formada por un arquitecto novel, Paquito y su novia, Choni, ingenua vendedora de pisos, compañera de Yuli, quien hace valer sus encantos para lograr mucho mayor número de ventas, o del clérigo exclaustrado Sebastián Cerón, quien precisa una dispensa para desposarse con Margarita.
Afortunadamente para Luis Peña, su prosperidad no dependía de los trabajos que el cine le ofrecía. Fue en los escenarios, efímeros depósitos de gloria, donde Luis Peña desarrolló su actividad de manera necesaria y cotidiana. A lo largo de las décadas, y tras la disolución de la compañía que formara junto a su esposa y su suegra, Luis peña actuó, como hemos visto en un capítulo anterior, en los Teatros Nacionales y en la compañía de Conchita Montes. Titular, con posterioridad, de su propia compañía, Luis Peña representó preferentemente obras de voluntarismo comercial, en la línea de otros galanes maduros de su generación, como Alberto Closas o Ismael Merlo. Así, podemos registrar en estas líneas, títulos en su carrera teatral tales como “La señora recibe una carta”, obra de Víctor Ruiz Iriarte, estrenada en septiembre de 1967 en el teatro de La Comedia que, dirigida por su autor, contó con un reparto excepcional encabezado por Fernando Rey, Elisa Montés, el propio Luis Peña, y Manuel Díaz González, y completado por Mabel Karr, Ana María Morales, Conchita Goyanes y Lorenzo Ramírez; o como “Manzanas para Eva”, adaptación al castellano por parte de Víctor Ruiz Iriarte de varios cuentos de Chéjov escenificados por Gabriel Arout, que se estrenó el 20 de febrero de 1970 en el teatro Valle Inclán de Madrid, protagonizada por María José Goyanes, Pedro Osinaga y Margarita García Ortega, con una colaboración especial de Luis Peña. También cosechó un gran éxito representando la crítica obra de Ana Diosdado, “Usted también podrá disfrutar de ella”, que protagonizada por María José Goyanes, Mercedes Sampietro, Fernando Guillén y Emilio Gutiérrez Caba, se estrenó en el teatro Beatriz el 22 de septiembre de 1973, logrando mantenerse muchos meses en cartel. Como culminación de su trayectoria por los escenarios de toda España, es obligado referirse a la obra que supondría su postrer triunfo y su máximo empeño sobre el escenario, “Equus”, conocidísima comedia de Peter Shaffer cuyas inusuales exigencias físicas bien pudieron precipitar el brusco y fatal declive de sus fuerzas. Protagonizada excepcionalmente por José Luis López Vázquez (Madrid, 1922-2009), que volvía al teatro tras ocho años de ausencia (regreso que le valió un sueldo diario de más de veinte mil pesetas, lo que resultó escandaloso en su momento, y cuya publicidad motivó el disgusto del actor (cuestiones ambas que hoy pueden resultar irrisorias), fue “Equus” el primer (y brillante) montaje que dirigió Manuel Collado Sillero (y no Manuel Collado Álvarez , como erróneamente afirma “El Teatro Español (de la A a la Z), Espasa Calpe, 2005) y supuso un triunfo de los más sonoros desde su estreno, en el teatro de la Comedia, el 3 de octubre de 1975. Muy comentada por sus osados desnudos (que la censura se encargo de que no fueran tan integrales como se pretendía), la comedia la estrenaron, junto a López Vázquez y Luis Peña, Margott Cottens, Ana Diosdado (en una colaboración que supondría su presentación como actriz), María José Goyanes, Manuel Sierra y Juan Ribó, quien, tras un ataque de divismo que le llevó a exigir un sueldo superior (de las 3500 pesetas diarias que cobraba, quiso alcanzar de golpe un “caché” más cercano al de José Luis López Vázquez), fue sustituido por Manuel Ángel Egea, a los pocos meses del estreno, en el papel de “Alan”. Se cuenta en “Equus” el caso clínico del joven Alan Strang (Juan Ribó), que cree ser un caballo. El médico que le trata (José Luis López Vázquez), le somete a psicoanálisis. Visualizamos las ideaciones equinas del joven mediante la vigorosa mímica de un actor que representa al caballo (Manuel Sierra), así como vemos a otros seis miembros de la manada de cuadrúpedos (entre los que se encontraba Enrique del Pozo, el ulterior famoso componente del dúo “Enrique y Ana) en un escenario que fue radicalmente reformado para dar lugar al espectáculo. Fundamental importancia tienen los papeles de los padres de Alan, Dora y Frank (Margott Cottens y Luis Peña), responsables, en alguna medida, de la desorientación vital del joven, por su convivencia tensada por el hecho de ser ella muy religiosa y él, un ateo. La obra se constituyó en un éxito seguro, que se mantuvo en cartel durante años. El papel del psiquiatra que había interpretado José Luis López Vázquez lo hizo posteriormente Francisco Piquer, mientras que en Barcelona, lo representó Fernando Guillén. A Luis Peña, a quien cuando la enfermedad que lo condujo a la muerte el 29 de marzo de 1977, ya no le permitió continuar trabajando le encontraron sustituto para el papel de Frank Strang en Pedro del Río, mientras que en Barcelona, su papel lo obtuvo Alberto Bové. Las desavenencias que habían provocado la ruptura contractual en 1976 entre Manuel Collado y Juan Ribó quedaron, por cierto, resueltas con el paso del tiempo y Juan Ribó recuperó el papel de Alan Strang para el montaje de la obra que se estrenó en la Ciudad Condal.

