Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

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Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

miércoles, noviembre 18, 2009

La majestuosa Irene López Heredia

Si efímera es la gloria del actor cinematográfico o televisivo, por mucho que la celebridad lo cerque en dorada jaula o la fama lo meza con deleitoso son, cuánto más pasajera es la devoción que por los dioses y diosas del escenario se despierta en la audiencia. Cosechadores de atronadores salvas de aplausos de anteayer, apenas ayer mismo han caído en el olvido. Así, por citar un ejemplo que el azar ha traído a la atención de este burgomaestre, sucede con el extinto esplendor de una gran dama del teatro español, Irene López Heredia, nacida en 1889 en la localidad murciana de Mazarrón (la del crimen origen de la genial película de Fernán-Gómez, “El extraño viaje”) y fallecida en Madrid el 10 de octubre de 1962, tras culminar una gloriosa carrera de éxitos teatrales.

Es la figura de Irene López Heredia tan majestuosa, solemne y vertical como sonoro su propio nombre. Nos contempla con expresión altiva, de semi-diosa esculpida en una columna jónica, desde esta fotografía extraída del film estrenado en 1935, “Doce hombres y una mujer”, que dirigió Fernando Delgado y en el que era adorada por Gabriel Algara, José Baviera, Antonio Martínez, José Bruguera, Rafael Medina, Modesto Cid y Mariano Asquerino, con quien la actriz contrajo matrimonio en la vida real. Antes había formado pareja artística y sentimental con Ernesto Vilches, el actor catalán (nacido en Tarragona en 1879) con quien formó compañía en 1927 y con quien a lo largo de quince años, entre, aproximadamente, 1915 y 1930, había consolidado su imagen deslumbrante de elegancia ultraterrena en obras tales como una adaptación de “El fantasma de Canterville” y “El abanico de Lady Windermer”, ambas de Oscar Wilde, “Lady Frederick”, de Somerset Maugham, “Cándida”, de Bernard Shaw, o “La noche del sábado” de Benavente. Procedente de sus contratos en las compañías de Simó Raso, Tallaví, y María Guerrero, la joven Irene López Heredia alcanzó junto a Vilches el estrellato incontestable de las bambalinas. La relación entre ambos, dinamitada en lo personal por la casquivana efervescencia del actor, quedó truncada a renglón seguido en lo profesional. Pronto Irene atrajo para sí la atención de otro seductor de los escenarios, el elegantísimo y aristocrático Mariano Asquerino (curiosamente, también tarragonés –de Reus- aunque diez años más joven que el señor Vilches), con quien inició un nuevo periodo de su carrera profesional, en el que amplió sus registros dramáticos en obras como la esperpéntica sátira “Farsa y licencia de la reina castiza”, de Valle Inclán, el 3 de junio de 1931, en el teatro Muñoz Seca; un reestreno de la “La malquerida” benaventiana, una adaptación de “Nada menos que todo un hombre”, de Unamuno, o “Judith”, de Frederik Jovel, o la comedia que le valió un sobrenombre por el que fue muy popular y con la que ganó mucho dinero, “La Papirusa”, de Leandro Navarro y Adolfo Torrado. Concluida su relación con el padre de María Asquerino, Irene López Heredia continuó el tránsito de su devenir artístico exhibiendo en todo momento una aplastante dignidad, que la llevó a estrenar en los años de su madurez, por ejemplo, varias obras originales del nobel Jacinto Benavente, cuales fueron "La última carta", comedia en tres actos que fue estrenada en el teatro Alcázar de Madrid el 9 de diciembre de 1941, representando en ella el papel de la protagonista "Lidia", con Mariano Asquerino como el oponente masculino, el "Príncipe Gustavo". Siete años más tarde, el 30 de septiembre de 1948, en el teatro Fontalba se alzó el telón para estrenar "Divorcio de almas", otra comedia de don Jacinto en tres actos en la que doña Irene representó el papel principal, "Matilde”, con Antonio Prieto, como primer intérprete masculino, en el papel de "Andrés". Dos años después, en el escenario del Lope de Vega de Valladolid, concretamente la noche del 23 de octubre, se representaba por vez primera "Tú, una vez, y el diablo, diez", con Irene López Heredia actuando como la protagonista,"Lena Reinoso". Todavía, el 26 de febrero de 1953 estrenará una nueva obra de Benavente, el drama histórico ambientado en Nueva España, en el siglo XVII, escrito en un prólogo y dos actos, titulado "Almas prisioneras", en el teatro Álvarez Quintero (antes Fontalba), desempeñando en la función el rol de "Laurencia", compartiendo protagonismo con la sobrina de la mítica María Guerrero, del mismo nombre, como "Isabel", y con el gran Carlos Lemos, que hacía el papel de "Don Martín". Pero no sólo de obras del autor de “Los intereses creados” se nutrió el mito de la gran actriz. Por aquellos años cuarenta, representó con gran éxito los principales papeles de obras tan reconocidas como “Seis personajes en busca de autor”, de Luigi Pirandello, el shakespeareano “Así es, si así os parece”, o la reposición de “Campo de armiño”, de Benavente, además de “La sombra”, drama de Dario Nicomedi en el que interpretaba muy meritoriamente a una paralítica, y de “Hedda Gabler”, de Ibsen.

La grandeza de “la López Heredia” tuvo escaso acomodo en el medio del celuloide. En el cine silente tan sólo un film contó con su concurso, “El golfo” (1917), que dirigió José de Togores sobre una idea argumental de Ernesto Vilches, “partenaire” entonces, en la vida y en la escena (también en el film) de Irene López Heredia. En el reparto, un juvenil Manuel Arbó, el padre de los Ozores, don Mariano, y la abuela de los Gutiérrez Caba, Irene Alba. Hay que dar un salto de diecisiete años para llegar a la siguiente película en la filmografía de la dama que hoy nos ocupa, la antes citada “Doce hombres y una mujer”, que se anunciaba, en plena Segunda República Española con el engañoso reclamo de ser la presentación de la actriz en la pantalla. Para ponerse ante las cámaras nuevamente, Irene López Heredia hubo de esperar más de veinte años, al cabo de los cuales tuvo la oportunidad de ser dirigida nada menos que por el gigante Welles en la interesante “Mr. Arkadín” (1955), coproducción hispano-suiza en la que incorporaba el papel de la señora de Martínez, esposa del general Martínez (un abotargado y silencioso Manuel Requena), uno de los decisivos pasos en la investigación que el protagonista (Bob Harden) desarrollaba, en pos de desentrañar el misterio de Gregory Arkadin. El film reunía en su reparto a primeras figuras del teatro español, como Amparo Rivelles y nuestra protagonista de hoy con actores tan espléndidos como el británico Michael Redgrave, el camaleónico Akim Tamiroff y el propio Orson Welles. Estrenada en mayo de 1958, “Buenos días amor” ( Amore a prima vista, según su título italiano) fue la siguiente película en la que participó doña Irene y una de las primeras que dirigió Franco Rossi, con un reparto encabezado por Walter Chiari, Isabelle Corey, Rubén Rojo e Yvonne Monlaur. En noviembre de 1959, cuando se produjo el estreno de “De espaldas a la puerta”, la última ocasión en que Irene López Heredia brindó su arte interpretativo al escrutador ojo de la cámara, ya había triunfado, en mayo de 1957, en el Teatro Eslava en el seno de la compañía dirigida por Luis Escobar, en la representación de la adaptación de “La Celestina” de Fernando de Rojas (en versión de don Luis y de Humberto Pérez de Ossa), y que la llevó a cosechar aplausos después tanto en teatros de Madrid como de Barcelona y hasta de París. En su último film, que dirigió José María Forqué, una trama melodramática de fondo policial (o una trama policial de fondo melodramático) original de Luis de Arcos, Irene López de Heredia, que venía de representar a la inmortal Celestina del Renacimiento encabezando un reparto que completaban María Dolores Pradera (como Melibea), Guillermo Marín, José María Rodero, Javier Escrivá, Ebe Doany y Laly Soldevila, componía una escalofriante “madame” de burdel transmutado en pudibundo cabaret llamado “La ratonera dorada”. Daba un paso de cuatro siglos para conmutar la alcahueta por la "Madame". En ese tránsito le acompañaron, junto al competente inspector de policía don Enrique, que componía Luis Prendes, auxiliado por el agente Emilio Arévalo, a quien daba vida el llorado José Luis López Vázquez, una feroz Emma Penella, una debutante María Luisa Merlo, y unos siempre brillantes Luis Peña, Félix Dafauce, Carlos Mendy y José Marco Davó. Los anteriormente citados completaban con Lola Lemos, Emilio Rodríguez, Víctor Fuentes (acreditado como Victorico Fuentes), Roberto Llamas, Adriano Domínguez, María del Valle y Pilar Muñoz, entre otros, el reparto de un film en el que Irene López Heredia tenía la oportunidad de actuar al lado de su vástago, José María Vilches López, fruto de su unión con Ernesto Vilches, quien había fallecido, por cierto, atropellado por un automóvil en Barcelona el 8 de diciembre de 1954, adelantándose casi tres años exactos al deceso del otro hombre importante en la vida de Irene López Heredia, Mariano Asquerino, quien dejó este mundo el 12 de diciembre de 1957 desde la capital de España, ciudad que daba título, precisamente, a su último film, “Historias de Madrid” (Ramón Comas, 1957) cuyo estreno no le halló ya entre los vivos.

Entre abril de 1958 y marzo de 1960, Irene López Heredia protagonizó sobre el escenario del Teatro Español las más renombradas obras del repertorio clásico dirigida por José Tamayo, siendo la última de esas representaciones la del montaje de “Los intereses creados” que sirvió de homenaje póstumo a su autor en beneficio de la construcción de un monumento a su memoria, a la cual nos referimos con ocasión de la entrada dedicada a Manuel Díaz González, que también tenía un papel en la función. El resto de las piezas en las que actuó fueron los dos “Don Juan Tenorio” correspondientes (el de 1958, con Carlos Lemos, y el de 1959, con Luis Prendes, de quien habíamos comentado aquí otro “Don Juan”, el del 57), el “Enrique IV” de Pirandello, con Elisa Montés y Carlos Lemos, “La visita de la vieja dama”, de Dürrenmatt, (obra que, al decir de la crítica de la época, parecía escrita pensando en ella, de acertada que estuvo en su labor) con Luis Prendes, Antonio Ferrandis, José Bruguera, Carlos Ballesteros, y Gemma Cuervo; “El teatrito de don Ramón” de José Martín Recuerda (a la que también hicimos referencia en la entrada, antes aludida, dedicada a Manuel Díaz González), el premio “Lope de Vega” de 1957, “La Galera”, de Emilio Hernández Pino, “Los encantos de la culpa”, de Calderón de la Barca, y “La Orestiada”, versión de José María Pemán y Francisco Sánchez-Castañer, de la tragedia de Esquilo, que contó con un numerosísimo reparto integrado por la compañía al completo del Teatro Español. Fueron estas dos temporadas en el teatro nacional la culminación de una carrera gloriosa que todavía, y a pesar de la enfermedad que apagaría su llama, todavía conocería un momento de lucimiento en las representaciones de “Gigi”, junto a Nuria Espert, luchando ya contra las lacras del mal que la estaban minando, que le dificultaban el habla y la acción.

Hoy nos ha asaltado una imagen de pasada grandeza, desde las páginas de una vieja revista (el Cinegramas número 29, que se publicó el 31 de marzo de 1935), que nos ha animado a trazar esta rápida semblanza. La imagen era la de una gran dama del teatro que pese a alzarse triunfante y espléndida con imponente gracia etérea sobre los escenarios durante más de cuatro décadas, difícilmente es hoy recordada por un puñado de curiosos. Algo de injusto debe haber en esto. O quizá no. Quizá se trata tan sólo de que va todo demasiado deprisa en este absurdo carrusel de la escena y de la vida.

PD: Del film postrero de doña Irene, “De espaldas a la puerta”, hablaremos más detalladamente en una futura entrada prevista que estará dedicada a uno de los integrantes de su reparto, el extraordinario Luis Peña. Antes, no obstante, este burgomaestre se compromete a completar la entrada dedicada a José María Tasso, cuya tercera y última parte está en proceso de construcción.

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domingo, noviembre 08, 2009

A la cumbre por el flequillo: José María Tasso, "Tachuela" (2ª parte)

Teniendo muy presente

la dolorosa ausencia

del gran López Vázquez...

continuamos con el repaso a la trayectoria vital y profesional de José María Tasso, con esta segunda parte de una entrada que, como dijimos, está dedicada al buen amigo de este weblog, Carlos Aguilar

Presente en grandes éxitos (1961-1964)

En la entrega anterior de esta entrada dedicada a José María Tasso, describimos (con más voluntad que acierto) los primeros pasos del joven actor en la vida y en la profesión que le hizo célebre. En el periodo tratado de su carrera profesional, entre 1957 y la mitad de 1961, pudimos dar cuenta de sus primeras intervenciones en la pantalla, a menudo en papeles anecdóticos, episódicos e irrelevantes, a través de los cuales, no obstante sus características descritas, José María Tasso fue multiplicando su afable y desgarbada presencia, logrando hacerla habitual al público y útil a los directores y productores que siguieron contando con él, especialmente para proyectos inscritos en el género cómico – festivo, destinados a una audiencia familiar. Con el estreno del film “Ha llegado un ángel”, que dirigió Luis Lucia y del que hablaremos un tanto a continuación, se produjo un punto de inflexión decisivo en la carrera de José María Tasso y fue su puerta de acceso definitiva a la eternidad del pequeño olimpo del cine español.

A todo tren en “Ha llegado un ángel”

En 1960, el éxito del lanzamiento de una niña malagueña llamada María José Flores González había sido rotundo. Marisol había deslumbrado, desde su debut en “Un rayo de luz”, como la nueva Shirley Temple, a un público deseoso de idolatrar a aquella niña resalada, guapa y alegre, que cantaba con toda el alma (y aún un poco más) y que transmitía a la audiencia tan buenas sensaciones. Su descubridor, Manuel José Goyanes, que la secuestró, prácticamente, de su modestísimo ambiente familiar, el productor Benito Perojo, y el director destinado a dar una versión fílmica de la adorable niña real preexistente, Luis Lucia, redoblaron sus esfuerzos, aliándose con Cesáreo González (que únicamente se había encargado de la distribución de la primera), en su segunda aventura fílmica al servicio del fenómeno Marisol. El material literario, encargado en esta ocasión a José Luis Colina (con participación del ubicuo Alfonso Paso como dialoguista) representó una apuesta segura, y se puso al servicio de un reparto que superaba en solidez y prestancia al del film precedente. Para arropar a la niña prodigiosa se contó con una gran figura del teatro cómico español, como Isabel Garcés, que se reveló el complemento ideal para los encantos de Marisol, con un profesional tan solvente como José Marco Davó, otro primer actor dotado de grandes excedentes de aplomo y suficiencia, con la veterana, protagonista del cine mudo, Ana María Custodio, y hasta para papeles de escasa relevancia se echó mano de profesionales tan cualificados como el excelente y experimentadísimo José Orjas, el sobrio Jesús Puente o los jóvenes Carlos Larrañaga (que accedió al estrellato, por motivo de cuna, desde “Pequeñeces”, que dirigió Juan de Orduña), el atlético Francisco Vázquez, que dejó su profesión de delineante para actuar en el cine, la guapa Raquel Daina y un largo etcétera que iremos mencionando en el comentario del film. Inmerso en este sensacional despliegue, José María Tasso contó con sus minutos de gloria, participando activamente del brillo cegador de la rampante estrella, Marisol.

Arranca “Ha llegado un ángel” a ritmo vivo, sin preámbulos, con la interpretación en un vagón de tren de una marchosa canción a cargo de Marisol y de un improvisado conjunto músico vocal formado por un grupo de estudiantes. En el grupo, ocupando un lugar destacado, encontramos a José María Tasso, junto al “gafitas” José Moratalla, al apuesto Jaime Blanch (a quien Luis Lucia descubrió para hacerle protagonizar su exitosa “Jeromín”, ocho años antes), a Juan Ignacio Galván, que hace el papel de Carlos, el empollón tímido del grupo, a Tony Hernández, y a dos o tres jóvenes más a los que no he podido identificar. La niña se encuentra en ese tren de viaje desde su Cádiz natal donde ha quedado huérfana de su padre, Enrique, con quien vivía sola, y se dirige a Madrid para reunirse con su tío Ramón (José Marco Davó) y su familia. Se separa de los estudiantes, que la han “adoptado” como amiga y, tras encontrarse con un chavalillo desarrapado, al que recoge (Cesáreo Quesadas “Pulgarcito”), llega a casa de sus tíos. El panorama allí es poco halagüeño. Sólo la criada, Herminia (Isabel Garcés), una gallega madurita, muy dulce, recibe a la niña con ternura. Su tío es un hombre abstraído en sus negocios, anulado su carácter por su dominante esposa, Leonor (Ana María Custodio). Sus primos, mal educados por su padres y mal influenciados por la repelente amiga de Leonor, Casilda (Mercedes Borque), son Javier (Carlos Larrañaga, que simultaneaba el rodaje de esta película con el de “El pequeño coronel”, al lado de otra criatura prodigiosa, Joselito), el mayor, que anda en negocios poco claros; Rosario “Churri” (Ángeles Macua), una jovencita que monopoliza el teléfono y que se ve con un hombre hecho y derecho (Jacinto Sanemeterio), con fines poco honestos; el siguiente, Jorge (Francisco Vázquez), es un muchacho atlético sin más ocupación que ejercitar su físico, y por último, Pili (Pilar Sanclemente, quien, por cierto, tenía dos hermanos –Lydia y Fernando- también dedicados a hacer películas y que, dicho sea de paso, fue pareja de Antonio Gades antes que la propia Pepa Flores), una niñata insoportable que constantemente trata despectivamente a Marisol. El encaje de la recién llegada en este quebrantado hogar, siguiendo moldes de precedentes tan ilustres como el de la relativamente reciente y cercana “Balarrasa” (José Antonio Nieves Conde, 1951), significará la reestructuración y saneamiento de la familia, que encontrará en la sana alegría y el buen fondo de Marisol el bálsamo reparador que haga reaccionar al débil “pater familias” y que enderece el rumbo del hogar. Cuando especialmente se complican las cosas, y la amenaza de la ruina económica se hace presente, Marisol interviene de diversas maneras, acudiendo al rescate de Ramón y de su primo Javier, que se juegan, respectivamente, el desprestigio profesional y la cárcel. Con la ayuda de la banda musical formada por sus amigos los estudiantes, Marisol participa en un concurso televisivo patrocinado por los Colchones Baldex (Colchón Baldex, cada hora de sueño vale por “trex”). Sólo se alza con el segundo premio, superada por una tal María Luisa Cortés, que canta “cosas serias”, pero no por eso la rabisalsera chiquilla se amilana y termina triunfando en el cine, a las órdenes de un director a quien da vida Jesús Puente y a quien asiste un ayudante con las facciones de Francisco Camoiras. Restablecida la prosperidad económica y disipado el riesgo del encarcelamiento de Javier, también el problema de Churri queda igualmente resuelto cuando se pone de manifiesto que Manolo, su maduro admirador, es un hombre casado padre de cuatro o cinco vástagos, pasando a encauzarse las ternuras amorosas de Churri en dirección al cándido Carlos. Hasta llegar al reconfortante final feliz, “Ha llegado un ángel”, además de servir de marco a un ramillete de pizpiretas canciones del maestro Algueró (entre las que destaca netamente “Estando contigo”, que Conchita Bautista convirtió en un éxito popular, y que en la película interpretan Marisol y el conjunto de estudiantes vestidos con elegantes “blaziers”) dio oportunidad a José María Tasso de intervenir repetidamente, sobresaliendo con su simpatía y con su singular efigie entre el resto de componentes del conjunto estudiantil, llegando, incluso, a protagonizar una intervención televisiva del grupo adoptando el rol del solista. En otro momento de la acción, animado por la estimulante Marisol, actúa para ablandar al “hueso” de la facultad, el temible don Leonardo (Julio Sanjuán). Es postulado como “el más gracioso” del grupo y propuesto para contarle un chiste al áspero catedrático. Tasso trata de zafarse alegando: “¡No, si yo soy tonto…!”, pero no le sirve de nada. Fracasa en su intento de hacer reír a don Leonardo, pero consigue, en cambio, que éste se anime a contar, a su vez, algún chiste.

