Lady Filstrup (3ª época)

Dedicado a la música ligera, actores españoles y tebeos de Bruguera (porque sí, porque rima).

Mi foto
Nombre:
Lugar: El Escorial, Madrid, Spain

lunes, junio 29, 2009

Dos mujeres que brillan: Concha Velasco y Berta Riaza


Dos mujeres, dos sensacionales actrices, están de actualidad estos días con motivo del merecido reconocimiento a sus trayectorias que ambas han cosechado. Nos referimos a Concha Velasco y a Berta Riaza, dos mujeres cuyas dilatadas carreras han transcurrido por sendas bien distintas, caracterizada la de la primera por un constante seguimiento popular y la de la segunda, en cambio, más revestida de un prestigio crítico no tan conocido por el gran público. Y no es que a doña Concha no se le hayan concedido prestigiosos galardones, que los tiene en cantidad (y muy merecidos –el penúltimo, hace pocas semanas, la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo), ni que el de Berta Riaza no haya sido un rostro popular (especialmente durante su etapa profesional en Televisión Española), pero no cabe duda de que la primera por mor, en gran medida de la naturaleza de sus trabajos, más inscritos en el gusto del público más amplio, es mucho más famosa que la segunda.

Hoy coinciden los sus nombres en los periódicos porque a Concha Velasco (Concepción Velasco Varona -y no "Verona", como suele constar-, Valladolid, 29-11-1939) se le concede el premio de la Academia de la Televisión a Toda una Vida (al que podría sumar el de mejor Actriz, por su trabajo en la teleserie “Herederos”) y a Berta Riaza (nacida en Madrid, en 1932 ), en la quincuagésimo quinta edición del Festival de Teatro Clásico de Mérida se le ha entregado el tercer premio Scanea por el conjunto de su carrera y por la impronta que su paso por el festival pacense ha dejado.

Aquí, en Lady Filstrup, celebramos la concesión de los premios a estas dos magníficas actrices, las cuales, cada una en su terreno, nos han regalado a los espectadores tantas soberbias actuaciones, y por ello nos sumamos entusiásticamente a la ovación general que ambas merecen mediante esta apresurada e impaciente nota.

Etiquetas:

viernes, junio 19, 2009

Manuel Collado, también, telón


Hoy hemos sabido que el pasado lunes, 15 de junio, la Fatalidad no quedó satisfecha con el fallecimiento de un cómico, sino que, ensañándose con tan noble oficio, tras cobrarse la existencia de Fernando Delgado impuso también, con sólo tres horas de diferencia, que expirara Manuel Collado. Los dos actores y directores estaban ingresados en el mismo hospital de Madrid y sus cuerpos reposaron, antes de ser incinerados, en el mismo tanatorio, separados tan sólo por un delgado tabique.

Si doloroso fue despedir a Fernando Delgado, a quien, como espectador, este burgomaestre estaba acostumbrado a su presencia a lo largo de toda su vida, no deja de causarnos pesar saber del final de este otro actor, por mucho que su imagen, incomparablemente menos difundida, no nos fuera tan familiar. Para este burgo, Manuel Collado era, ante todo, el afortunado mortal que se había desposado con la gran Julia Gutiérrez Caba, pero, como trataremos de explicar en los párrafos siguientes, don Manuel era incluso más que eso.