Epílogo
De Luis Peña bien podría decirse que nació en un escenario. Su vida, que no llegó a prolongarse más allá de lo que suele considerarse la “edad madura”, al ser segada por el cáncer el 29 de marzo de 1977, cuando sólo contaba 58 años de edad, estuvo enteramente dedicada a la actuación. Desplegó su oficio, desde la más tierna infancia, sobre las tablas del escenario, en los platós de los estudios y de la televisión, y también en las cabinas de la radio (medio en el que escenificó casos policíacos, de la mano del locutor José Luis Pecker). Tuvo oportunidad, en las pantallas de las salas cinematográficas, de ocupar el emplazamiento estelar del galán incorruptible, la tortuosa senda del villano aquejado de flaquezas, y hasta el rincón del fantoche más indigno. Lo mismo fue pieza clave, en películas llamadas a destacar en festivales internacionales, que mero accesorio en films modestísimos, ignotos, que nunca se estrenaron o lo hicieron formando inconfesables parejas con otros igual de oscuros en garbanceros programas dobles. Y Luis Peña siempre mantuvo, por encima de sus debilidades, más allá de su fama de “difícil” y de bebedor, junto a una capacidad titánica para emocionar, la enorme dignidad de su trabajo, y la impronta innata del profesional.

Bibliografía: Retomo aquí la sana costumbre de hacer constar el título de los libros consultados (y no citados en el texto) para la confección de la entrada.
“Catálogo del cine español. Películas de ficción 1941-1950”, Ángel Luis Hueso (Cátedra / Filmoteca Española), “Cita en Hollywood”, de Juan B. Heinink y Robert G. Dickson (Colección Cinereseña, Ediciones mensajero, 1990), “En cuerpo y alma” (Luis Escobar. Memorias de Luis Escobar. Temas de hoy, 2000), “El cas CIFESA: vint anys de cine espanyol (1932-1951) (Félix Fanés, Ediciones Filmoteca Valenciana, textos, 1989), “El cine en 1943” (Editorial Instituto Samper, 1943), “Historia Universal del Cine” de Editorial Planeta, “Fernando Rey” (Pascual Cebollada, Centro de Investigaciones Literarias Españolas e Hispanoamericanas, 1992), “Memorias del cine español” (Diego Galán, Tele-Radio, 1981), Teatro Español 1958-1959 (Aguilar, 1960), “El cine español en el banquillo” ( Antonio Castro, Fernando Torres, Editor, 1974). “Brumas del franquismo”, de Francesc Sánchez Barba (Universitat de Barcelona, 2007), “Y todavía sigue” (Juan Antonio Bardem, Ediciones B, 2002). Cineastas aragoneses, de Javier Hernández Ruiz y Pablo Pérez Rubio (Ayuntamiento de Zaragoza, 1992), “Paco Pérez Dolz. El camí de l’ofici” (Ferran Alberich, Filmoteca de Catalunya, 2007), “Francisco Macián. Els somnis d’un mag” (Jordi Artigas, Filmoteca de Catalunya, 2005), « Los cómicos. Los que fueron a Hollywood. Los años de la posguerra” (Manuel Román, Royal Books, 1995).

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