El resto del año del ángel: “Festival” y “Los pedigüeños”

Estrenada igualmente en 1961, concretamente, el 9 de noviembre, en el madrileño cine Callao, la coproducción con Alemania (República Federal), “Festival”, que dirigió César Fernández Ardavín (con el auxilio de un ayudante con categoría de director, Joaquín L. Romero Marchent), contuvo un papel destacado para José María Tasso. Se trataba de una película de presupuesto muy modesto, rodada en blanco y negro (una modalidad que en la española se mantuvo más arraigada que en las cinematografías del resto de los países, por imperativos económicos), protagonizada por la jovencísima bailarina húngara Judith Dornys (quien, nacida en Budapest en 1941, completaría una muy breve carrera en el cine) y el suizo Paul Hubschmid (Schönenwed,Suiza, 20-7-1917, Berlín, Alemania, 31-12-2001). Ambientada en San Sebastián, durante el transcurso de su festival internacional de cine, se nos cuenta la estancia en una residencia de verano de la protagonista, Rosemarie (Judith Dornys) que persigue a la estrella de la pantalla Jack Lambert (Paul Hubschmid), quien presenta film en el certamen que se está celebrando en la ciudad donostiarra. Interesándose, por distintos motivos, por la chica y por la estrella de cine, se encuentra Joaquín, un periodista a quien da vida el joven galán español Julio Núñez, a quien acompaña Javier, el reportero gráfico a quien encarna José María Tasso, en un papel que ya tenía más que ensayado y que, como veremos, repetirá todavía un par de veces más, en el futuro. Contando, en la parte española del elenco, con las prestaciones del entrañable José Álvarez “Lepe”, del distinguido Pedro Rodríguez Quevedo, del humorístico Joaquín Portillo “Top”, del correcto Juan Cortés, del joven Juan Ignacio Galván (que venimos de verle en “Ha llegado un ángel” y al que volveremos a ver en “Tómbola”), de la guapa argentina Ethel Rojo, de la despampanante Diana Lorys, de las tiernas Manolita Barroso y Ángeles Macua (también presente en “Ha llegado un ángel”), y del característico Jesús Guzmán, “Festival” es una película espumosa y veraniega, tan ligera como insignificante. Apenas uno de los (habituales para la época) vehículos del consabido reportaje turístico. Dudo que ver la película pudiera servir para modificar esa impresión, que supone una nota discordante en la carrera de su director, más propenso, por lo general a entregarse a empresas nacidas de mayores pretensiones, como la alambicada “¿Crimen imposible?” (1954), o la premiada con el Oso de Oro de Berlín, “El lazarillo de Tormes” (1959), o la adaptación de la obra de Ricardo López Aranda, del mismo año 1961, “Cerca de las estrellas”, o la venidera “La Celestina” (1970). Es plausible creer que el proyecto y la posibilidad de realizarlo en coproducción con una empresa alemana sobreviniera a raíz de la concesión del Oso de Oro y que la misma euforia por el éxito en un festival radicara en el fondo inspirador de la trama del film, original de su director. En cualquier caso, de las escasas imágenes vistas de “Festival” lo que este burgomaestre sí puede asegurar es que el bueno de Julio Núñez tiene ocasión de hacer el patoso bailando con la chica de la peli, y que los bañadores exhibidos por Judith Doryns y por Malila Sandoval (que hace el papel de Luise, la amiga de Rosemarie) son todo lo castos que la moral de 1961 hacía aconsejable.

“El pobre García”, la primera experiencia del cómico Tony Leblanc como director de cine, se había saldado con un rotundo fracaso comercial. El propio artista, responsable tanto de la dirección como del guión del film (y asimismo productor, en asociación con Enrique Fernández Sintes, con quien no acabó nada bien), se propuso, en su segundo asalto a las pantallas cinematográficas, mejorar esos resultados, para lo que apostó por una fórmula que emparentara directamente su nueva propuesta con un éxito anterior, cual fue “Los tramposos”. Nacía así “Los pedigüeños”, una nueva entrega de las andanzas del prototípico pícaro al que daba vida, con el beneplácito del público, el cómico Tony Leblanc.

Principia “Los pedigüeños” con un desconcertante prólogo en el que se deslizan una serie de rótulos escritos en chino. En un ambiente del lejano oriente, los protagonistas del film, disfrazados de chinos, nos son presentados a los espectadores. Tony Leblanc toma la palabra para explicar que, en principio, la película estaba destinada a desarrollarse en aquel ambiente, pero que como el guión estaba escrito en chino y no lo entendía nadie, decidieron dejarse de cuentos chinos y pasar a contar un cuento madrileño. Da comienzo, entonces, el film, en su parte fundamental, con una secuencia en la que vemos al protagonista, Fortunato (Tony Leblanc), como un señor establecido, de sólida posición. Vive en su hogar familiar, con un niño de cuatro años y una guapa esposa (Licia Calderón), llamada Alicia. Le sorprendemos dando sablazos telefónicos de quinientas pesetas a un tal José María. Reprendido por su mujer, Fortunato reconoce que no lo hace por necesidad, sino por afición. Entonces en la película se abre un largo flash-back en el que conocemos las actividades cotidianas que desarrollaba Fortunato con sus colegas Casimiro (Venancio Muro) y Gregorio (José Luis López Vázquez), que se dedican al limosneo fraudulento en la boca del metro. Así, el bruto de Fortunato, por ejemplo, pide con un cartel en el que se lee “Mudo” colgado del cuello, pero no puede evitar piropear a la chica guapa que se le cruza. Gregorio simula ser ciego y Casimiro, lisiado. A los tres sinvergüenzas se les une ocasionalmente Rita “La Cuca” (Gracita Morales), a la que Fortunato se resiste a recurrir por culpa de su enolismo, que la hace de poco fiar. No obstante, cuando se presenta una oportunidad de sacar dinero de una asociación benéfica de señoras respetables, que subvencionan alcobas para novios sin medios económicos, Fortunato acude acompañado de “La Cuca”. El fraude lo echa a rodar la muchacha en cuanto acepta las copitas que le ofrecen las caritativas señoras. En poco tiempo agarra una curda como un piano y canta hasta “la parrala”. En el siguiente segmento, Fortunato y sus secuaces han oído que a un trío de flamenco les van a pagar 500 pesetas por barba a cambio de actuar en una fiesta particular en la finca de un marqués llamado don Antonio (Aníbal Vela jr.). Enterados de las señas, se presentan en la finca anticipándose al trío contratado, al que despistan, sin importarles poco ni mucho que no tienen ni idea de cantar ni de tocar flamenco. Los tres golfos se atiborran tanto como pueden antes de empezar su actuación, cuyo comienzo tratan de demorar lo más posible. Así, Fortunato, antes de arrancarse a cantar, suelta una larga disertación sobre el flamenco, tan disparatada como divertida. Cuando la audiencia empieza a impacientarse, Gregorio saca una bandurria de la funda que porta. Después de templar con parsimonia su instrumento, Gregorio da muestras de que Fortunato puede iniciar su cante, cosa que éste realiza de manera infame. Mientras, Casimiro, sin inmutarse, puntea cada desatino sonoro con un “¡Ole!”, un “¡Mucho!” o un “¡Así se canta!”. El trío es expulsado de mejores maneras que las que merecen, y Fortunato, que ha estado improvisando absurdas coplillas, no puede dejar de cantar. En el siguiente episodio, los compinches escenifican un atropello con moto en la Cuesta de San Vicente, con tan mala pata que Fortunato, a quien le tocaba hacer de victima, resulta realmente lesionado. Testigo del infortunio de Fortunato, es primero un jovencísimo Manuel Tejada (acreditado como Tejada de Luna), y luego la guapa Alicia (Licia Calderón), que irá a visitar al accidentado al hospital. Allí, Fortunato, súbitamente enamorado, le confiesa a Alicia su vicio inconfesable: es un pedigüeño irredento. El episodio incluye un tierno gag que se produce cuando las sucesivas visitas de Gregorio y Casimiro se abren con la misma frase: “¡Te voy a dar una alegría: te he traído un tebeo!”. Los dos amigos han ido a visitar al postrado Fortunato llevándole el mismo tebeo. Siguiendo con tácticas relacionadas con los siniestros del tránsito rodado, el episodio ulterior nos presenta a Casimiro que simula haber sido atropellado en carretera cuando trataba de reparar un neumático. El matrimonio que le recoge (con José María Caffarel como elemento masculino), en lugar de darle una compensación económica a la que Casimiro aspira, le lleva a un puesto de socorro en el que todos están como cencerros (con un destacable e inquietante José Villasante a la cabeza). Tras este interludio disparatado, se produce el del convite a cenar de Casimiro y Goyo, que han ligado en el baile con dos chicas muy feas. Los dos caraduras se zampan una cena opípara con las dos chavalas, hasta que, cercano el momento de pagar, simulan una amistosa discusión que fingen zanjar mediante una competición pedestre. El que gane, paga. Ambos salen corriendo a toda velocidad dejando a sus dos invitadas riéndose, sentadas a la mesa y a solas con la cuenta. Tras esta celérica salida de escena, la anécdota siguiente es la que protagoniza Gregorio en lo que él cree un velatorio. Se presenta como acreedor del difunto, del que asegura, muy compungido, esperaba cobrar una deuda de 2000 pesetas. Lamentablemente, Goyo está en un error, el difunto no es tal, y lo que él ha tomado por velatorio, es en realidad, una boda. Finalmente, en ceremonia nupcial termina el romance entre Fortunato y Alicia, con la que concluye el largo flash-back que constituye el cuerpo principal de la película. En una boda convencional, Fortunato ha conseguido unir su suerte a la de la buena familia de su mujer, con el apoyo incluido del padre de ésta (Miguel del Castillo). A la salida del casamiento, en la puerta se presenta “La Cuca”, que se ha rehabilitado de su afición al morapio. Tiene un trabajo honrado y un novio formal, al que ella presenta como Camilo (José María Tasso, que se manifiesta simpático, nervioso y jovial a partes iguales), mozo formal y todo un talentazo, intérprete de profesión que habla nueve idiomas. Camilo abre la boca para presentarse a Fortunato y resulta ser tartamudo. Tony Leblanc emplea su sorna habitual con él, pidiéndole que no se esfuerce. “La Cuca” le dice a Fortunato: “No creas, es un chico muy listo”, a lo que su interlocutor replica “No hay más que verle la cara”. Tras la conclusión del flash-back, de vuelta a la actualidad (han pasado cuatro años), Fortunato se reencuentra con sus secuaces Gregorio y Casimiro, que se han reformado. Los tres juntos repiten su lema, entusiastas: “Siempre pedimos, nunca robamos. Todos para uno, como buenos hermanos”.

1962, un año morrocotudo

En el año 1962 la presencia de José María Tasso se desplegó repartiéndose equitativamente entre los rodajes de sus directores predilectos. “Tachuela” intervino en tres films de José María Elorrieta, “Usted tiene ojos de mujer fatal”, “La bella Mimí” y “Esa pícara pelirroja” (que se estrenó en 1963), en otros dos de Luis Lucia, “Canción de juventud” y “Tómbola”, y en un par más de Rafael Gil, “Tú y yo somos tres” y “Rogelia”. También actuó en otras películas con directores para los que no había trabajado aún. Dispuso de un rol destacado en “De la piel del diablo”, de Alejandro Perla y de otro de menor relieve en “Bahía de Palma”, de Juan Bosch. Además, contó con un pequeño papel en “El grano de mostaza”, de José Luis Sáenz de Heredia, y en “El balcón de la luna”, de Luis Saslavsky. De todas ellas, es, con diferencia, el film protagonizado por la niña prodigio, Marisol, el que mayor éxito obtuvo en su momento y mayor huella imprimió en la memoria colectiva, si bien fue en “Canción de juventud”, el protagonizado por Rocío Dúrcal, donde José María Tasso contó con un papel más extenso y de mayor lucimiento, dejando para la posteridad un sobrenombre por el que sería reconocido y que le iba “al pelo”: “Flequillo”.

Nace “Flequillo” o “Canción de juventud”

Siguiendo la brillante estela de “Ha llegado un ángel”, Luis Sanz, representante de actores y estrellas artísticas de la talla de Lola Flores o Carmen Sevilla, descubridor de un nuevo talento en la atractiva personita de María Ángeles de las Heras Ortiz (Rocío Dúrcal, nacida en Madrid el 4 de octubre de 1945 – 25 de marzo de 2006) mediante la productora de Eduardo Ducay, Leonardo Martín y Joaquín Gurruchaga, “Época films”, pone en pie un proyecto cinematográfico como vehículo para su recién descubierta estrella en el concurso radiofónico para artistas noveles llamado “Primer Aplauso”. Se trata de un empeño claramente emparentado con el patrón precedente, contando con un equipo artístico muy semejante, encabezado por el director, Luis Lucia, y completado con el responsable musical, Augusto Algueró, y con un buen número de integrantes del reparto, entre los que debemos destacar a nuestro protagonista de hoy, José María Tasso, en un papel muy semejante (prácticamente idéntico) al que le repartieron en el film anterior, y donde también encontramos a Julio Sanjuán (fijo en las alineaciones de Luis Lucia desde “Un rayo de sol”) que también repite el rol del film previo (actuando, por cierto, con la voz prestada por Manuel De Juan), y al joven José Moratalla, caracterizado para la ocasión de manera análoga a la que se podía ver en “Ha llegado un ángel”. Otros integrantes del reparto, como la joven María Luisa Villasante, se incorporan entonces a la “troupe” y repetirán en la inminente “Tómbola”. El guionista (que firmará el libreto en colaboración con el director) José María Palacio Acebes (Valladolid 11-10-1923, Santa Olalla, Toledo, 16-8-1993), tras iniciarse en el medio teatral en 1946, se incorpora al mundo del cine a partir de 1953, desempeñando funciones de script y de ayudante de dirección (especialmente en “Ágata Films”, la productora de José Luis Dibildos) hasta su debut como guionista en 1955 en el film de Eduardo Manzanos rodado sobre un argumento de Miguel Mihura, “Suspenso en comunismo”. Especializado en la comedia y colaborador asiduo de Pedro Lazaga, toma contacto con el subgénero de “películas con niño o adolescente cantor” precisamente en “Canción de juventud”, un año en el que, por cierto, muy prolífico, firma hasta tres guiones más (si bien que ninguno en solitario) y, dando la impresión de haberle tomado la medida al subgénero, se especializa en el mismo, reincidiendo de inmediato con la nueva entrega de las andanzas de Rocío, “Rocío de la Mancha” (1963) y continuando después con dos films protagonizados por Marisol, “Marisol rumbo a Río” (1963) y “Cabriola” (1965).