Manuel Collado Álvarez, hijo del actor Manuel Collado Montes y de la bailarina María Álvarez Esparza, nació en Barcelona, en 1921. Tras estudiar bachilleratos español y alemán, se graduó en Berlín, en la Escuela de Arte Dramático del Deutscher Theater. Siendo todavía poco más que un muchacho, vivió su primera experiencia fílmica en la película de Benito Perojo rodada en tierras germanas, “El barbero de Sevilla”, que protagonizaban Miguel Ligero, Roberto Rey (como Fígaro), Raquel Rodrigo y Estrellita Castro, haciendo el breve papel de criado del conde de Almaviva (Fernando Granada). En 1941 firma su primer contrato profesional con el Teatro Municipal de Estrasburgo y en años sucesivos trabajará en los teatros de Essen, Salzburgo, Wurttemberg, Stutgar, entre otras localidades del país teutón. Cuando regresa a España, en 1948, lo contrata Gregorio Martínez Sierra, en la compañía de Catalina Bárcena para cumplir con las funciones de actor y de director. A este periodo seguirá el que le puso en las filas de la compañía de la no menos gran actriz, Conchita Montes. Entre 1958 y 1963, Manuel Collado realiza una gira que se extiende por toda la geografía europea y, tras tan fenomenal periplo, firma con Alberto Closas, con cuya compañía establece una relación profesional que se prolongará siete años y que le proporcionará la oportunidad de conocer (durante el montaje de la obra “Edición especial”, de Ben Hecht, precisamente) al que será el amor de su vida, Julia Gutiérrez Caba. Según el propio Manuel Collado recordaba en palabras recogidas por Manuel Román en su libro correspondiente de la serie “Los Cómicos” (Ed. Royal Books, 1996) : “Yo hice una vez un ínfimo papel en la obra “Flor de cactus” con tal de estar junto a Julia en un escenario”. Coincidirían muchas veces en escena, en distintas obras, tales como “Olivia” o “Luz de gas”, pero la coincidencia total la alcanzaron en 1964 al contraer matrimonio. También el cine recogió aquellos años de este “triángulo artístico” que formaban, en primer plano Alberto Closas y Julia Gutiérrez Caba y, ocupando un discreto segundo término, Manuel Collado, en películas como “Operación Plus Ultra” (Pedro Lazaga, 1966) o “Las viudas” (en el episodio firmado por Julio Coll, titulado “El aniversario”). En la primera, Manuel Collado intervenía para dar vida a un cirujano, mientras que en la segunda, incorporaba al dueño del hotel en el que el díscolo Alberto Closas echaba una cana al aire a costa de la abnegada esposa a la que encarnaba Julia Gutiérrez Caba, dándose, por cierto, el gustazo de, al término del episodio exclamar admirativamente “¡Es una gran señora!” de aquella que, precisamente, en la vida real llevaba dos años siendo su mujer.
Terminada la relación laboral con Alberto Closas, en 1970, Manuel Collado formó compañía con su mujer, estrenando juntos obras de destacado mérito y éxito, como “Triángulo”, de Gregorio Martínez Sierra o “La profesión de la señora Warren” , de George Bernard Shaw. Internándose en la década de los ochenta, Manuel Collado reduce la intensidad de su actividad, dedicándose fundamentalmente a supervisar y gestionar la carrera de Julia Gutiérrez Caba, y a divulgar sus vastos conocimientos teatrales. Entre sus últimas intervenciones como actor, son destacables sus interpretaciones en “Vente a Sinapia”, de Savater, en el Teatro Español, en “El día de Gloria”, de Ors, en el Fígaro, y en “El jardín de los cerezos”, de Chéjov, en el María Guerrero, representación en la que, precisamente, compartió escenario, además de con su esposa, con el compañero que le precedió el pasado lunes en el último mutis, Fernando Delgado.
Sirvan estas torpes y apresuradas líneas como despedida para otro actor, otro hombre del teatro que nos ha dejado, que prefirió, desde su grandeza, relegarse al segundo plano, ese que permite trabajar al nivel de la excelencia sin tener que rendir tributo a la popularidad.

Etiquetas:

martes, junio 16, 2009

Adiós a Fernando Delgado


Ayer, a los 79 años de edad y como consecuencia fatal de una larga dolencia pulmonar, nos dejó Fernando Delgado, uno de los actores cuyo sensacional trabajo cautivó a toda una generación de televidentes, entre los que este burgomaestre, como ha repetido frecuentemente en este weblog (o lo que sea), se cuenta.