Estrenada en el cine Comedia de Barcelona el 25 de junio de 1962 y tres días después, en el Coliseum de Madrid, “Canción de juventud” arranca con una evocadora visión del cielo azul a la que sigue una alegre cancioncilla de letra impagable (“La vida puede ser maravillosa…”, es su frase inicial) entonada (y silbada) por un grupo de jovencitas que conducen, en desenfadada formación, sus motocicletas Vespa por una carretera de la costa mediterránea. Unas imágenes –dicho sea al margen- que serían claramente plagiadas para la cabecera de la exitosa serie de televisión “Verano azul” (que también tomó, por cierto, gran parte de su estructura y esencia del film de Luis María Delgado, “Aventura en las islas Cíes” -1972-). Tras los títulos de crédito, trabamos conocimiento con un grupo de chicos que están haciendo una tabla de gimnasia sueca dirigidos por un señor mayor llamado don César, que es su profesor y al tiempo, director del colegio en el que por lo que se dice se estudia arquitectura, aunque la única actividad que le es dado contemplar al espectador se reduce a la citada práctica de la gimnasia escandinava. El caso es que los muchachos, cada día, a la misma hora, urden alguna estratagema para interrumpir la clase de preparación física con la intención de ver pasar a las chicas de las motocicletas, que regresan de su paseo matutino acompañadas por una pareja de monjitas (Margot Cottens y María Fernanda d’Ocón, caracterizadas tan similarmente que, además de hermanas en Cristo, parecen hermanas a secas). En la mañana en que empieza la acción del film es precisamente el alumno García, más conocido como “Flequillo” (José María Tasso), el encargado de distraer al viejo profesor, para lo que no se le ocurre nada mejor que asegurarle que ha visto pasar a un tigre de bengala. Una de las chicas, Pochola (Conchita Goyanes, que ya era por aquel entonces, pese a su juventud, un rostro conocido para el público por tratarse de una pionera de la publicidad en la incipiente televisión), por causas desconocidas, pierde el control de su vehículo, como si se tratara de un corcel desbocado, y Rocío (Rocío Dúrcal, naturalmente) la sigue con el suyo, como si fuera posible, con su proximidad, “amansar” a la moto que ha perdido el buen sentido. En pos de ellas, marcha el resto de la expedición, irrumpiendo todas (motocicletas y “jeep” de las monjitas) en el recinto del colegio de don César, persiguiendo por toda la propiedad a los desconcertados alumnos. Este incidente provocará que el titular del centro haga una visita al colegio vecino, con la intención de quejarse, pero las zalamerías y dulces artes de las dos religiosas y los castos encantos de las muchachas aplacan al severo don César, que se ablanda por momentos. Confiesa que si es un cascarrabias es por causa de la pérdida de su hija Teresa, a lo que Rocío responde endosándole una de sus canciones más dulzonas, lo que parece complacer extraordinariamente al anciano. Se produce después un proceso de acercamiento entre ambas comunidades docentes propiciado por las dos monjitas, que en lugar de reprimir (como es la costumbre, o el hábito) las naturales inclinaciones galantes de sus alumnas, parecen disfrutar fomentándolas, hasta el punto de empujarles a bailar nada menos que un “twist”, dinamizando así una aburrida reunión que había planteado don César a base de degustar vasos de leche. Así, entre los chicos, donde encontramos a un juvenil y algo asilvestrado Manuel Tejada, a un apenas entrevisto debutante Juan Luis Galiardo (sólo había intervenido antes en un corto de Julio Diamante, “La lágrima del diablo”), a un excesivamente mayor para el papel Julio Riscal (nacido en julio de 1928) como el lenguaraz y algo patosillo Práxedes, y a un tartamudo Pepe Moratalla en el papel de Genaro, no es extraño que surja la chispa del enamoramiento, lo que se produce en el caso de Fernando (Vicente Ros), que pese a su carácter pusilánime, y a su seriedad académica (que le convierte en un alumno modélico y en un compañero impopular) pierde la chaveta por Rocío. Ésta, chica sensata donde las haya, corta las alas del arrobado futuro arquitecto y le propone, mientras no alcancen la adultez, mantener “una buena amistad”. Don César, que no tenía bastante con recordar a su hija Teresa al ver a Rocío, descubre, para desazón del espectador, que su risa también le evoca la de su difunta esposa. Empiezan a ser demasiadas reminiscencias, pero afortunadamente, el film no sigue por este camino, sino que, cubierto el primer tercio de su metraje, se incorpora un nuevo personaje, una nueva alumna en el colegio femenino, María Ibáñez, a quien da vida la delicada Carmen de la Maza. Esta nueva compañera trae consigo el drama de su hogar roto por la separación de sus progenitores, situación que es la que la ha llevado al internado y que provoca su tristeza y llanto correspondiente, a lo que Rocío pone remedio con su solidaridad y compañía, asegurándole a María que “todos los padres quieren a sus hijos”, pese a que a veces, como el suyo propio, el famoso pianista Rafael Luzón (Carlos Estrada), se mantengan separados de ellos.

En el curso de una excursión por la playa (la película está rodada en Salou y Bará, localidades de la costa tarraconense, aunque se afirma que la acción se sitúa en la provincia de Barcelona), los chicos y chicas conocen a un viejo pescador que les muestra los restos de una vieja ermita en la que se encuentra una imagen de la Virgen de la que es muy devoto el pueblo vecino. Fernando propone edificar una nueva ermita a la que podrían incorporar los restos de la antigua, que asegura son de estilo románico (?). Todos acogen con entusiasmo la idea de Fernando, poniéndose a trabajar enseguida al ritmo de la excitante tonada “Pim, pam”, pero pronto se revela que el entusiasmo juvenil no es suficiente cuando no está respaldado por una razonable cantidad de fondos financieros, y al no poder comprar más cemento, se ven obligados a parar las obras. Entonces, como si de una vieja película del dúo Mickey Rooney & Judy Garland se tratara, Rocío sugiere la celebración de una función benéfica en la que los alumnos cantarían y bailarían y a la que sus padres acudirían en masa derramando raudales de billetes de curso legal. La seguridad de que su padre, al que hace cinco años que no ve, no acudirá, llena de lágrimas los hermosos ojos de Rocío. Entonces la acción se traslada a una de las actuaciones del gran pianista Rafael Luzón (Carlos Estrada, como dijimos, que actúa con la voz de Vicente Bañó), que trata en cada ejecución de pulverizar el récord de tocar el mayor número de notas en el menor tiempo posible. En el camerino le espera su guapísima segunda esposa Elizabeth (Helga Liné, que también actúa con la voz doblada), que acaba de enterarse, por una carta recién recibida, que su marido tiene una hija de diecisiete años, fruto de su anterior matrimonio. El sensible Rafael sufre por haber ocultado tan notable extremo a su amada esposa y también por haber silenciado su nuevo y venturoso matrimonio a su vástaga. Afortunadamente, Elizabeth es tan comprensiva y bondadosa como guapa, por lo que la zozobra dura poco y el concertista se anima a poner orden en su existencia. Elizabeth suspende una importante gira por América de su marido (del que también es su secretaria) para que pueda estar en Barcelona, ciudad en la que dará un concierto que había rechazado y así aprovechará para acercarse al colegio de su hija. No obstante, Rafael prefiere no avisar a Rocío para darle una sorpresa y, al mismo tiempo, para poder dar el concierto con mayor tranquilidad. El mutismo del divo del teclado es malinterpretado por las monjitas, que le esperan como agua de mayo, por lo que deciden pasar a la acción, organizando una expedición de los chicos que capitanea don César para reventar el concierto de la Ciudad Condal. Rafael Luzón, sin embargo, toca tan bien que el abucheo debe esperar a la conclusión del recital, a la salida del teatro, momento en el que el pianista se explica con don César y los muchachos y promete corregirse en relación a su hija Rocío y les pide que le guarden el secreto todavía hasta el día de la función benéfica. Tras esta escena, que se ha mantenido perfectamente oculta a Rocío (hasta el punto de que incluso la han narcotizado), la joven recibe la visita de Elizabeth, a la que acoge de manera impertinente, tomándola por una empleada de su padre, soltándole una larga parrafada cuya conclusión es que no quiere volver a ver al autor de sus días nunca más. Elizabeth cree que ha sido testigo de un numerito de histerismo adolescente y así se lo dice a Rocío, recomendándole que en su actuación se esmere más. Pasamos después al momento culminante del film, cuando asistimos a la esperada función en beneficio de la reconstrucción de la vieja ermita. Para abrir boca (y para abrirla mucho, ciertamente), presenciamos un estomagante número a cargo de Pochola, Práxedes,“Flequillo” y Exuperancia (María Luisa Villasante), en el que actúan disfrazados de marineritos y colegialas. Tasso, en particular, está inmenso, en gran caricato, tocando un tamborcillo. A tan sublime desatino sigue una emotiva canción a cargo de Rocío, en el transcurso de la cual, su padre sustituye a la pianista que la ha comenzado, poniéndose al teclado sin que lo advierta su hija. Cuando descubre la presencia de su progenitor, naturalmente, las emociones (en la pantalla y entre el público) se desbordan. Se produce entonces una abrumadora catarsis colectiva. El padre le pide a su hija que se reúna con él y con su bondadosa madrastra, para vivir los tres juntos como una familia. Rocío está encantada, pero todavía pide esperar a que la ermita esté terminada. Una vez concluida la obra (que, como es lógico y, pese a la insuficiente preparación de sus artífices, queda “de rechupete”), llega la hora de las despedidas. Recordando bastante a la Dorita de “El mago de Oz”, Rocío dice adiós a unos y a otros, con una especial mención para “Flequillo” y otra, especial, para Fernando, el cual le declara su amor y le pide que le espere para cuando sean mayorcitos.

La contribución de José María Tasso al conjunto de “Canción de juventud”, película que obtuvo un éxito que no desmereció de las expectativas en ella depositadas, representa una de las más notables de su carrera, toda vez que su personaje cuenta con muchas intervenciones a lo largo del metraje del film. En línea de continuidad con el personaje de “Ha llegado un ángel”, Tasso vuelve a encarnar al “gracioso” del grupo, al encargado de contar chistes, al que tiene más encontronazos con el severo don César (que aprovecha para torturarle con finura, siempre que le es posible) y el que hace reír a Rocío, que le suelta: “Con una cara tan difícil como la tuya, el chiste es lo de menos”.

Se da el caso que fue el de "Canción de juventud" el primer rodaje al que José Tasso llevó a su novia, Eugenia. A este respecto hay una anécdota que tal vez valga la pena contar, que fue que Luis Lucia, que se había enterado de la visita, preparó un aperitivo con que agasajarla, convencido de que Eugenia llegaría acompañada de su aristocrática madre, mas no fue así, y la chica se presentó sola con Tasso. Durante las tomas, a Eugenia se le ocurrió pedir entrar en la figuración, a lo que Luis Lucia no quiso oponerse, pero, en seguida quedó de manifiesto que Eugenia sobresalía demasiado en el grupo de muchachas. Debido a su estatura, sacaba toda la cabeza al resto, por lo que no era conveniente permitirle aparecer en el film ¡Destacaba demasiado!

Asomado a un balcón tripartito

Estrenada sólo unos meses más tarde que “Canción de juventud”, concretamente, el 1 de octubre de 1962 en el cine Regio de Barcelona y el 5 de noviembre en las salas Gayarre, Rialto y Voz de Madrid, “El balcón de la luna” fue un intento de ofrecer triple ración de atractivo comercial a una película por el sistema (patentado veinte años antes por la Universal, en sus “cócteles de monstruos”) de reunir bajo una sola carpa suficientes artistas como para llenar un circo de tres pistas. El productor que puso en marcha la ambiciosa empresa fue Cesáreo González para su divisa Suevia Films, sirviendo así de distribuidor de los esfuerzos del productor y representante de las estrellas titulares, Luis Sanz. A las estelares Lola Flores, Carmen Sevilla y Paquita Rico, enlazando el elenco artístico de “Canción de juventud” con el de “El balcón de la luna”, además de a José María Tasso, encontramos al hoy muy olvidado Vicente Ros, contando ambos en el presente título, con cometidos de menor entidad que en el film de Lucia. Dirigiendo el film, el argentino Luis Saslavsky, quizá no la elección más acertada para un tema popular y coplero como el que proponía el guión, que firmado por Antonio Lara “Tono” (sin dejar entrever siquiera su talento humorístico), Jorge Feliu, José María Font y el propio realizador, Saslavsky, multiplicaba por tres los tópicos de las películas protagonizadas por tonadilleras, con el resultado, no previsto por sus creadores, pero previsible desde un punto de vista teórico, de saturar al espectador a base de tres tazas de gorgoritos y de situaciones melodramáticas. En consecuencia, la película, pese a contar con un cartel de excepción, no funcionó en taquilla y en lugar de atraer a los fans de las tres cantantes, disuadió al común de los espectadores, llenándolo de reverencial temor al exceso cantarín.

Los títulos de crédito de “El balcón de la luna” constituyen quizá su más remarcable novedad, al suponer un conflicto de egos entre sus tres estrellas. Luis Sanz, obligado por su cargo a velar por los intereses de todas ellas, como de los suyos propios, sugirió, para que el nombre de ninguna quedara por debajo del de las otras dos, que se escribieran formando una especie de aspa. Ante la objeción de Lola Flores, que señaló que, en cualquier caso, el público siempre empezaría a leer por el comienzo del nombre que estuviera escrito en el ángulo superior izquierdo, Luis Sanz propuso que se hiciera girar de manera sostenida el aspa con los tres nombres como una hélice, para que todas ocuparan alternativamente ese lugar. Resuelta tan peliaguda cuestión, “El balcón de la luna” cuenta, por mediación del avisador (José Prada) la historia de los afanes y amoríos de tres cantantes de un pequeño teatro de variedades (cuyo nombre constituye, precisamente, el título de la película): Cora Benamejí (Lola Flores), Charo Ríos (Carmen Sevilla) y Pilar Moreno (Paquita Rico), compañeras en el escenario y en la vida. También nos presenta el film a la empresaria de “El balcón de la luna”, Amparo Rovira (María Asquerino), que es aficionada a intimar con sus sucesivos contables, a los que convierte en sus amantes, siendo el de turno el que encarna el actor Manuel Peiro, (especializado, por lo común, en doblaje). En el local trabaja la joven tabaquera Rosita (a la que presta su graciosa figura y sus bonitos ojos verdes Paloma Valdés), y el guitarrista flamenco Rafael (Leo Anchóriz), que está amargado por su fracaso profesional (fue alumno aventajado de Andrés Segovia, lo que sin embargo no le llevó muy lejos) y por estar enamorado sin esperanzas de Charo, que aspira a casarse con un novio rico. Algo parecido persigue su compañera Cora manteniendo una relación (que se prolonga ya diez años) con el viejo y avaro marqués don Indalecio Cara de Vaca (Guillermo Marín), a la espera de que se decida a soltar la mosca. En la espera, tontea con el apuesto Vicente (Manuel Monroy). Pilar, sin reparar en que su amiga lo vio primero, se interpone empleando pequeños ardides que le transporten a sus brazos al agraciado Vicente. Otro motivo de discordia (esta vez entre Pilar y Charo) es el banquero Aniceto (Adrián Ortega), hasta que se revela que el pobre está mochales y que cada tarde se lo llevan dos fornidos enfermeros a descansar a la cínica mental. Completando, en su mayor parte, la galería de personajes, hallamos a doña Consuelo (Josefina Serratosa), madre de Pilar y de su hermano Manolo (Manolo Zarzo), en cuya vivienda tiene alquilada una habitación Charo. Entre distintos lances que se suceden en el desarrollo de la caza de Vicente por parte de Pilar y la defensa de su pieza que hace Cora, se produce la irrupción del famoso torero Domingo de Triana (Virgilio Teixeira), que llega a “El balcón de la luna” con intenciones matrimoniales para Charo. Ésta, aunque no está enamorada, acepta de buen grado, dado el buen partido que representa el diestro, para desesperación del guitarrista Rafael (que recuerda mucho, por cierto, el rol que solía desempeñar Manuel Luna en films de corte similar), especialmente Charo se decide al ver peligrar la captura del mirlo blanco cuando éste se muestra cortés y caballeroso con la estrella de cine, la vedette Alma Porcel (Yelena Samarina). Paralelamente, Pilar hace progresos con Vicente, y Cora recibe reiteradas visitas de un misterioso señor mayor con acento yanqui (Nicolás D. Perchicot) al que siempre le da esquinazo. Rosita, por su parte, esquiva el acoso del candoroso joven Miguel (Vicente Ros), que se presenta a las puertas del teatro al volante de un modestísimo coche “Isetta”, en todo semejante a un huevo de lata.

Las tensiones aumentan entre las tres compañeras cuando Charo se molesta con Cora porque ésta ha acompañado a Domingo al salir de la enfermería de la plaza, en la que ha sido cogido en el transcurso de una lidia. A su vez, Cora está molesta con Pilar por su insistencia con Vicente pese a que la ha advertido de que éste no es trigo limpio, pero Pilar está deslumbrada por las joyas que recibe de su nuevo novio y no atiende a razones. Esta acumulación de malas vibraciones desemboca en el escenario de “El balcón de la luna” en el curso del número “Con el carambí”, a la vista del público, cuando las tres empiezan (cada vez con menos disimulo) a darse empujones, a pisarse las faldas (dejando al descubierto piezas de ropa interior) y a repartirse pescozones que hacen caer graciosamente las aparatosas pelucas que portan sobre sus bellos ojos. Al caer el telón, la pelea se recrudece y, en tales circunstancias, las tres regañadas amigas tienen tres encuentros decisivos. De una parte, Charo recibe en su camerino al célebre torero Domingo de Triana, quien disipando cualquier duda suya, le pide en matrimonio; de otra, a Pilar se le hace una advertencia seria por parte de la policía en relación a Vicente Aguirre, buscadísimo ladrón de joyas, y, por último, Cora recibe la visita de un grupo de enlutadas personas de edad (entre las que llevan la voz cantante Manuel de Juan y Julia Pachelo) que le reclaman lo que les debe el tacaño marqués Cara de Vaca. Cora, que no vive una situación económica tan apurada como sus compañeras Pilar y Charo (peor pagadas, no sabemos porqué), se echa a reír ante semejante ocurrencia, porque no ha conseguido sacarle ni un céntimo al marqués en diez años. Los visitantes apelan a su condición de gitana (y por tanto, supuestamente algo bruja) para que haga un milagro. Cora hace florecer una guitarra, tal como le enseñó su abuela, “La Faraona”, pero tal prodigio se les antoja poco práctico.

Al día siguiente, de manera sorpresiva, un equipo de televisión dirigido por un resuelto José María Tasso (“Por favor, señoritas, apresúrense a vestirse. Los maquilladores están esperando”) se presenta en casa de doña Consuelo reclamando a Charo y a Pilar. Poco después se presenta Domingo de Triana acompañado de Cora, que es quien ha sugerido que el torero emplee la televisión como testigo de su compromiso matrimonial con la tonadillera Charo y, al mismo tiempo, escenificar la reconciliación de las tres estrellas de la cancion ante un presentador desplazado allí al efecto (Juan Cortés). La retransmisión en directo del evento es presenciada por Rafael (quien lógicamente, se lleva un disgusto) y por Manolo, el hermano de Pilar, que está compartiendo mesa camilla con doña Amparo. Llega entonces el momento de que algunos personajes se expliquen. Así, asistimos a la visita de Cora a su abuela, la misteriosa “Faraona”, que le lee el futuro y le vaticina que un viejo le dará muchos millones. Antes de irse, Cora deja unos billetes para la pequeña Paloma, una pariente pobre, que vive con su abuela. En otro punto de la ciudad, Rafael aborda el autobús en el que viaja Charo y hace un último intento por que deshaga su compromiso, sin éxito. Vencido una vez más, consigue arrancarle a la joven que se casa sin amor, pero deseando dejar atrás la pobreza de una vez por todas. Por último, Vicente se explica con Pilar en la estacion del Norte. Sabe que el cerco se estrecha y tras confesarle que en efecto es un ladrón, le anuncia que va a cruzar la frontera, dándose a la fuga. El elegante caco le confía a Pilar una maleta y le pide que se reúna con él al cabo de un mes. Lamentablemente, nada más partir el tren, en el mismo andén, dos individuos (José Villasante es el que la aborda) le quitan a Pilar la maleta. A continuación, ya en el camerino de Pilar, vemos llegar a Vicente, que tuvo que bajarse del convoy, acosado por la policía. Pilar le explica que ya no tiene la maleta y Vicente se siente perdido y sin recursos. Entonces ve la oportunidad de robar la caja fuerte de doña Amparo y le pide a Pilar que le consiga la llave, cosa a la que ésta, venciendo sus escrúpulos, accede. Mientras, en el salón de “El balcón de la luna”, está Charo con Domingo, cuando reciben la visita del banquero turulato, don Aniceto Esquivel Borrás. Éste despliega una actuación exuberante de demencia exaltada que provoca las carcajadas de Domingo. Sin embargo, Charo permanece seria. Domingo entiende que su prometida no es enteramente feliz y que no lo será hasta que no ría a pleno pulmón. Es el turno entonces de Cora que al fin puede anunciar el compromiso con el marqués de Cara de Vaca, con lo que supone que la profecía del viejo que la llenará de millones se ha cumplido, pero entonces el marqués explica que ha donado toda su fortuna y que se ha quedado más pobre que una rata. Cora, pronta de reflejos, anula su reciente compromiso. Aparece entonces Rafael, con un par de copas de más y con ganas de bronca. Se planta ante la mesa de Charo y Domingo y denuncia que ella no quiere de verdad al torero. Elevando la intensidad de su disconformidad, golpea al diestro, sacudiéndole un puñetazo, pero el torero no se arruga y, después de hacerse con un sitio más a propósito, pelea con el guitarrista y lo deja planchado en el suelo (no en vano se trata de Virgilio Teixeira quien, como sabemos, jamás pierde un combate). Entonces surge el eterno femenino y Charo proclama que es a Rafael a quien ama, pese a que sea un perdedor. Mientras tanto, en los entresijos del teatro, Vicente ha robado el contenido de la caja de caudales de doña Amparo y, al verse sorprendido, ha matado a quien él ha tomado por el contable. Pilar, tras haberle facilitado la llave de la caja, le está encubriendo, hasta que descubre (ya ha visto al contable pasearse tan campante) con horror y sorpresa que el asesinado no es otro que su hermano Manolo. Tan fatal descubrimiento la llena de desesperación y se pone a gritar pidiendo auxilio a la policía. Vicente, algo nerviosillo, le dispara tratando de impedir que dé la voz de alarma, antes de ser detenido.

En la parte final de ”El balcón de la luna”, asistimos a los desenlaces de las historias planteadas. Manolo ha sobrevivido a la criminal acción de Vicente. En cambio, Pilar ha muerto, no sin antes poder despedirse de sus queridas amigas Charo y Cora. Ésta, por fin, ha atendido al anciano extranjero, que resulta ser su fortuna, porque le ha proporcionado un contrato por dos millones de dólares para hacer una nueva versión de “Carmen” en Hollywood. La tabaquera Rosita, al hacer caso al reiteradamente despreciado Miguel, también alcanza la fortuna, pues el sencillo joven ha resultado ser el acaudalado hijo del dueño de la fábrica de coches “Isetta”, como el que conduce. Charo y Rafael se casan en una modesta iglesia, en una boda humilde llena de guitarristas. El cura que oficia el sacramento es Ángel Álvarez quien, al preguntar por los anillos, y al no ser hallados éstos en primera instancia, provoca un momento de suspenso, resuelto con una sonora carcajada al aparecer las alianzas finalmente, demostración ésta de que Charo ya es realmente feliz.

Dos en un día: “De la piel del diablo” y “Bahía de Palma”

Prolongación de la cercanía del quehacer de Tasso al cine protagonizado por niños sería la modestísima “De la piel del diablo”, una de las escasas producciones dirigidas por Alejandro Perla, según el argumento y guión de Antonio Jaén, que fue estrenada en el cine Rex de Madrid un 22 de octubre de 1962, la película que llevó nuevamente a nuestro héroe a acompañar a un protagonista de edad menuda, por tercera vez, tras la estela de las fulgurantes Marisol y Rocío Dúrcal. Tony del Valle, el protagonista de la producción en eastmantcolor de “Prodisa S.L”,“De la piel del diablo”, no alcanzó continuidad comparable en el mundo del celuloide a la de las citadas estrellas, limitándose tras el film de Perla, a protagonizar un cortometraje dirigido por el guionista de aquella, titulado “El despertador”, producido en 1964. Contaba la, para este burgomaestre, casi ignota, “De la piel del diablo”, la anécdota de Toni (Tony del Valle), un travieso niño, indisciplinado y mal estudiante, a quien su tío, con quien vive, envía a pasar una temporada en un campamento de la OJE (Organización Juvenil Española). El contacto con la disciplina de corte castrense (y por tanto, castrante), con la naturaleza, con sus marchas al aire libre y sus canciones entonadas a pleno pulmón, con los toques de diana y demás zarandajas para-militares, obran, como no podía ser de otra manera, muy beneficiosos efectos en el comportamiento y en la formación del espírito del otrora díscolo muchachito, tras vencer su inicial resistencia. Un hecho concreto permitirá a Toni dar muestras de heroísmo cuando, a toque de corneta, da el aviso a los compañeros del campamento de que una gran roca, desprendida de una cantera, tapona un túnel por el que ha de pasar un tren que se aproxima velozmente. Todos los muchachos, alertados por Toni, interrumpiendo su solazante baño en el río, se aprestan a sacar la gran roca del curso del ferrocarril, tras lo cual cantan sus cancioncillas de campamento al paso de los viajeros que ocupan los vagones del tren. Más tarde, el jefe de estación, en nombre de la RENFE, agradece el servicio a los mandos del campamento, no sin antes dejar claro que podían haberse ahorrado el sofocón porque ellos mismos tenían dispuesta una brigada de trabajadores para realizar aquella faena mucho más sencillamente, con ayuda de una grúa. El jefe del campamento, para no desilusionar al chico, que ha demostrado su espíritu de sacrificio y voluntad colaboradora, ruega silenciar tal extremo y, además, concede a Toni el honor de arriar las banderas aquella noche junto a las jefaturas del campamento, desfilando, finalmente, la jovenzuela tropa ante él. Este pequeño testimonio de los ideales juveniles franquistas contó, además de con Tasso, que tuvo a su cargo uno de los papeles principales, con las prestaciones de Julia Pachelo, Venancio Muro y Jaime Blanch en los roles destacados, además de con las del experimentado Santiago Rivero y del que al cabo de pocos años sería un desafortunado (aunque laureado) director de engendros terroríficos, Miguel Madrid, entonces un joven actor.

No es una dato baladí que la siguiente película de José María Tasso que vamos a comentar fuera estrenada el mismo día que la anterior. Da idea de hasta qué punto la actividad de nuestro protagonista era intensa el hecho de que llegaran a las pantallas dos films con presencia suya simultáneamente. Así, el 22 de octubre de 1962, el mismo día que “De la piel del diablo” se proyectaba por vez primera en la sala del cine Rex madrileño, “Bahía de Palma”, destinataria de un lanzamiento mucho más ambicioso, se ofrecía ante los públicos de los cines Carlos III, Consulado y Roxy A. Sólo dos meses más tarde, esta producción de Enrique Esteban Delgado, llegaba al cine Novedades de Barcelona.

Contaba “Bahía de Palma” con el protagonismo de un galán extraordinario, el incombustible (y el adjetivo no es gratuito, pues se mantiene activo en la actualidad, tras llevar ya medio siglo ejerciendo de seductor) Arturo Fernández (Gijón, Asturias, 21-2-1930) cuando se multiplicaba encabezando el cartel de un número creciente de películas, tratando de repetir la fórmula de “El último verano” (1960), título anterior que le había puesto a las órdenes del mismo director, Juan Bosch y que era asimismo, una nueva producción “Este Films”, la productora del antes citado Enrique Esteban Delgado (Barcelona, 1920 –1998), quien había fundado la empresa asociado con el también director Germán Lorente y que contaría con Arturo Fernández como estrella principal de algunas de las películas más importantes de esta etapa de sus respectivas carreras, cuales fueron las adscribibles al género criminal, “Un vaso de whisky” (Julio Coll, 1958), “A sangre fría” ( Juan Bosch, 1959), y “Regresa un desconocido” (otra vez, Juan Bosch, 1961).

“Bahía de Palma” ha pasado a la posteridad ostentando el muy honorable título de ser la primera película española que mostrara a una actriz en biquini, privilegio que recayó en la actriz berlinesa importada para la ocasión, Elke Sommer, quien, tras debutar en la cinematografía italiana a finales de los años cincuenta y frecuentar diversas coproducciones europeas en los inicios de la década de los años sesenta alcanzó la gloria hollywoodiense que le llevó a compartir la pantalla con mitos vivos como Paul Newman o Peter Sellers. Sea como fuere, hablar de “Bahía de Palma” significa hablar de un melodrama “aparente”, con ínfulas de internacionalidad, hábilmente montado para satisfacer a un público sentimental, que contaba con un guión de José Luis Colina rico en frases brillantes, de las que deslumbran a la audiencia, y que, puestos a satisfacer el buen gusto imperante, hasta se permitía ciertas dosis de exquisitez al hacer de su protagonista todo un concertista que, además, aprovechaba la localización de la acción para culturizar al espectador hablándole de Federico Chopin.

“Bahía de Palma”, en cuyos títulos de crédito, José María Tasso está excepcionalmente bien colocado (sólo por detrás de la pareja protagonista y de los dos co-protagonistas) arranca con la llegada de un aspirante al puesto de pianista en un club llamado “La Sirena” en Palma de Mallorca. Se trata de un tipo misterioso, de trato bastante áspero, con la apariencia de Arturo Fernández y con la aterciopelada voz (en aquellos años, inseparable) de Juan Manuel Soriano. A la entrevista con el empresario de la boîte “La Sirena” asiste un batería llamado Antonio, que es testigo del difícil carácter del recién llegado, quien trae una recomendación de muy alto nivel (de un tal Raúl Estrada), pero que incómodo con su situación de solicitante, se marcha sin aceptar el empleo que ha ido a pedir. El empresario, que se entera a continuación de que esa noche se van a presentar en su local importantes clientes, envía a Antonio en busca del pianista, porque está sin orquesta y le necesita. Antonio da alcance al orgulloso músico y le convence de que acepte el puesto en “La Sirena”. A continuación conocemos a la pandilla de Olga (Elke Sommer), un grupo de desocupados pertenecientes a la alta sociedad, que se divierten como criaturas, compitiendo con sus coches último modelo o gastando bromas descerebradas. Uno de los más ruidosos de la panda es Quique (José María Tasso), al que, además de verle soplarse el flequillo, le oímos una expresión (¡Toma castaña!) que bien pudiera ser habitual suya, porque la repetirá en alguna de sus futuras fugaces intervenciones. La panda de Olga, en la que encontramos a Pepe Martín, quien habrá de ser el más famoso Conde de Montecristo de la Televisión Española, se deja caer en “La Sirena”, y su comportamiento irrita profundamente al nuevo músico, que no soporta tanta estulticia. Poco habituado a tocar para majaderos, el novato, que se llama Mario Ferrán, se comporta díscolamente y, por ejemplo, le cambia el ritmo a “Velo de tul”, el tema que le pide don Ramón (Luis Dávila), el prometido de Olga, provocando el disgusto del solicitante. Como mandan los cánones de las grandes historias de amor, Olga y Mario, que están destinados a unir sus corazones, inician su relación con mal pie, conociéndose en circunstancias adversas. Para empezar, no se tragan. A la mañana siguiente, llega a Palma Clara (Tere del Río), prima de Olga y sobrina por tanto del señor Claudio Vidal (Roberto Camardiel, doblado por Felipe Peña), el adinerado padre de Olga. Es algo así como la “pariente pobre” a la que don Claudio, Olga e Irene (Laura Granados, en un papel cuya función no resulta del todo diáfana) ofrecen un lugar al lado de su prosperidad. La recién llegada no motiva gran entusiasmo en su prima, quien deja ir una frase “de cita” a su padre, al respecto de la familia: “Una familia son dos o tres personas que se reúnen a la hora de comer y nada más. A veces, ni eso”. La misma Olga, tras charlar con Clara, y para definir su personalidad pragmática y algo cínica, le espeta a su prima, refiriéndose a su relación con su prometido: “Somos prácticos. Como el amor, tarde o temprano, se acaba, hemos decidido empezar sin él”. Así explica a Clara cómo puede ser novia de Ramón, sin estar enamorada de él.

Por su parte, Mario se ha ido a vivir con Antonio, que disfruta de un apartamento de lujo bajo la promesa de que lo está enseñando para alquilarlo, cosa que se guarda mucho de hacer. Antonio (un papel que Cassen borda, actuando con una comodidad tal que se diría que actúa “en zapatillas”), también se dedica a navegar para divertirse, probando veleros, los cuales simula tener interés en comprar y devolviéndolos luego con la excusa de que son “poco marineros”. Antonio toma afecto a Mario, en quien reconoce a un músico excepcional. Siguen, simultáneamente, las andanzas del grupo de amigos de Olga, a los que vemos practicando entre ellos las más estúpidas diversiones. Al aristocrático compinche a quien da vida Pedro Rodríguez Quevedo le despoja Olga de su bisoñé, a Quique le tiran al agua y, poco después, Mario también es arrojado al mar, empujado por Olga. Cuando sale, tan furioso como mojado, le sacude a Olga un bofetón de campeonato. La inconsciente muchacha se toma venganza obligando al dueño de “La Sirena” a echar a Mario, cosa que este encaja con mucha dignidad y, además, le permite dar una lección a su oponente espetándole: “Escuche, no sólo usted puede humillar a un hombre. La vida también puede hacerlo. Se ha molestado usted en hacer un trabajo que ya estaba hecho”. Tan impresionada queda Olga por la actitud y la nobleza de Mario que hasta rompe con el insustancial (aunque rico) Ramón. Acompañada de Clara, Olga se dedica después a recorrer locales nocturnos libando a todo libar las copas del licor. Sin querer admitirlo, busca a Mario, a quien encuentra en un garito llamado “Dixie”. Es Clara quien lo ve primero, resultando que lo conocía de antes, de cuando, un par de años atrás, le dio lecciones de piano. Mario se lleva a las dos primas (me refiero al parentesco que las une) a casa y se comporta como un perfecto caballero. Tras esa noche, Mario y Clara empiezan a salir juntos, provocando los celos no confesados de Olga, que empieza a ponerse desagradable con su prima Clara. Ésta no se achanta y le desvela algo que quizá no sospechaba: es una niñata insoportable y mal criada. En este punto del relato interviene un empresario musical de prestigio mundial llamado Keller (Salvador Soler Marí), quien tiene previsto un importante evento para el que espera contar con los mejores concertistas de piano del mundo y entre los que no puede faltar Mario Ferrán, habida cuenta de que el inicialmente designado cabecera de cartel, se ha caído del mismo. Keller quiere que Mario regrese de su retiro para interpretar el concierto nº 1 para piano de Chopin, precisamente la obra que le hizo abandonar los auditorios, tras un sonoro fracaso que cosechó interpretándola. Mario accede en primera instancia, pero luego se retracta. Cuando hace una prueba constata que, al llegar a determinado punto de la partitura, no puede continuar. No sólo abandona la propuesta de Keller, Mario, que interpreta que la relación con Clara no es lo suficientemente sólida como para recobrar su confianza en sí mismo, rompe con ella y decide abandonar Palma de Mallorca. Va a recoger sus cosas del apartamento que comparte con Tony cuando aparece Olga buscando a Clara. Asegura que su prima a desaparecido. Mario pospone su marcha y ayuda a Olga a encontrar a Clara. Ponen a trabajar en las pesquisas a un periodista amigo, un tal Carreño y finalmente localizan a la chica en el hotel “Formentor”, a 80 kms de Palma. Allí ha conocido a un chico y ha conseguido un trabajo. De regreso a Palma, Mario y Olga, cada vez más unidos, visitan Valldemosa, villa en la que vivieron su famoso romance Chopin y Georges Sand. Allí, Mario está en su elemento. Tras preguntarle a Olga “¿Qué hacemos? ¿Nos unimos a un rebaño de turistas o hacemos el papanatas por nuestra cuenta?”, Mario se pone a tocar el “Preludio nº 15” de Chopin en el mismo piano en que se compuso. Aprovecha para ponerse “retrospectivo” y explica a Olga lo ocurrido cuatro años atrás, cuando, estando en Suiza, en un concurso internacional, le pidió a su enamorada Sara que tomara un avión y se uniera a él. Como ella no quería volar, él insistió, convenciéndola al fin, con tan mala fortuna que el aparato se estrelló al sobrevolar los Alpes. Y aunque Sara fue una de los escasos supervivientes, murió a las pocas horas. Desde el momento que el lo supo, ya no pudo tocar más. Olga, conmovida por el relato, le pide a Mario que se casen cuanto antes. Semejante ocurrencia parece inyectar nueva vida a Mario, que se pone en contacto con Keller anunciándole que tocará en su concierto. Nombra a Tony su representante, ahora que ha vuelto a la actividad profesional de concertista y se pone a ensayar sin descanso, noche y día, a base de tomar litros de café. Se acerca la esperada noche del concierto y las dudas se extienden en torno a Mario. Claudio Vidal previene a su hija de que los artistas no son de fiar, Keller teme que Mario no consiga responder a la terrible exigencia del Concierto nº 1, dado que Mario ha llevado su físico al límite con tantos ensayos. La interpretación tiene lugar, finalmente, y es magnífica. Mario suda como un condenado y pone en juego hasta el último ápice de sus energías, pero sale triunfante del trance. Olga asiste a su éxito entre bastidores. Llega el final entre el clamor del público. “Bahía de Palma” se ha acabado.