Fernando Martínez Delgado (Porcuna (Jaén) -donde nació porque por allí pasaban, durante una gira, sus padres-, 28-06-1930, Madrid, 15-6-2009), hijo de la pareja de actores formada por Luis Martínez Tovar y la impresionante Julia Delgado Caro, padre a su vez de los actores Alberto y Fernando, que perpetúen la estirpe, fue el “jurado número 11”, uno de los inolvidables “Doce hombres sin piedad” del drama judicial de Reginald Rose, que ningún telespectador ha podido ni querido olvidar. Fue esta una intervención de las más señaladas, por el impacto popular que cosechó la obra en la audiencia, de las alrededor de dos mil que realizó Fernando Delgado en la pequeña pantalla. Iniciado en el escenario teatral de la mano de sus padres, siendo niño, cosechó su primer triunfo representando el estreno en el Teatro Español, el 14 de octubre de 1949, de la mítica “Historia de una escalera” de Buero Vallejo, siendo un joven apenas veinteañero, dirigido por Cayetano Luca de Tena, y acompañado sobre las tablas por su madre, Julia Delgado Caro, y por un elenco extraordinario que incluía a María Jesús Valdés, Manuel Kayser, Gabriel Llopart, Adela Carboné, José Cuenca, Alerto Bové, Adriano Domínguez (actor de su generación con el que tantas veces coincidiría en televisión) y Elena Salvador (de la que precisamente hablábamos algo, hace pocas fechas, en este mismo weblog), entre otros. Para entonces, llevaba ya nueve años pisando las tablas del Teatro Español, y continuaría haciéndolo, en décadas sucesivas, desde su condición primera de niño-actor hasta alcanzar la plenitud de comandar su propia compañía en el escenario del María Guerrero, en los años ochenta . En esa trayectoria, Fernando Delgado asumió roles en obras tan reconocidas como los clásicos shakespeareianos “Macbeth” (montaje en el que coincidió con otro jovencísimo actor, conocido en este weblog, Mario Berriatúa), “Hamlet”, “Ricardo III” y “El mercader de Venecia”, o en la “Antígona” de Sófocles vista por José María Pemán, o en “El villano en su rincón” de Lope de Vega, o, en dos ocasiones (1950 y 1952), el “Don Juan Tenorio”, todas ellas en el Teatro Español, y de otras tan renombradas como “Murió hace quince años”, de Giménez Arnau (todavía en el Español), o , ya en los años ochenta y en el María Guerrero, “La de San Quintín”, de Pérez Galdos o “La velada en Benicarló”, de Manuel Azaña, o la lectura dramatizada de “La gallina ciega”, sobre textos de Max Aub, en la que compartió escenario, como dijimos en su día, con Ángel Picazo. Entre unas y otras, el estreno de “Mañana te lo diré”, versión de Claudio de la Torre de la obra de James Sannders en la que Fernando Delgado actuó junto a Verónica Luján, Manuel Díaz, Julio Núñez, Sancho Gracia y el gran Manuel Díaz González, del que nos ocupamos un tanto, en este weblog.

A los telespectadores a quienes nos criaron los responsables de los espacios dramáticos de TVE con sus “Novelas”, “Estudios Uno”, “Ficciones”, nos emocionaba don Fernando con gran suficiencia. Un temblor de su labio inferior, un titubeo en la bien modulada voz, una amplísima frente que se fruncía y arrugaba, una mirada de ojos claros que se refugiaban bajo cejas circunflejas, nos comunicaban la inquietud, la zozobra de su personaje, sin permitirnos nunca desentendernos de sus cuitas. A lo largo de los años sesenta y setenta, Fernando Delgado dominó, al lado de otros grandes compañeros como Pablo Sanz, Jesús Puente, Tomás Blanco, Ismael Merlo, José Bódalo, Luis Prendes o José María Rodero, los primeros papeles de la inmensa mayoría de las innumerables producciones dramáticas con las que TVE llenaba su añorada programación. Director, además de intérprete (tal función, por ejemplo, desempeñó muchos años del “Estudio Uno” o en la telenovela “Anna Karenina”, con María Silva como protagonista), Fernando Delgado inscribió su nombre, junto al de los antedichos, en el libro de oro de la memoria (por desgracia, a menudo tan frágil) de la televisión española.

En los últimos años, había recobrado el contacto popular con su participación en la seguidísima serie televisiva “Hostal Royal Manzanares”, protagonizada, como es bien sabido, por el “fenómeno Lina Morgan”. El cine, en términos generales, poco generoso con Fernando Delgado, le reservaba en sus últimos años un papel destacado en un film llamado al éxito, la versión de José Luis Garci de la “Ninette y un señor de Murcia”, el de “Monsieur Pierre”, el padre de la protagonista. Anteriormente, en contadas ocasiones el séptimo Arte supo aprovechar su solvencia interpretativa, aunque participó en algunas películas excelentes, como “Todos somos necesarios” (José Antonio Nieves Conde, 1956 -citada aquí a propósito de José Sepúlveda), “Plácido” (Luis García Berlanga, 1961), y “091, policía al habla” (José María Forqué, 1960) y “Tres de la Cruz Roja” (Fernando Palacios, 1960), de las que hablamos en este weblog, en la entrada dedicada a Manolo Gómez Bur, o “La prima Angélica” (Carlos Saura, 1973), de la que hablaremos en una entrada futura, que se ocupará de glosar la trayectoria artística de Luis Peña.


Quede esta apresurada nota necrológica como sentida despedida de este burgomaestre de pacotilla, mero aficionado a la magia de los cómicos, con los que siempre mantendrá una deuda pendiente que intenta pagar a base de gratitud sincera. Y al lado, una promesa cierta de una futura entrada en la que recoger, más propiamente, la afortunada y espléndida carrera de Fernando Delgado.