Un par de Rafael Gil: un melodrama y una comedia

De la dupla de films del 62 dirigidos por Rafael Gil, con intervención en ellos de José María Tasso, señalemos para empezar que encontramos una adaptación de una obra teatral de Jardiel Poncela (que venía a sumarse aquel año a la versión que Elorrieta estrenó sobre “Usted tiene ojos de mujer fatal”, curiosamente, ambas con Manolo Gómez Bur en el reparto), y destaquemos que el cometido que Rafael Gil dispuso para José María Tasso fue el de desempeñar el mismo rol. Tanto en “Tú y yo somos tres”, como en “Rogelia”, Rafael Gil pone en manos de Tasso una aparatosa cámara fotográfica (quizá hasta la misma) para que haga el papel de fotógrafo, si bien la diferencia de amplitud del papel entre ambas es muy notable. Mientras que en la desafortunada versión de la comedia de Jardiel, el personaje de Tasso va apareciendo a lo largo de la trama, siguiendo con su herramienta de trabajo, como reportero gráfico, las sucesivas incidencias, en la adaptación de la novela de Armando Palacio Valdés, su presencia se limita a una intervención puntual y aislada, en la que tiene ocasión de pronunciar unas pocas frases, sin relación con el argumento.

Como ya hemos dicho, “Rogelia” adapta “Santa Rogelia”, una novela de Armando Palacio Valdés, un autor que ya llevó a la pantalla Rafael Gil cuando dirigió “La fe” (1947), protagonizada por Rafael Durán y Amparo Rivelles, la misma pareja que había triunfado plenamente en “El clavo” y en “Eloísa está debajo de un almendro”, ambas firmadas igualmente por Rafael Gil. Si aquel film resultó polémico y tuvo serios problemas de censura (por atreverse a poner en mínima cuestión el celibato del cura protagonista, acosado por una fervorosa beata enamorada de él), el estrenado en 1962, en cambio, pasó bastante desapercibido tanto para el público como para la crítica. Se cuenta en él la historia de Rogelia (Pina Pellicer, joven actriz mexicana recién llegada de hacer la protagonista femenina de la excelente “El rostro impenetrable”, junto al coloso Marlon Brando, asimismo director del film) una muchacha que, en la Asturias contemporánea, tiene en el momento de inciarse la acción de la película, un novio llamado Pedro (Arturo López, un actor interesante, hijo de actores que, casado con la actriz y productora Elena Espejo, procedente del teatro, irrumpió en la cinematografía con fuerza, interviniendo en muchos films al comienzo de su carrera, para dedicarse más asiduamente a la televisión y siendo desaprovechado por el cine debido a su cuestionable fotogenia) y un exnovio, Máximo (Fernando Rey, en uno de los papeles que más le satisficieron de todos los de aquel periodo de su larga y honorable carrera) que está pagando en presidio algún delito violento. Al salir Máximo de la cárcel, pronto reclama con cruel brutalidad sus presuntos derechos sobre Rogelia, amenazando primero y matándole el caballo después, a Pedro. Una vez quitado de en medio el atemorizado novio, Máximo insiste en requerir a Rogelia, que pierde entonces en un accidente a su abuela, su única familia. En el velatorio de la anciana, Máximo abusa de Rogelia y ésta accede muy a su pesar a casarse con él. Para entonces ya ha conocido a Fernando Vilches (Arturo Fernández), sobrino del médico de la comarca, don Luis (Félix Dafauce) y médico (especializado en psiquiatría) a su vez. El matrimonio de Rogelia y Máximo se desarrolla en un clima de sordo desprecio por parte de ella e iracunda brutalidad por parte de él. La mujer incluso amenaza de muerte a su marido, cuando este la golpea (“Si vuelves a pegarme, te mataré mientras duermas”). En tales circunstancias, Pedro tiende una emboscada a Máximo, clavándole una cuchillada a traición. Al acudir Rogelia en busca de un médico, encuentra a Fernando, que se hace cargo del paciente. Durante la convalecencia de Máximo, Rogelia y Fernando van intimando. La desgraciada esposa relaciona sus cuitas al joven médico venido de Madrid y encuentra en él un interlocutor muy interesado. Ambos se enamoran y pronto salta a la vista de todo el mundo. Cuando Máximo se recupera, se apresura a buscar a Pedro para vengarse, pero se topa entonces con las habladurías (personificadas en la pedigüeña a quien da vida la gran Lola Gaos) sobre su mujer y el médico. El ataque de cuernos lo resuelve el bestial individuo a tiros, con lo que el que pasa a ser un paciente es el doctor. Máximo es detenido mientras su mujer no se separa del lecho en el que Fernando se debate entre la vida y la muerte. Rogelia pasa tres noches sin dormir, al lado del herido, que al fin recobra la consciencia y consigue recobrarse. Con el marido entre rejas, nada se interpone entre los dos enamorados y cuando Fernando tiene que viajar a París para disfrutar una beca que sus muchos méritos le han procurado, tras vencer sus escrúpulos iniciales, Rogelia decide acompañarlo. En la capital francesa podrán ser felices, nadie les conoce y emprenderán allí una nueva vida juntos. En efecto, los primeros años de la pareja en la ciudad del Sena son idílicos. Les vemos acudir a conciertos, a museos, salas de baile, y Fernando triunfa en lo profesional, pronunciando conferencias que cosechan entusiastas aplausos. Tanta notoriedad gana el médico que le ofrecen una cátedra en Madrid, que se ve obligado a aceptar. Rogelia, pese a que teme que al volver a España se sabrá que en realidad no están casados y que quizá su marido llegue a enterarse de su paradero, accede a trasladarse a Madrid. La pareja, que ya tiene un hijo al que cuida una niñera estupenda (la encantadora Iran Eory), tiene en la capital española un ruidoso y aristocrático vecino en el piso superior, el duque de Monterraigoso (Félix de Pomés), que en el curso de una de sus juerguecitas (llenas de flamencos, toreros, starlettes, algún enano y señoritas entretenidas) sufre una herida de banderilla, lo que motiva que se llame con carácter de urgencia a Fernando. Al acudir el galeno, se inicia con el vecino una relación amistosa que llevará al anciano juerguista a darle su confianza al médico. Así las cosas, cuando la hija del duque, Cristina (Mabel Karr, en un papel que recuerda el que hizo en “El día de los enamorados”, donde también era la virtuosa hija de un padre jaranero), vuelve a casa, tras salir de un convento en el que había ingresado y donde no pudo profesar por culpa de su frágil salud, el noble pide a Fernando que atienda a su hija porque él no es capaz de entenderla. Fernando promueve la amistad de Cristina con Rogelia y procura que pase el tiempo con ella y con su hijo. El fervor religioso de la novicia influye poderosamente en Rogelia, haciéndole dudar de la rectitud de su vida. Cuando Cristina fallece víctima de su enfermedad, Rogelia se convence de que debe emprender un camino de redención, volviendo al lado de su marido, con el cual contrajo un matrimonio religioso (oficiado, por cierto, por Julio Infiesta, uno de esos actores fugaces y ubicuos, un sacramento sagrado que ella está incumpliendo. Así, Rogelia abandona a Fernando y a su pequeño hijo y se desplaza a Ceuta, ciudad en la que se encuentra Máximo, ingresado en un penal, condenado a trabajos forzados en una cantera. Allí, tras convencer al director del presidio (José María Caffarel) de que realmente es la esposa del preso Máximo García (el muy tunante ha intentado colar anteriormente a otras tres candidatas), Rogelia se presenta a su despiadado esposo, que la maltrata delante de los otros presos, pero que acepta de buen grado el dinero que le trae. Rogelia entra a trabajar en la fonducha de don Heliodoro (Félix Fernández, en un papel similar al que el mismo Rafael Gil le había dado, años atrás, en “La calle sin sol”) para ganar más dinero que entregar a su marido. Otra empleada del local (María Luisa Ponte) le propone irse a vivir con ella, pero a la primera oportunidad le prepara una encerrona con un capitán de regulares (Tomás Blanco) que se ha encaprichado de Rogelia en cuanto le ha echado el ojo encima. Sin embargo, nuestra heroína no sólo sale indemne del trance sino que provoca el arrepentimiento de su mala amiga, que se abochorna de haber aceptado dinero a cambio de forzar una cita con el pecado. Rogelia visita nuevamente a Máximo en la prisión, para llevarle más dinero (procedente de Fernando). En la cantera, saca de quicio al excitable cónyuge, que se propone matarla allí mismo, por fortuna, otro preso (José Nieto), que en anteriores visitas ha trabado cierta amistad con la mujer, se interpone y consigue evitar el parricidio. Máximo se hace con la metralleta de un guardia y aprovecha el revuelo para huir. Esta fuga resulta ser providencial, porque finalmente, Máximo, al resistirse a ser nuevamente detenido resulta muerto en un tiroteo. Venciendo todos sus temores, Rogelia puede al fin reunirse con el hombre que quiere y con su hijo, al final de la película. Este melodramón que, como hemos dicho, contó con una excelente interpretación de Fernando Rey en el papel poco habitual para él hasta entonces de villano, resultó anticuado ya en el momento de su estreno. No obstante, transcurridos casi cincuenta años, este defecto ha quedado diluido y hoy, a juicio de este burgomaestre, puede disfrutarse como lo que es, una muestra del buen narrador que fue Rafael Gil cuando todavía no había perdido del todo “el pulso” (aunque sí mucha fluidez y equilibrio), la recreación de un relato decimonónico de moralidad superada por la sociedad, pero bien aderezado de elementos destacables. Además de una banda sonora lujosa, de carácter sinfónico, muy cuidada, debida a la inspiración de los maestros Juan Quintero y Federico Moreno Torroba, “Rogelia” contiene, de parecida categoría, la fotografía de Michel Kelber, el preferido de Rafael Gil (especialmente para rodar exteriores), mientras que Enrique Alarcón, otro fijo en los proyectos de Gil, es el encargado de los decorados. La labor de la protagonista, Pina Pellicer, una actriz a la que el director de “Rogelia” conoció en San Sebastián, donde obtuvo el premio a la mejor interpretación femenina por su labor en “El rostro impenetrable” (film que se alzó, además, con la Concha de Oro de 1961), lo que, pese a su acento mexicano, la convirtió en la seleccionada para interpretar la protagonista de “Rogelia”, no fue bien valorada en el momento del estreno, quizá por encontrarla inadecuada por demasiado exótica. Sin embargo, la dificultad del papel, el de una mujer cuya abnegación resulta inverosímil, supo ser vencida por la mexicana probablemente acudiendo a los propios fantasmas que poblaban su mente. Pina Pellicer, nacida en 1934 en la Ciudad de México, actriz dotada de una voz y unos ojos extraordinarios y de un físico menudo y frágil, representó en los escenarios, cosechando sonados triunfos, “El diario de Ana Frank” y “Electra” antes de acceder al cinematógrafo. Suyo es el papel principal femenino de la fascinante “Macario”, rodada unos meses antes que el problemático film de Marlon Brando antes citado (que, como es sabido, sufrió una elaboración trabajosa y llena de conflictos, incluido el cambio del director inicialmente elegido, Stanley Kubrick, a favor de la estrella de la película). Tras “Rogelia”, Pina Pellicer tuvo ocasión de rodar muy pocos films más. Tan sólo dos largometrajes en México (cuya cinematografía vivía entonces una severa crisis), “Días de otoño” y “El pecador” y algo de televisión en Estados Unidos (un episodio de la serie “El fugitivo” y otro de “La hora de Alfred Hitchcock” –concretamente “The life work of Juan Díaz”, escrito por Ray Bradbury). El 4 de diciembre de 1964, a los 30 años de edad, Pina Pellicer se quitaba la vida en su casa en la Ciudad de México. Y a la luz de tan trágico final de la joven actriz cree uno entrever con algo más de claridad el fondo turbio de su mirada inolvidable. ¿Y qué hay de José María Tasso? Sólo aparece un breve instante, en “Rogelia”. Es un fotógrafo que se dedica a sacar instantáneas a las chicas que se desmelenan en la juerga del duque. Sus líneas de dialogo, que parecen improvisadas, resultan desconcertantes. Disparando su cámara, exclama sonriente: “¡Se suspende el rodaje de “La dama de Elche”!” y añade: “¡Toma castaña!” En la misma “soirée”, distinguimos a un juvenil Simón Andreu que alaba el buen gusto para vestir de otro joven, en una intervención poco masculina. En papel algo menos efímero, encontramos también a Rafael Hernández que actúa en el papel de compañero de trabajo de Pedro, de Rogelia y de Máximo, en el tramo inicial de la película.

El otro film de 1962 firmado por Rafael Gil, con actuación de José María Tasso, ya ha comparecido en este weblog en dos ocasiones anteriores. Se trata de una adaptación de la comedia de Jardiel Poncela del mismo título, “Tú y yo somos tres” e hicimos algún comentario a su respecto con motivo de la entrada dedicada a Manolo Gómez Bur , quien tenía una intervención en sus escenas iniciales, en el papel del cabo del cuerpo de bomberos, Rebollo.

“Tú y yo somos tres” fue uno de los últimos éxitos que cosechara Enrique Jardiel Poncela en el escenario. Comedia estrenada en el Teatro Infanta Isabel el 16 de marzo de 1945 por la compañía titular del mismo, reservaba el protagonismo para Isabel Garcés y Angel de Andrés y contaba en su reparto con Irene Caba Alba y su marido, Emilio Gutiérrez, los padres de los hermanos Gutiérrez Caba, Irene, Julia y Emilio. Refiriéndonos a la trama de la comedia y centrándonos ya en el film, diremos que se cuenta el caso de Manolina (Analía Gadé), que se casa por poderes con su novio Rodolfo (Alberto de Mendoza), el cual se presenta en Madrid, para reunirse con su esposa indisolublemente unido a su hermano siamés Adolfo (igualmente Alberto de Mendoza, con lo cual, para el cine, además de siameses, los dos hermanos son gemelos) provocando el consiguiente soponcio (con intento de suicidio incluido) de su recién adquirida esposa. Este planteamiento inicial, verdaderamente ocurrente y rompedor, que en la comedia de Jardiel se presenta con el característico sentido del suspense de su autor, está pobremente aprovechado por Rafael Gil y por el adaptador al cine de la obra, Rafael García Serrano. En la continuación de la trama, la intervención de Zendreras (en la comedia original se llama Loriga) , un eminente doctor (Ismael Merlo), consigue separar a los dos hermanos, pero quedando entonces un vínculo inmaterial que hace que lo que experimenta uno lo sienta en sus carnes el otro, no supone sino aumentar las complicaciones argumentales y la comicidad de las situaciones. Lamentablemente, Rafael Gil se muestra muy alejado de anteriores logros y el acierto demostrado al llevar a la pantalla “Eloísa está debajo de un almendro” no se vislumbra apenas. Desacierto que, por cierto, se acentuará aún más en un futuro intento de trasplantar el universo jardielesco al cine, cual fue “Un adulterio decente”(1969). En cualquier caso, la película “Tú y yo somos tres” cuenta, como mínimo, con el innegable atractivo de su protagonista femenina, la adorable Analía Gadé, y con los buenos oficios de los característicos de fuste, tales como la genial Julia Caba Alba (que hace, precisamente, el papel de Dominga, que representó en el Infanta Isabel, su hermana Irene), los citados Manolo Gómez Bur, e Ismael Merlo y hasta el mítico Pepe Isbert, que dispone de una fugaz intervención. En cambio, una realización que lastra los ágiles diálogos de Jardiel con un ritmo irregular y con inserciones desafortunadas y un muy inadecuado Alberto de Mendoza que fracasa estrepitosamente como galán cómico, contribuyen decisivamente a que la valoración de la película “Tú y yo somos tres” arroje un saldo negativo. La contribución de José María Tasso se sustancia en su interpretación del rol del fotógrafo que secunda al reportero de sucesos Ramiro Martínez González (Pepe Rubio). Ambos surgen de un Isetta, un mini-utilitario muy popular por aquellas fechas, afirmación corroborable por la presencia del vehículo en muchos films aquí comentados, dispuestos a cubrir la información del intento de suicidio de Manoli, quien, tras arrojarse desde un balcón de su casa, queda colgada de un reclamo publicitario en tan inconveniente postura que deja al descubierto sus largas y bien torneadas piernas. Siguiendo el hilo del suceso, reportero y fotógrafo seguirán y darán testimonio de las andanzas y vicisitudes que jalonan las agitadas vidas de Adolfo y Rodolfo, la operación que los separará y las correrías nocturnas del primero y hasta su asistencia a los encierros de los sanfermines. No mencionados hasta aquí y destacables nombres del reparto son los de Matilde Muñoz Sampedro, como atorrante tía de Manolinaen eJosé Franco, en el papel de Raimundo Cisneros, tío de Manolina, o el del bueno de Beni Deus, que se encarga de encarnar el rol del chófer Genaro.