Etiquetas:

jueves, junio 11, 2009

Jesús Tordesillas, un genérico de largo recorrido (tercera y última parte)

De los éxitos de 1950, a Jesús Tordesillas le correspondió recoger frutos en 1951, tales como la Placa San Juan Bosco que le fue concedida por el semanario “Fotogramas” y que le fue entregada en el cine Alexandra de Barcelona en el solemne acto correspondiente por el director de la revista, don Antonio Nadal-Rodó la noche del 5 de febrero del aquel año. Clausurando la entrega de premios, se procedió a proyectar, en sesión de pre-estreno en la Ciudad Condal, “Balarrasa”, otro film en el que Jesús Tordesillas, como vimos en la entrega anterior, tenía un destacado papel. La década de los cincuenta comenzaba para Jesús Tordesillas excelentemente, situándole en un lugar de privilegio dentro del cine español. A su constante colaboración con Juan de Orduña sumará entonces participaciones en rodajes de directores con los que no había trabajado aún y que firmarán algunas películas memorables con su nombre en el reparto.

Apogeo en torno a la sesentena con Luis Lucia, Ladislao Vajda y Eduardo Manzanos (1951-1960)


Con Luis Lucia: de Benavente a Calvo Sotelo

De Luis Lucia (Luis Lucia Mingarro, Valencia, 1914-Madrid, 1984) ya habíamos dicho en alguna ocasión (hablando de su estupenda “Jeromín”, con toda probabilidad) que había accedido a la dirección desde el terreno administrativo, pues sus primeros contactos con el medio cinematográfico se dieron desde su puesto de jefe de producción en CIFESA, siendo aún muy joven. Su primer esfuerzo como director de un film se tradujo en “El 13-13”, que se estrenó en 1943, cuando Luis Lucia no había cumplido todavía los 30 años de edad. En todo momento, su ejecutoria como máximo responsable de las películas que llevaron su firma se caracterizó por la búsqueda del éxito popular, basado con frecuencia en el protagonismo de alguna figura con gancho entre el público y en un estilo realizador sencillo y eficacísimo.
La primera película que puso a Jesús Tordesillas a las órdenes de Luis Lucia fue un claro ejemplo de esa búsqueda de popularidad a la que hacíamos referencia. Desde el mismo título, “De mujer a mujer” remarcaba, de cara a la galería, que se trataba de un film que contaba con dos primeras figuras femeninas en la cabecera del cartel, sin duda las dos actrices con mayor tirón para la taquilla (y mejor pagadas) con las que contaba CIFESA en el momento de ser proyectada (dejando al margen el “fenómeno Aurora Bautista”, que disfrutaba en aquel momento de un estatus especial y único). “De mujer a mujer”, estrenada el 13 de septiembre de 1950, adaptaba para el cine (por Antonio Abad Ojuel y Ricardo Blasco, con guión técnico del propio Luis Lucia) la obra de Jacinto Benavente “Alma triunfante”, dramón tremebundo que se había estrenado en el Teatro de la Comedia de Madrid el 2 de diciembre de 1902 por la compañía titular del local. En “De mujer a mujer”, se cuenta la historia de Isabel (Amparo Rivelles) y Luis (Eduardo Fajardo), un matrimonio que pierde a su hija Maribel en dramáticas circunstancias (la niña se mata al caer de un columpio que era su mayor ilusión y que acababa de regalarle su padre por su cumpleaños). El terrible suceso provoca en la mujer un desequilibrio mental que la lleva a ser internada en una institución de salud, dirigida por el eminente doctor Hernández (Fernando Fernández de Córdoba, tan pagado de sí mismo como de costumbre) y siendo en ella atendida por otro joven galeno, un tal Javier (Manuel Fábregas). Prodigándole atentos cuidados, se encuentra además la abnegada enfermera Emilia (Ana Mariscal), quien traba pronta amistad con el marido de la paciente. Esa naciente relación amistosa evoluciona hasta convertirse en amorosa, con las consecuencias del nacimiento de una niña. Al tiempo, Isabel, gracias a las más modernas técnicas experimentales a las que le ha sometido Javier, recobra la razón y regresa a su hogar. Su marido decide entonces poner fin a su relación con Emilia, aunque su corazón y su sentido del deber se halla dividido entre su esposa y la mujer que le ha consolado en sus momentos de desesperación y le ha dado una hija (hecho en extremo relevante, toda vez que el matrimonio no podía tener más hijos, tras el nacimiento de la fallecida Maribel). Luis intenta rehacer su