Yendo al “grano”

Rodada en el riguroso blanco y negro que su director prefería, “El grano de mostaza” es una de las mejores películas de Sáenz de Heredia, especialmente si nos referimos a la segunda mitad de su carrera. Por tratarse, además, de una de las contadas ocasiones en que Manolo Gómez Bur corrió a cargo con un papel protagonista, hablamos de “El grano de mostaza” con algún detenimiento en la entrada dedicada a este gran actor, por lo que nuestro comentario en relación a este título lo remitiremos, en gran medida, a lo dicho entonces. Estrenada el 3 de agosto de 1962 en el madrileño cine Capitol , esta comedia de tintes negros que daba cuenta de las desventuras del insignificante y pacífico ciudadano don Evelio Galíndez (Gómez Bur) en pos de eludir un desafío con un temible señor Horcajo, sobrevenido el cual por una menudencia (el figurado grano de mostaza del título), fue la primera ocasión en que José María Tasso tuvo oportunidad de intervenir en un film firmado por el director de “Mariona Rebull”, José Luis Sáenz de Heredia, cuyos rodajes, dicho sea de paso, siempre fueron (según diversos testimonios) distinguidos entre la profesión como aquellos en los que el director dispensaba un trato más educado y grato para los actores. El mismo año, con ocasión de la filmación de “La verbena de la Paloma”, para una breve intervención, actor y director volverían a reunirse y, años más tarde, cuando Tasso ya estaba en situación de semi-retiro, volvería a contar para Sáenz de Heredia en dos ocasiones más, “Juicio de faldas” y “Don erre que erre”, rodadas en 1969 y 1970, respectivamente. Por lo que se refiere a “El grano de mostaza”, José María Tasso daba vida a un camarero que despachaba la barra de un mesón o venta de carretera, uno de esos lugares en los que, según se decía gráficamente en “Sólo para mayores”, se servía “pollito frito” a altas horas de la madrugada, con su tablao flamenco y todo. Uno de esos lugares en los que los señoritos madrileños (artistas de cine, incluidos) terminaban sus juerguecitas cuando cerraban los cabarets. A tan recomendable lugar iban a parar don Evelio y su aliado, el señor Toledano (Rafael Alonso), que están dando cumplimiento a uno de los intrincados y descabellados planes que urde el segundo para librar al primero de su indeseado compromiso ante el espantoso señor Horcajo. Los dos toman un reservado en la venta (regentada por el siempre eficaz Rafael López Somoza) y piden una caja de galletas cuadrada (en la que planean esconder una cabeza humana de pega que simula una decapitación). Mientras esperan, se presenta en la venta “El Repollo” (Paco Morán), un chulo que anda buscando a una de las chicas del local, “La Trini” (Eulalia del Pino). Como su nuevo protector (un hombre calvo no identificado) se opone a tal propósito, se entabla una feroz pelea entre ambos. Digamos a propósito que, como suele ser habitual en Sáenz de Heredia, la violencia excede del grado apropiado para aquello que, a fin de cuentas, es una comedia. Reaccionando atónito a las extrañas exigencias de los recién llegados clientes y con alarma a la bronca formada por los proxenetas contendientes, Tasso está acompañado por el camarero que atiende los reservados (Antonio Garisa). Finalmente, la pelea cesa cuando el rival de “El Repollo” cae bajo el filo de su navaja. Cuando la policía se lleva al agresor, el aterrado Evelio ve en él los rasgos de su particular némesis, el terrible Horcajo, quien, como “El Repollo”, tira de navaja, con lo que se pone fin al episodio de “El grano de mostaza” en el que participa José María Tasso.

Asiduo de Elorrieta (también en el 62)

Todavía deudora del éxito de “El último cuplé” puede considerarse “La bella Mimí”, producción dirigida por José María Elorrieta, participante de cierta corriente temática que revisitaba la renacida pasión por el género del cuplé y las variedades de las pimeras décadas del siglo veinte, de manera análoga a como otros productos de Elorrieta (casi siempre con Marujita Díaz en el papel protagonista) habían explorado similares territorios. Representante, tal vez, del último tramo del ciclo, se estrenó puntualmente en Barcelona, el 18 de junio de 1962 en los cines Dordo y Vergara, y con bastante retraso en Madrid, el primero de abril de 1963. Contando para la ocasión con la vedette Queta Claver, Elorrieta compuso uno de sus dignos espectáculos montados con afán de obtener el masivo seguimiento popular sin necesidad (por falta de posiblidades, principalmente) de invertir en él un presupuesto elevado. Así, el galán de “La bella Mimí” fue el hoy olvidadísimo Jaime Avellán, que por aquellos años paseó su grave y poco dúctil apostura por títulos similares, como por ejemplo, “Canción de cuna”, film producido por la misma Cooperativa Cinematográfica Unión, el mismo año, y en el que volvió a estar a las órdenes de Elorrieta y a tener gran parte del mismo reparto por compañeros. Se relata en “La bella Mimí” la peripecia de su protagonista, la cantante de cuplés Mimí, artista triunfadora en el Madrid de 1915 desde el escenario del music-hall “Eden Concert”, la cual se ve envuelta en un caso de desfalco cometido por uno de sus admiradores (Antonio Almorós). Como el tunante es apresado en el mismísimo camerino de la canzonetista, el director de la empresa esquilmada (Jaime Avellán), cree erróneamente que la guapa diva es responsable del desmán, por lo que la reprende públicamente. Mimí, herida en lo más vivo, urde una venganza que consiste en enamorar al censor haciéndose pasar por otra mujer, una muchachita provinciana e inexperta, y se da tanta maña, que el severo director de empresa se convierte en un corderillo enamorado, tanto que está decidido a casarse con la joven. Mimí, que comprende que puede ser un obstáculo en el brillante porvenir del joven empresario, al ser descubierto su engaño accidentalmente, en lugar de hacerse valer a sus enamorados ojos, prefiere presentarse como una mujer despiadada a la que no ha importado jugar con los sentimientos del gestor. Pero tras la separación, como es lógico, ambos entienden que se necesitan y, para dar lugar al imperativo final feliz, se reúnen prometiéndose amor eterno. Sobre esta leve trama típicamente romántica, desfila una larga serie de números musicales del “music –hall” de la época, más o menos picantes, en los que destacan las apetecibles presencias de la bellísima y malograda Soledad Miranda (que debutaba en este film) y de la no menos encantadora (aunque bastante más dura) Diana Lorys. En papeles de cierta responsabilidad, respaldando las incidencias cómicas y melodramáticas, José Álvarez “Lepe”, Antonio Garisa y María Esperanza Navarro, y formando un grupo de irresponsables galopines juerguistas aficionados a las “varietés”, los frívolos Pastor Serrador, Paquito Cano y Aníbal Vela (jr.). En papeles muy circunstanciales y efímeros, estaban nuestro protagonista de hoy, José María Tasso, y José Morales, que hacía de archivero.

Si poco hemos dicho de “La bella Mimí” todavía menos diremos ahora de “Usted tiene ojos de mujer fatal”, película que mencionamos en la entrada dedicada a Manolo Gómez Bur y que, desde entonces, no hemos tenido todavía oportunidad de ver, por lo que permanece en la incógnita el papel que le fue adjudicado a José María Tasso. Señalemos que, coincidente en las carteleras del 62 con “Tú y yo somos tres”, “Usted tiene ojos de mujer fatal” suponía una constatación de la vigencia del teatro de Jardiel, quien tras haber sufrido el desprecio y el olvido de sus contemporáneos en sus últimos años de vida, alcanzaba, a los ocho años de su defunción, la difusión popular del medio cinematográfico, que llevaba a las pantallas dos comedias representantes de los extremos temporales de la producción jardielesca, pues mientras que, como dijimos antes, “Tú y yo somos tres” (1945) fue uno de sus últimos éxitos en la escena, “Usted tiene ojos de mujer fatal” (1933) (que adaptaba al teatro una novela previa del autor, “¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?” y que el mismo Jardiel adaptó para el cine en 1936) fue uno de los primeros. Por no despachar sin más la película de Elorrieta, rodada en régimen de cooperativa, escrita en colaboración con su inseparable José Manuel Iglesias, anotemos que encarnaron sus roles principales la guapa Susana Campos (pareja por aquel entonces de Alberto Berco), el galán luso Virgilio Teixeira (un habitual de Elorrieta, a quien recordamos en “Habanera”) y Manolo Gómez Bur, que aparecía destacado en los carteles, como “Isidori”, el mayordomo del seductor protagonista. En papeles de menor responsabilidad, la atractiva Marta Padován y Pastor Serrador (que en el mismo año participó en otro rodaje de Elorrieta, el de “La bella Mimí”).

Producida igualmente por la Cooperativa Cinematográfica Unión en 1962, como “La bella Mimí” y “Usted tiene ojos de mujer fatal”, “Esa pícara pelirroja” fue la tercera película de José María Elorrieta del mismo año en la que José María Tasso obtuvo un papel. No se estrenó, empero, hasta el 6 de mayo de 1963 en el cine Capitol de Madrid. Contando con un guión en el que intervinieron junto a la pareja habitual formada por el propio Elorrieta y su inseparable José Manuel Iglesias, Juan Antonio Verdugo y H. S. Valdés, en el cual se contaba la historia de un equívoco provocado por la entrega de un ramo de flores, con el que un industrial fabricante de neveras llamado Pablo Correll (Ismael Merlo) quiere obsequiar a la esposa de un ingeniero que está de visita en Madrid. La confusión sufrida por el mozo (precisamente, Tachuela) que debe entregar la gran cesta floral le lleva a entregarla a una célebre estrella de cine (Ethel Rojo) que se encuentra en la capital rodando un film musical. El avispado productor de la película (Antonio Garisa) ve en el equívoco (pese a que se deshace con presteza) la oportunidad para implicar al industrial en la producción del film, que le está resultando, por cierto, muy conflictiva. El contacto y posterior desarrollo en relación sentimental del formal y severo hombre de negocios con la voluble y chispeante estrella de la farándula, propiciado por el marrullero productor cinematográfico constituyen el nudo argumental de este nuevo divertimento de la “modesta pero honrada” factoría Elorrieta. Muy semejante a la anterior "La corista", tiene como aquella su mejor baza en el reparto, que completaban Manolo Gómez Bur (quien también aportaba su vis cómica en el film aludido), Gracita Morales y un entonces en boga Torrebruno, que aprovecha la ocasión para colocar varias de sus canciones (una de ellas, especialmente escrita para la película, en colaboración con el guionista, H. S. Valdés, titulada "Los Náufragos", verdaderamente original). El film incluía un curioso episodio en el que se parodiaba el existencialismo inherente al cine de vanguardia que se hacía en aquellos incipientes años sesenta, en el curso del cual Tasso interpretaba un segundo papel que sumar al de repartidor de la floristería, como uno de los actores que interpretan el film que rueda un director (a quien da vida Félix Navarro) lleno de los "tics" habitualmente atribuidos a la vanguardia artística (variante existencialista - beatnik).

Participando con un solo boleto de la “Tómbola”

El mito de Marisol, que había nacido con “Un rayo de luz” y se había expandido con “Ha llegado un ángel”, alcanzó su zénit con “Tómbola”. Producida a toda velocidad, sin dejar que se enfriara el éxito de sus dos predecesoras, la tercera película de Marisol (que comentamos en alguna medida cuando le dedicamos una entrada a José Sepúlveda) cimentó la dimensión de “fenómeno social” de la niña prodigiosa y consolidó una creciente mercadotecnia expresada en forma de discos, revistas, álbumes de cromos, y refrendada por múltiples apariciones en la naciente televisión, giras de actuaciones por todo el mundo y presencia abusiva en los medios de comunicación. España quería a Marisol y sus explotadores (siento emplear esta palabra, pero siento que es la que mejor cuadra) estaban bien dispuestos a servírsela. José María Tasso, en cierto modo un producto derivado del fenómeno Marisol, probablemente “invitado” por Luis Lucia, asistió a la tercera ceremonia ritual de la entrega de la niña malagueña a las devoradoras fauces de la audiencia. El suyo será esta vez un papel minúsculo, apenas un cameo en el que podemos intuir una deferencia hacia la buena relación que tuvo el actor con el director de la saga (por otra parte, un profesional con fama de despótico, tan tiránico en sus rodajes como educado fue Sáenz de Heredia).

Así como en “Ha llegado un ángel”, el problema de Marisol es incrustarse en una familia desestructurada, en “Tómbola” la niña vive en el seno de una familia acaudalada, en una casa lujosa, propiedad de su tío don Pablo (Guillermo Marín), teniendo a su disposición todas las comodidades que el dinero puede proporcionar, tales como un chófer a su servicio llamado Baldomero (Francisco Bernal). La complicación con que se enfrenta Marisol procede de lo que se considera una “desbordante imaginación”, que le lleva a ver enredos novelescos en cada una de las situaciones cotidianas en las que vive. Así, por ejemplo, en una excursión campestre con su colegio, cree ver a un peligroso espía enemigo a punto de iniciar una acción terrorista que ha raptado a su amiguita María Belén (la niña mulata de origen cubano Joëlle Rivero), cuando, realmente, el “peligroso enemigo” se trata en realidad de un empleado (aficionado a la caza) de la finca rústica en la que están de pic-nic. Pero tal extremo sólo se confirma después de que la imaginativa niña haya puesto en pie de guerra a la mitad del ejército español (incluyendo en ella al radiotelegrafista José Moratalla y al capitán Fernando Labernier, ambos incluidos en el reparto de la precedente “Ha llegado un ángel”). Zapatiestas como esta dejan la credibilidad de Marisol en niveles ínfimos, lo que explica que nadie le crea cuando asegura haber visto, en una visita del colegio encabezada por la directora (Mercedes Borque) al museo (que dirige alguien con el aspecto y la voz de José Orjas), cómo tres ladrones robaban un valioso cuadro, “La madona de las rosas”, disfrazados de frailes y sustituyéndolo por una imitación. Cuando al fin las autoridades, con el comisario de policía don Matías (José María Caffarel) a la cabeza, creen a la niña, ésta, aprovechando su presencia en televisión, se dirige a las cámaras para advertir a los ladrones que los delatará si no devuelven lo robado. Éstos, una banda formada por un ex ventrílocuo profesional, Pepe “Joe Carter” (Rafael Alonso, que resuelve con suficiencia el desafío de dar vida a su original rol, lo que incluye dar vida como ventrílocuo a la muñequita “Marieta”, ardid con el que engaña telefónicamente a Marisol), un tosco gordinflón apodado “Batacazo” (Roberto Camardiel) y el joven y asilvestrado Mario (Enrique Ávila), deciden secuestrar a la niña (en algún lugar de la provincia de Toledo) y hasta, cuando ésta ve sus caras, debaten si “liquidarla” (“Joe Carter” está a favor y “Batacazo”, en contra). La cosa parece ponerse seria. Sin embargo, la bondad natural de Marisol y la intervención del cura párroco don Lorenzo (José Marco Davó, en una composición del personaje muy convencional) sacan a la luz el buen fondo de los ladronzuelos, que terminan devolviendo lo robado y regenerándose como es debido. La exposición de la encantadora niña a los peligros de auténticos delincuentes (aunque resulten ser tiernos como malvas), el gancho comercial de la canción cuyo título coincidente con el de la película, es rotundo y fácil de recordar, y un reparto que completaron una multitud de excelentes secundarios, como Goyo Lebrero, en el papel de un testigo de un accidente de tránsito, o Manuel Guitián y Pilar Gómez Ferrer (en el papel de un matrimonio de polleros), o Josefina Serratosa (esposa de José Sepúlveda, que hace de portera), o Rafaela Aparicio (que hace de testigo de un accidente en el que se involucra el coche de Marisol), o Lorenzo Robledo, un especialista en spaghetti westerns que tiene una insignificante intervención como conductor de autobús, o Santiago Ontañón, decorador aficionado a los “cameos” que hace en esta ocasión de consejero de seguros, o el masivo Beni Deus que da vida a un agente de policía escribano, los cuales contribuyen con sus actuaciones a dar la sensación de buen acabado al producto fílmico, arrojan un resultado más que satisfactorio, digno de la enorme repercusión que “Tómbola” cosechó. Por si los antedichos valores parecieran escasos a algún exigente aficionado, el film contiene, además, toda una línea filosófica que ofrece al espectador motivo de hondas reflexiones: “La vida es una tómbola, tom, tom, tómbola…”. La contribución de Tasso se sustancia en esta ocasión en una breve secuencia inserta en la acción, en la que da vida a un operario de una grúa móvil que se dispone a sacar de la carretera el coche de André Saint-Etienne, un tratante de arte francés al que están esperando los tres ladrones y que no podrá acudir a la cita por causa del accidente sufrido. Acompañado de dos compañeros (uno de los cuales es Francisco Camoiras, el otro, lamentablemente, no lo he podido identificar), Tasso da lectura al periódico para que el espectador se entere de lo sucedido con el incomparecido tratante de arte.

Mirándose en el espejo de “Los pobrecitos”

Es sin duda singular la figura de Alfonso Paso en la historia reciente del teatro español. Sin ninguna duda, fue el autor teatral más célebre de la segunda mitad del siglo XX en España y también, quien más rápidamente (en proporción directa a su fulgurante éxito) perdió el favor del público. Yerno del inmortal Jardiel Poncela y heredero en algún aspecto de parte de su humorismo, Alfonso Paso llegó a estrenar en Madrid hasta 13 comedias en 1962 y sólo dos menos al año siguiente, no bajando de nueve o diez estrenos en los siete años siguientes. Unas cifras que hoy se antojan inverosímiles. Perteneciente a su primera época como autor teatral, “Los pobrecitos” está comúnmente considerada como una de sus mejores obras, perteneciente a la vertiente que Julio Mathias denominó en su libro sobre el dramaturgo como “Tragicomedia” y cosechó un éxito apoteósico tanto en su estreno el 29 de marzo de 1957 en el teatro María Guerrero de Madrid, como en su representación en la Plaza del Ayuntamiento de Alicante tras la concesión del premio Carlos Arniches. En el Teatro Nacional, la representación corrió a cargo de un elenco brillantísimo, en el que destacamos a titulares de la compañía tales como Elvira Noriega, Luisa Sala, Ángel Picazo, Pastor Serrador, María Luisa Moneró, Mariano Azaña, Javier Loyola, Guillermo Hidalgo o Teófilo Calle. Ninguno de ellos figurará en el reparto de “El sol en el espejo”, coproducción con Argentina estrenada el 8 de julio de 1963, que dirigió Antonio Román, la cual adaptaba al cine la obra de Alfonso Paso, mediante un guión que firmaron juntos el propio autor de la comedia (experimentado guionista y dialoguista de cine, a la sazón), el director del film, y los curtidos Antonio Vich y José Luis Colina. La protagonista de la película fue la esposa de Antonio Román, la argentina nacida en Buenos Aires el 17 de septiembre de 1933, hija de español (madrileño, por más señas) Ivonne Bastien, quien ya había protagonizado para su marido la película con reparto internacional de muy apropiado título “Mi mujer me gusta más” y el remake de otro film anterior de Antonio Román, “Pacto de silencio”, y que continuaría su carrera profesional ligada a la suerte de su esposo, pues volvería a ponerse a sus órdenes como actriz en “Un tiro por la espalda” (1964), “Ringo de Nebraska” (1966) y “El mesón del gitano” (1970), film que, protagonizado por Peret, supondría el último, tanto de la actriz, como del cineasta. Pues bien, en el traslado a la pantalla del éxito escénico de Alfonso Paso dirigido por Antonio Román (que estaba atento a las posibilidades cinematográficas de las reputadas obras teatrales, como prueba que llevara al cine en 1957 “Madrugada”, de Buero Vallejo) y con protagonismo de su esposa Ivonne Bastien, José María Tasso, que ya había contado con la confianza de Antonio Román para su adaptación de la novela homónima de Angel María de Lera “Los clarines del miedo” (1958), dispuso de un papel si bien no demasiado extenso, sí bastante relevante.

Cuenta “El sol en el espejo” la odisea de la joven Leonor (Ivonne Bastian), a quien encontramos perdida, en medio de la noche, huyendo del que parece su domicilio conyugal que va a dar con sus oscuros secretos al microcosmos que es la modestísima pensión “Clarita”. En este particular “hábitat”, que el autor Paso debía conocer bien, dada su experiencia de joven escritor que se alojaba en un lugar similar en sus años de conquista de Madrid, trabamos conocimiento con su propietaria, la antipática doña Clara (Porfiria Sanchiz), que trata con muy poco afecto a sus huéspedes, a los que le cuesta horrores cobrar la pensión. Conformando el grupo humano que puebla la pensión “Clarita”, hallamos a don Pablo (el inconmensurable Pepe Isbert), un anciano que se postula como “vieja gloria militar” y que vive de heroicos recuerdos de la milicia. En tan precaria situación económica como el precedente (que debe a la patrona la friolera de 2386 pesetas con 15 céntimos), vive también la viuda doña Engracia (Margarita Lozano), con Luisito, su hijo enfermo, a quien don Pablo llama “recluta Gómez”. Una niña que vive en el edificio de enfrente, Esperancita, con ayuda de un espejo le “transmite“ todas las mañanas un rayo de sol. En la pensión también conviven dos personajes parecidos, el intelectual y ocioso don Julio (Alberto Dalbes) y el que parece un trasunto del propio autor, en sus años jóvenes, Carlos Aguirre (Luis Dávila), un autor novel que busca abrirse camino y estrenar en algún teatro de Madrid. También están instalados en casa de doña Clara, tanto la mantenida Loli (María Asquerino), a la que protege desde una prudente distancia su amante, un hombre casado llamado Roberto Matallana (Pedro Porcel), como el empleadillo Eduardo González (Antonio G. Escribano), que precisamente trabaja para el señor Matallana, como el favorito de la patrona, el áspero señor Pardo (José Vivó), y como la criada para todo, Luisa (Gracita Morales, acreditada como Gracia Morales). Las vidas de esta serie de personajes nos es mostrada, con sus pequeñas miserias y afanes, con el telón de fondo de la misteriosa procedencia de Leonor. Así, Eduardo trata de ayudar a la viuda doña Engracia, para que consiga una subvención que le permita operar a su hijo y hasta pide un aumento de sueldo a su jefe don Roberto Matallana, sin éxito. Éste, por su parte, trata de dar esquinazo a Loli, que empieza a resultarle molesta y dispuesto a echarse atrás en todas sus promesas, hasta consigue que su joyero (José Franco), que le había de proporcionar la sortija prometida a la amante, le excuse ante Loli, asegurando que se ha ido nada menos que a Nueva York. El incipiente autor teatral, Carlos Aguirre, se entrevista con el empresario señor Losada (Antonio Prieto), lo que le supone un nuevo desengaño, pues tampoco está dispuesto a estrenarle su comedia “La luz del día”. Pide auxilio a su casa, exprimiendo las últimas pesetas (dos mil) a don Aurelio, su padre, que es sastre de profesión y que querría que su hijo desistiera de una vez y volviera a su hogar, en Burgo de Osma, olvidando veleidades literarias. Doña Clara, harta de no cobrar, plantea un ultimátum a sus huéspedes, de manera que o le pagan lo que le deben o tendrán que abandonar la pensión porque ha apalabrado ya las habitaciones. Don Julio, mientras tanto, ha desarrollado algunas pesquisas por las que sabe que Leonor, que está intimando con Carlos, no es sincera acerca de su pasado. También el propio Carlos termina por descubrir que Leonor ha llegado incluso haber simulado estar hablando por teléfono con su inexistente marido. Descubrimos, asimismo, que don Pablo (como los oficiales retirados de “Novio a la vista”, nunca pasó de soldado en el servicio militar que prestó en África). Vive de ilusiones y contagia sus locuras a los demás, como por ejemplo, al recluta Isidro Cantalejo (Venancio Muro), el novio de Luisa, al que alista a su servicio y va ascendiendo a su antojo. Aparece un misterioso personaje, encarnado por Ismael Merlo, relacionado con el secreto de Leonor, a quien vislumbran, intrigados, Carlos y Julio. La despechada Loli recibe carta de su hija, a la cual tiene con sus abuelos. Llega la Navidad y con las fiestas, un nuevo huésped, el más boyante don Alfredo (Beni Deus). Leonor recibe presiones telefónicas del abogado del personaje de Ismael Merlo (Erasmo Pascual), que la amenaza con un misterioso papel, sin resultado. Cuando la situación se presenta desesperada, especialmente para doña Engracia, que se ve el día de Navidad con las maletas listas y dispuesta a ir a parar a la calle, se presenta en la puerta de la pensión un cartero debutante, el mismísimo José María Tasso, que lleva un reparto muy especial, sobres repletos de billetes destinados a todos los que viven en “Clarita”, con la excepción muy señalada de la propia doña Clara y de su protegido, el señor Pardo. La alegría se extiende por todos los “pobrecitos” alojados en el establecimiento. En la semana que media entre Navidad y San Silvestre, se opera a Luisito, Eduardo le pide en matrimonio a doña Engracia (cayendo de pronto en que la quiere), don Pablo le regala una gorra de gala a Isidro y Carlos se marcha de la pensión. Cuando se dirige a la estación, ve al misterioso personaje y le sigue hasta un despacho para pedirle explicaciones. Se encuentra con que le reclaman 420.000 pesetas, al ser tomado por un enviado de Leonor. Se trata del dinero que el cartero repartió el día de Navidad. Le explican a Carlos que Leonor tiene una pensión asignada de su padre, que vive en Brasil donde dirige sus negocios, y que, en un descuido, se apropió de ese dinero en el despacho del administrador. Cuando Carlos vuelve a la pensión encuentra que Leonor está a punto de entregarse a la policía. Trata de convencerla para huir juntos, pero la joven está decidida. El plazo para entregarse voluntariamente termina a la medianoche y Leonor está dispuesta a cumplirlo. Carlos le promete esperarla.

La captura del ambiente de la pensión de doña Clara, de la modesta convivencia de sus habitantes, que se disputan el uso del teléfono, que comen míseramente, que se desesperan en los estrechos márgenes de las desvencijadas paredes su comunal vivienda, es quizá el mayor mérito de Antonio Román, que insistía en el tratamiento de una obra teatral, como hiciera en el caso de “Madrugada”. Con escasas salidas al exterior, perfectamente prescindibles, el manejo de los personajes en las sucesivas escenas de rigurosos interiores, por parte del gallego director, puede considerarse digno de encomio, y sólo hemos de lamentar que actores de tanta categoría como Pepe Isbert, Erasmo Pascual o Pedro Porcel actúen con la voz doblada (los casos de Luis Dávila, Alberto Dalbes o la propia Ivonne Bastian, por su acento originario, es más disculpable). Por lo que se refiere a José María Tasso, digamos que aprovecha su fugaz intervención dejando una buena impresión en el espectador, no pasando desapercibido en su papel de cartero novato al que la suerte le concede la oportunidad de repartir felicidad entre los sufridos habitantes de la pensión “Clarita”, lo que le vale, por ejemplo, un achuchó de una juvenil Gracita Morales. Digamos, anecdóticamente, que no es él el único cartero que aparece en el film. El ubicuo Juan Cazalilla da vida a otro repartidor de correspondencia, el encargado de los giros postales que le lleva a Carlos uno procedente de su hogar en Burgo de Osma. Destaquemos, por último, que “El sol en el espejo”, en relación a la obra teatral de la que procede, “Los pobrecitos”, como suele suceder, presenta una versión algo “rebajada” del delito cometido por su protagonista. Mientras en la comedia que se estrenó en el María Guerrero Leonor robaba el dinero del reparto humanitario en un banco, en la película se llega a decir que, en cierto modo, “ha cobrado un adelanto” sobre su pensión. Pese a que se ha aligerado el peso del delito y, por tanto, de la culpa, Leonor tiene que pagar por él, como es norma obligada en los argumentos del cine español.

Igualmente basada en una obra de teatro, “Plaza de Oriente”, producción Copercines de 1962 estrenada al año siguiente, que dirigió Mateo Cano y que, como era habitual en los proyectos de Eduardo Manzanos Brochero, tenía reservado para su mujer, la bailarina Mari Luz Galicia, el papel protagónico, compareció ya en este weblog con ocasión de la entrada dedicada a Jesús Tordesillas, otro valor frecuente en los rodajes del citado empresario. A lo poquísimo dicho entonces, apenas nada, por desgracia, podemos añadir hoy. Limitémonos a señalar que José María Tasso intervino brevemente en esta adaptación de una comedia catalogada como “nostálgica” estrenada en 1947, original de Joaquín Calvo Sotelo, autor de afección católico-conservadora al que se le reconoció críticamente en su momento por la pretenciosa “La muralla” (1954) y que tuvo en “Milagro en la plaza del progreso”(1953) (llevadas ambas al cine por Luis Lucia en, respectivamente, 1954 y 1959, bajo el título la segunda de “Un ángel tuvo la culpa”), en “La visita que no llamó al timbre” (1949) (también trasladada a la pantalla en 1965, con dirección de Mario Camus), en “Una muchachita de Valladolid” y en sus continuaciones, “Cartas credenciales” y “Operación embajada” (que se convirtieron en celuloide bajo la dirección, de Luis César Amadori, la primera comedia en 1958, y de Fernando Palacios fundiendo las dos siguentes en un film con el título de la última en 1963), sus mayores éxitos populares. Volviendo a “Plaza de Oriente”, señalemos que para describir el devenir de la familia Ardánez a lo largo de treinta y siete años en la mentada plaza madrileña (un planteamiento similar al de la posterior “Mi calle” (1960), de Edgar Neville), acompañando a la citada Mari Luz Galicia, el director Mateo Cano dispuso de los talentos combinados de Luis Prendes, Carlos Estrada, Luis Peña, Trini Alonso y Roberto Rey, que se sumaron al de los antedichos Jesús Tordesillas y José María Tasso.

Birlando buñuelos

La versión de “La verbena de la Paloma” que dirigió José Luis Sáenz de Heredia significó, además de un gran éxito comercial, una oportunidad excepcional para su protagonista, Concha Velasco, de estar al frente y en solitario, de una película de gran presupuesto destinada a recaudar elevadas sumas de dinero en taquilla. En manos del prestigioso director, acaparador de premios del Sindicato del Espectáclo, que era a un tiempo su pareja y Pygmalion particular, la joven actriz sufrió una refinada tortura consistente en mantenerla alejada de los buenos platos de yantar a los que era bien aficionada, porque según el experto criterio de Sáenz de Heredia, “nunca se está demasiado delgado para la cámara”. Coproducción con México, “La verbena de la Paloma” sumó además los potenciales de las productoras de Benito Perojo y Cesáreo González, con el fin de no escatimar medios. En su reparto, destaca la presencia del mítico Miguel Ligero, quien fue capaz de repetir el papel que interpretara en la versión de 1936 dirigida por Perojo por imposición de Sáenz de Heredia, desplazando al primer propuesto, el actor español afincado en México, Ángel Garasa, a quien se le adjudicó otro papel el cual fue ampliado en desagravio. Para el papel protagonista se confió en e inadecuado Vicente Parra, demasiado “poca cosa” y demasiado “delicado” (al parecer particular de este burgomaestre) para ser un “Julián” como Dios manda, no obstante lo cual, sale airoso del trance.

Desentrañar, a estas alturas, la trama argumental de “La verbena de la Paloma” se le antoja a este burgomaestre tarea harto superflua. Los amores de Julián Cañete y Gallardo (Vicente Parra), cajista de imprenta, con la chulapa Susana (Conchita Velasco) y los devaneos de ésta y de su hermana Casta (Irán Eory) con el adinerado y decrépito boticario don Hilarión (Miguel Ligero), con todos los cantables del maestro Tomás Bretón a través de los cuales se desarrollan las incidencias y estampas del relato, forman parte de la memoria colectiva de España. La versión propuesta por Sáenz de Heredia, beneficiaria de un holgado presupuesto, inusual en la cinematografía española, resulta espectacular y contiene alguna aportación novedosa cuales son sus prólogo y epílogo ambientados en la época contemporánea, como un sistema de “aggiornamento” parcial, que pusiera, de algún modo, el género chico (que Sáenz de Heredia admiraba y conocía exhaustivamente) en contacto con la era del musical moderno cinematográfico cuyo nuevo rumbo inauguró “West Side Story” (Jerome Robbins, Robert Wise, 1961). Del numeroso elenco de “La verbena de la Paloma” destacamos, en primer lugar, la presencia de Mercedes Vecino, en el rol de la “señá Rita”, nuevamente actuando como madre de Vicente Parra, tal como había hecho en su regreso a las pantallas en la muy exitosa “¿Dónde vas, Alfonso XII?”, que se pasa la película repitiendo con mucha gracia su muletilla admonitoria: “¡Julián, que tiés madre!”. También tienen un papel agradecido la gran Milagros Leal, como Tía Antonia, en cierto modo explotadora de sus ahijadas Casta y Susana, el antedicho Ángel Garasa, y el inconmensurable Félix Fernández. En roles menores, prácticamente de ambientación, encontramos intervenciones de Antonio Ferrandis, como vendedor de postizos capilares (“la juerga de la verbena”), de Mary Begoña, como estanquera castiza, de Xan das Bolas como sempiterno sereno y, por citar sólo dos más, a José María Prada y a Antonio Moreno, que hacen dos guardias. La intervención de José María Tasso se produce en el transcurso de la verbena, propiamente dicha, cuando Julián le ha pedido a su amigo Manolo (Alfredo Landa) que le haga un préstamo de su novia Balbina (la guapa Silvia Solar, a la que recordamos, sin salir de esta misma entrada, de “Despedida de soltero” que actúa de rubia y con la voz prestada por María Luisa Ponte). Mientras Manolo se mantiene al margen de las maniobras de Julián en la pista tendentes a provocar los celos de Susana, a los que asiste, ni que decir tiene, con preocupación creciente, un fresco chulapo aprovecha para mangarle los buñuelos que Manolo había ido a comprar para su novia y su amigo. Al notar la merma, Manolo se vuelve hacia el larguirucho desconocido que tiene detrás y le acusa del hurto. El personaje de Tasso se hace el sueco, tan ricamente. Manolo le asevera concluyente: “Yo llevaba aquí docena y media de buñuelos”. “¿Y a mí qué?”, le pregunta Tasso. “Serían de viento”. Por si a alguien le quedaba alguna duda, cuando Manolo se marcha, vemos a Tasso esgrimir los afanados buñuelos.

Últimas emisiones antes de la desconexión y “La chica del trébol”

Además de la incesante actividad en el cine (especialmente remarcable en 1962, aunque no desdeñable en el siguIente año ni en la primera mitad de 1964), José María Tasso continuó participando con cierta frecuencia en las emisiones de la primitiva televisión de aquel entonces, la cual se extendía por el territorio nacional en progresión geométrica. De los programas en que participó nuestro protagonista de hoy tenemos constancia al menos de dos de ellos, que, casi con toda seguridad, no debieron ser los únicos.

El primero de ellos fue la serie “Firmado Pérez”, original del infatigable y omnipresente Alfonso Paso, que se emitió en la segunda mitad de 1963 bajo la dirección de Pedro L. Ramírez. Se trataba de un dramático del género cómico de breve duración (quince minutos) que se pasaba los sábados a partir de las diez menos cuarto de la noche. El elenco fijo de la serie lo conformaban los sensacionales Agustín González, Gracita Morales (entonces, todavía acreditada como “Gracia”), José María Caffarel y el propio José María Tasso. El segundo, un episodio de la serie “Escuela de maridos”, original del humorista Noel Clarasó, habitual del medio que había estrenado en la pequeña pantalla, la temporada anterior, la serie “3º izquierda”, con buenos resultados y protagonismo de Elvira Quintillá y el llorado José Luis López Vázquez. Para “Escuela de maridos” se volvió a contar con la esposa de José María Rodero para dar vida a su protagonista y tanto la dirección como la realización corrieron a cargo de Ricardo Blasco. José María Tasso tuvo su papel en el episodio titulado “Un marido frivolón”, que se emitió el 31 de enero de 1964 en su espacio habitual, de media hora de duración, del sábado a las nueve de la noche. Los otros actores del episodio (que como todos suponía la ilustración de algún aspecto curioso de los comportamientos y usos más frecuentes de la vida conyugal, presentado a la pública consideración por Elvira Quintillá) fueron el matrimonio formado por Mabel Karr y Fernando Rey, a quienes se sumó el sobrio (aunque algo mofletudo) José Luis Lespe.

La segunda incursión de José María Tasso en el “universo Dúrcal” se produce en “La

chica del trébol”, film estrenado el 11 de mayo de 1964 (con nuestro héroe recién casado), en el Lope de Vega, de Madrid, y supuso para el productor Luis Sanz (Madrid, 1926) un nuevo enfoque de su estrella, la pizpireta Rocío Dúrcal, para el cual contó con aliados transalpinos, ya que se rodó en régimen de coproducción con la empresa italiana Mondial Cineproduzione, que fue probablemente quien aportó al director Sergio Grieco (13-1-1917, Coderigo, Véneto – 30-03-1982, Roma), cineasta hasta ese momento especializado en films de aventuras en sus variantes de piratas y “peplums” y que, tras este paréntesis volvería al género, en sus modalidades de “bondianismo y otros espías” y “thrillers de gángsters”. “La chica del trébol” cuyo argumento, que se presentaba como libremente inspirado en “La Cenicienta”, se definió en un guión original de Antonio Vich, contaba la historia de los amores de Rocío (Rocío Dúrcal, ¿quién si no?), una chica de modesta condición, que por circunstancias casuales, toma contacto con la alta sociedad, llegando a enamorar a uno de sus jóvenes miembros. Hija de un taxista (Ismael Merlo), Rocío se dedica llevar encargos de la casa de modas de Ángel Cortés (Rafael Alonso), hasta que un día, requerida por sus jefes, que se encuentran en un apuro, se ve obligada a pasar los modelos de una colección. En pago, la chica recibe una gratificación económica y uno de los vestidos que ha pasado, que se lo deja puesto. Exquisitamente maquillada y peinada, y vestida con ropa de alta costura, la chica es tomada por un grupo de jóvenes de elevada posición social por una igual, con lo que empiezan a salir con ella. Muy pronto, su belleza y sus habilidades canoras encandilan a Rafael (Fabrizio Moroni), que deja de prestar atención a su novia de siempre, Elena (Margherita Girelli). Entre tanto, Juan (Carlos Romero Marchent), un amigo del barrio que siente por Rocío un cariño que le cuesta expresar, asiste impotente al alejamiento de la muchacha. La sencilla vida de Rocío, llena hasta ese momento con la convivencia en casa con su padre y su hermano Emilio (José María Tasso) y con los espontáneos ensayos con un sexteto musical (“Los espaciales”, un grupo fanático de Johnny Haliday), se complica con el mantenimiento de su superchería. Alicia (Amparo Baró), hermana de Rafael, interviene para favorecer a su amiga Elena, desenmascarando a Rocío, pero su jugada no obtiene el triunfo porque el joven asegura saber la verdad y estar sinceramente enamorado de la chica pobre. El padre de Rocío también advierte al fogoso joven y le pide que reflexione, ante el obstáculo que supone la diferencia de clase, pero Rafael insiste en la reciedumbre de su amor. Sin embargo, basta con que pase una noche en el ambiente de Rocío, en el baile del barrio, para desanimarse completamente. Al final, Rocío se decide por Juan, que es un buen chico, trabajador, algo torpe, pero que la quiere sin complicaciones y, sobre todo, es de su misma clase. El mensaje de “La chica del trébol” es claro y, paradójicamente, es de signo inverso al del cuento que supuestamente la inspira. La única coincidencia argumental se da en que las protagonistas de ambas historias asisten a un baile de gala con un lujoso vestido que les proporcionan unas hadas buenas (en la película son las compañeras de la casa de modas “Ángel Cortés”) y que deberán devolver al filo de la medianoche. Por lo demás, las canciones, compuestas por letras de Antonio Guijarro y Rafael de León y por melodías originales, en su mayor parte, del maestro Augusto Algueró, son ramplonas en exceso (con una única semi-aceptable, que precisamente también grabó Carmen Sevilla, esposa del compositor, la que hace referencia al título “Trébole”). Para un espectador actual, el film conserva el encanto de la ingenuidad que transpira en muchos momentos, como por ejemplo en todos los protagonizados por el grupo “Los espaciales”, o en el buen hacer de Carlos Romero Marchent, que consigue resultar convincente y veraz en su interpretación de un joven en cuya personalidad se mezclan el desparpajo, la chulería y la timidez. En lo tocante a José María Tasso, está igualmente creíble en su incorporación de Emilio, el hermano mayor de Rocío, el cual la ve con la indiferencia típica de los de su condición. Obsesionado con las motos, forma un triunvirato con sus amigos Juan y Sixto (el luego director y guionista José Antonio Arévalo) empeñado en retocar cuanto vehículo de dos ruedas se les ponga al alcance. Hasta en los momentos de asueto, como cuando le vemos bailando con una tal Tere en el baile del barrio, Emilio sólo tiene lugar en la cabeza para las motocicletas, lo que demuestra comparando a su pareja con un ciclomotor: “Tienes buena carcasa”, le dice. Una de sus víctimas en el antedicho afán por retocar motores sin importar lo nuevos que éstos sean, es Joaquín Portillo “Top”, el cual, curiosamente, o mucho le engañan los oídos a este burgomaestre, o está doblado por su compañero Luis Sánchez Polack, “Tip”. Se trata, en fin, de uno de los papeles con mayor presencia de los que le cayeron en suerte a José María Tasso, con apariciones a lo largo del metraje y con una razonable cantidad de líneas de diálogo. Aunque la aportación de su personaje no sea decisiva para el desarrollo de la historia, su “Emilio” queda como una de las creaciones más completas de su carrera. El aspecto extremadamente juvenil de Tasso le permitió, además, dar sin problemas la edad del personaje, que sin duda debía estar muy por debajo de los veintinueve años que tenía el actor cuando rodó la película. De los otros actores de “La chica del trébol”, digamos que Ismael Merlo no luce como merecería su categoría debido a la indefinición de su personaje, que no identificamos claramente con ningún modelo de “padre” reconocible (no es especialmente bondadoso, ni cariñoso, ni severo, ni tiránico, dando la impresión de estar algo ausente), mientras que una jovencísima (aunque ya experimentada) Amparo Baró, resuelve bien la papeleta de su ingrato personaje.

Últimos films antes de contraer matrimonio

Propuesta de Arturo González oportunísima para Mariano Ozores, que le permitió recuperarse del descalabro de “La hora incógnita”, pues si bien obtuvo un resultado bien alejado de lo que se considera un éxito comercial, al menos, no supuso un nuevo fracaso sin paliativos, como el del film precedente, “Las hijas de Helena” contaba con un reparto tan competente como atractivo para el público. Escrita al alimón por José María Palacios y Mariano Ozores, “Las hija de Helena” contaba la peripecia de Mari Paz (Laura Valenzuela), Mari Po (la malograda Soledad Miranda) y Mari Pepa (María Mahor), tres hermanas quienes, al comienzo del film, están a punto de casarse con sus respectivos novios, Alejandro (Antonio Ozores, que vuelve a ser novio de Laura Valenzuela, como en “Ana dice sí”), Manolo (José Luis López Vázquez) y Leopoldo (Manolo Gómez Bur). En el último momento, a las tres jóvenes le surge un escrúpulo irresistible: no pueden dejar tan sola, de golpe y porrazo, a su madre, doña Helena (Isabel Garcés), con lo que deciden dar plantón a sus inminentes maridos. Los tres desairados novios planean casar como sea a la madre de sus prometidas, para que así estas se vean libres para cumplir su promesa, y se lanzan a la busca desenfrenada de candidatos al puesto de su futuro suegro. Simultáneamente, las hijas de Helena colaboran en el plan promoviendo que su madre se modernice en el vestir y en las costumbres con la finalidad de conseguir “pescar” un novio. Esto da lugar a diversas incidencias cómicas y disparatadas que finalmente se resuelven cuando se revela que, realmente, la buena señora estaba deseando que sus hijas se casaran de una vez para vivir un apasionado romance conyugal con el doctor Morales (Roberto Rey), un amigo de toda la vida de la familia con quien mantenía una relación de respetuoso noviazgo. De tal suerte, al final de la película, la ceremonia matrimonial triple de su inicio se ve incrementada en una boda más, hasta totalizar cuatro bodas simultáneas. El film, que se beneficiaba, casi exclusivamente, de la belleza de su elenco femenino y de la gracia del masculino, contaba con apariciones tan disfrutables como la de Luis Sánchez Polack “Tip”, como el poeta Abelardo, y de Valeriano Andrés, como don Renato Romeo un jefe muy propio de las oficinas de los tebeos Bruguera. Se incluían también intervenciones del siempre eficaz Emilio Laguna, y de los enormes Félix Fernández y José Orjas, además de aportaciones breves de los característicos Pedro Beltrán, Pedro Rodríguez Quevedo, José Morales o Julio Goróstegui, entre otros. De la contribución de José María Tasso, desgraciadamente, este burgomaestre ha de confesar que desconoce su naturaleza.

Todavía algo más avanzado 1964, concretamente el 4 de julio, se estrenaría aún una película más que incluía a José María Tasso en su reparto, pese a que ya era un hombre casado y se había retirado de la pantalla (en circunstancias que explicaremos a continuación). Se trató de “La muerte silba un blues”, segundo film en el que nuestro protagonista de hoy estuvo a las órdenes de su amigo Jesús Franco, para incorporar, nuevamente, un breve papel. La película, como ponen de relieve los títulos con los que se distribuyó en Francia, “Agent 077, operation Jamaique” y “Agent 077, operation sexy”, trataba de aprovechar el filón de la serie Bond, con un protagonista, el espía 069, encarnado por el “seanconneryniano” galán español Conrado San Martín (quien ya había encabezado el cartel de la anterior y notable película de Jesús Franco, “Gritos en la noche”), a quien se emparejó para la ocasión con la exbailarina francesa Danik Patisson (Danielle Claude Madeleine Patisson, nacida el 26 de marzo de 1939 en Senlis, Francia). Sobre un guión de Luis de Diego escrito en colaboración con el propio Jesús Franco, algunos habituales del cine franquiano, como María Silva, George Rollin, Ángel Menéndez, o Perla Cristal, unían sus fuerzas con otros característicos tan reconocibles como Xan das Bolas, Adriano Domínguez, Agustín González , Manuel Alexandre, Gérard Tichy o José Riesgo (amén de contener uno de los habituales “cameos” de Jesús Franco), para sostener un relato de espías, contrabandistas y venganzas en un ambiente exótico. Muy destacable resulta la presencia de Fortunio Bonanova, el casi legendario actor que, nacido en Palma de Mallorca el 13 de enero de 1896, llegó a desplegar una actividad varia y brillante en diversos campos de las artes escénicas, desde interpretar zarzuelas en Madrid como barítono, a protagonizar en el cine silente una versión de “Don Juan Tenorio” (Ricardo Baños, 1922) , para luego triunfar en Broadway y en la radio estadounidense, hasta alcanzar la inmortalidad interpretando en “Ciudadano Kane” (Orson Welles, 1941), el papel del profesor de canto, Matisti. En términos más anecdóticos, remarquemos que “La muerte silba un blues” contiene una nueva y fugaz intervención de Miguel Madrid, al que venimos de ver en “De la piel del diablo”, y del que a principios de 1964 llegó a publicarse que protagonizaría, imponiéndose a Mel Ferrer, el film biográfico sobre El Greco que se estaba preparando. Como sabemos perfectamente hoy, tal noticia no se verificó, sino que, bien al contrario, la decisión de los productores se inclinó del lado de la estrella norteamericana de ascendencia cubana.

Matrimonio e interludio oficinista (1964-1967)

El 18 de abril de 1964 se publicaba en las páginas de ABC noticia del enlace matrimonial de José María Tasso Tena con María Eugenia Vilallonga y Martínez de Campos en la madrileña parroquia de Santa Bárbara. Al novio lo acompañaba, como madrina de bodas, su madre, doña Dolores Tena, viuda de Tasso, y a la novia, el padrino del casamiento, su padre el duque de Seo de Urgell. José María y Maria Eugenia se habían conocido en la Semana Santa de 1960, tal como quedó explicado en la primera parte de esta entrada. Pese a la oposición de los padres de Eugenia, la mayoría de edad de ésta y la fuerte determinación de la pareja (decidida a casarse desde 1962) hicieron inútiles las maniobras disuasorias que intentaron los señores duques. Hubo petición de mano formal y ceremonia nupcial más formal todavía. No satisfecho del todo con este imperativo enlace, el duque proporcionó al novio un empleo más estable que el que suponía representar pequeños papeles en películas que, por muy populares que llegaran a ser, a él no le reportaban más que muy magros ingresos. La nueva situación hacía recomendable que Tachuela abandonara esa profesión de cómico (que a la manera de ver de los duques, bien se podía tildar como de “saltimbanqui” o de “titiritero”) y que aceptara una colocación que el padre de Eugenia le procuró en una oficina de una empresa de la que él formaba parte de su consejo de administración. El término de “colocación”, hoy en desuso, no podía ser más adecuado, pues eso es lo que el pobre Tasso sintió que se había hecho con él cuando, una mañana tras otra, llegaba a su puesto en la oficina, sin nada que hacer más que dormitar con más o menos disimulo. No le consta a este burgomaestre, pero cabe suponer que al unir su vida de manera tan solemne y permanente a la de una señorita de tan buena familia y elevada posición social, el bueno de José María Tasso, “Tachuela”, estaba aceptando una responsabilidad abrumadora. El matrimonio fructificó en forma de cinco vástagos, los tres primeros de los cuales llegaron en los seis primeros años de matrimonio, lo que no hacía sino aumentar el grado de responsabilidad que sobre las estrechas espaldas del caricato había de recaer.

En este periodo, Tasso aprovecha para revalidar sus estudios de Técnico Publicitario y Relaciones Públicas que había cursado en el Instituto de Nuevas Profesiones, en la Complutense, obteniendo su título de licenciado de manos del mismísimo ministro de Información y Turismo, el todavía activo (aunque renqueante) Manuel Fraga Iribarne, lográndolo, por más señas y detalle, con el número 2 de su promoción. El desempeño de su trabajo en la oficina, en cambio, no se desarrolló con la misma brillantez. Incapaz de interesarse por sus funciones administrativas y mercantiles, Tasso "se escapa" frecuentemente del despacho para intervenir en programas de televisión, durante los primeros años, y, más adelante, a partir de 1967, también en películas. De forma progresiva, va abandonando el trabajo que le procuró su suegro, poniéndole a él, como su valedor, en un compromiso. Esta actitud provocará tensiones familiares y conducirá, finalmente, a una solución que permitirá a Tasso ganarse la vida de manera más acorde con su personalidad cuando, en 1970, de común acuerdo con su esposa Eugenia, decide montar un bar en La Granja (Segovia) al que llamará "Chez Tachuela". Para poder establecer su nuevo negocio de hostelería, la pareja recibirá un préstamo procedente de la madre de Eugenia, realizado en términos familiares, es decir, sin interés alguno, ni plazo de devolución. El negocio marcha muy bien y en sólo un año, el dinero es felizmente reintegrado. En “Chez Tachuela”, marido y mujer se reparten las funciones de manera que Eugenia se ocupa de la cocina y sale a la barra, mientras que Tasso se dedica a atender a los clientes de las mesas y a las relaciones públicas. Además, cada noche, cuando cierra la cocina, Eugenia entretiene a la parroquia cantando canciones francesas. El negocio marcha bastante bien, tanto que en un año consiguen devolver el importe del préstamo recibido. La clientela habitual, formada en su mayoría por gente de Segovia, está trufada de músicos, escultores, ceramistas, pintores , periodistas, gentes de la radio, compañeros de la hostelería atraídos por los platos que prepara Eugenia y por sus canciones... Las veladas suelen prolongarse hasta pasadas las tres de la madrugada... Cuentan los que al mesón de Tasso fueron, que era un lugar el cual, como su dueño, destilaba afabilidad y “buen rollo”, que siempre estaba adornado como si fuera Navidad (el mismo José María solía saludar con un “¡Felices Pascuas!” en cualquier época del año), y en el que, por si todo esto fuera poco atractivo, se comía bien.

Durante cuatro años enteros,los siguientes a su matrimonio con Eugenia, “Tachuela” se mantuvo apartado de los platós de cine, aunque no de los televisivos, tratando de acomodarse a un nuevo sistema de vida. Sin embargo, eso que los diestros llaman “el gusanillo”, no dejó de roerle las tripas al bueno de Tasso. El tirón de las cámaras, cual insistente canto de sirenas, atraía irresistiblemente al abnegado ejecutivo, que se sentía, en su fuero interno, un impostor. El regreso bajo los focos, así las cosas, estaba cantado, además, contando con la complicidad de su esposa quien, pese a no proceder del ambiente cinematográfico, había llegado a comprenderlo muy bien. No se hizo esperar mucho, en efecto, una reaparición de José María Tasso en el cine, si bien que fue efímera, pues sólo se prolongó entre 1968 y 1970. Luego, llegó la fundación de su "Chez Tachuela" y un nuevo alejamiento de las cámaras que se prolongó (con una vampírica salvedad) trece años. Un espeso silencio fílmico como actor (aunque, como veremos, no una total desvinculación del medio cinematográfico) que duraría hasta 1983, año del regreso definitivo, ya inmerso en la edad madura. De ambos retornos, del episódico y del concluyente, nos ocuparemos en la tercera y última parte de esta entrada.

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