vida marital con Isabel, pero una inoportuna enfermedad de su pequeña hija le obliga a revelar su secreto a su esposa. Isabel localiza a su rival, enfrentándose a ella haciendo valer su condición de “legítima”, pero en el transcurso del diálogo las dos mujeres llegan a comprenderse hasta el punto de que ambas deciden quitarse de en medio en beneficio de la felicidad de su amado Luis. Isabel finge haber vuelto a caer en la locura para conseguir ser internada nuevamente. Por su parte, Emilia es más expeditiva e intenta suicidarse con gas. Es encontrada aún con vida por el doctor Javier y por Isabel, pero no puede salvarse su vida. Antes de morir, liberando así a Luis de la ordalía en la que estaba viviendo, cede, además, al matrimonio, el tesoro de su hija. Jesús Tordesillas, en el papel del abuelo de Maribel, despliega en principio su tipo de caballero proclive a la milicia, que ansía un nieto varón al que instruírle en el ejercicio de las armas, para pasar después a tratar de acompañar, en el piélago de desgracias, a sus hijos. Secundándole en esta difícil misión, se encuentra el padre Víctor (Manuel Luna). En papeles episódicos hallamos al siempre estimulante Antonio Riquelme, como Gutiérrez, el secretario de Luis, y a Irene Caba Alba, como una de las locas recluídas en el sanatorio del doctor Hernández.
De la siguiente película que unió laboralmente a Luis Lucia con Jesús Tordesillas, “Jeromín” (1953), hemos hablado repetidamente en “Lady Filstrup”. Recogimos aquí la presencia, apenas entrevista, de Valeriano Andrés, en la entrada a él dedicada. Volvimos a mencionar el film, algo más extensamente, cuando hablamos de Antonio Riquelme, que desarrolla en él una verdadera creación, la del personaje de Diego Ruiz, justamente premiada en su día. Y volvió a comparecer “Jeromín” cuando, en la entrada dedicada a José Sepúlveda, le tocó el turno por ser este título uno de los muchos de la filmografía del actor, esposo de la actriz Josefina Serratosa. A lo dicho en esas tres entradas cabe hoy añadir que esta adaptación de la obra del padre Coloma, que supuso el debut en la actuación de un niño que llegaría a ser, de adulto, primer actor, Jaime Blanch, brindó a Jesús Tordesillas uno de los papeles de mayor relieve y lucimiento de los que había desempeñado en la gran pantalla por la enormidad de la figura representada, nada menos que el emperador Carlos I y V de Alemania, cuando ya vencido por la edad se retira al monasterio de Yuste y reconoce al hijo ilegítimo, fruto de un desliz que, autoindulgente y magnánimo, se disculpa, como don Juan de Austria. A pesar del envaramiento que se les supone a los films “de época” de la cinematografía del franquismo, en “Jeromín” (pese a algunos “ladrillos” que salen de las bocas de los personajes), encontramos, merced a la labor de sus fenomenales actores y al buen oficio de Luis Lucia, verdadera emoción y algunos momentos excelentes. Del lado de la naturalidad mejor fingida, encontramos a Riquelme y Tordesillas, mientras que Ana Mariscal y Rafael Durán optan por artificios brillantes más aparentes. Las interpretaciones de los cuatro son disfrutables por públicos actuales. Por su parte, Adolfo Marsillach, como Felipe II, está afectado y poco o nada creíble. No sorprende que se olvidara de comentar su intervención en el film cuando redactó sus memorias.
Las dos siguientes películas que, dirigidas por Luis Lucia contaron con Jesús Tordesillas en su reparto, fueron protagonizadas por Valeriano León, actor cómico de larga trayectoria teatral (en la que le acompañó su esposa, Aurora Redondo). La primera, “La lupa”, estrenada el 10 de octubre de 1955, era una comedia que parodiaba el género detectivesco y contaba con un reparto de cómicos excelentes, representante de dos generaciones que se daban la mano: de una parte, el protagonista Valeriano León, que incorporaba a Francisco Cascales “Don Paco”, que estaba acompañado por otros genios de su generación, como Antonio Riquelme, en el rol de Felipe, y de otra, por artistas algo más jóvenes, como José Luis López Vázquez, que hacía un sacerdote (como en “Esa voz es una mina”, de aquellas mismas fechas), Antonio Ozores, como un “modisto medieval”, la gran Julia Caba Alba, como Virtudes, Luis Sánchez Polack “Tip” y Joaquín Portillo “Top”, Valeriano Andrés o Goyo Lebrero. Haciendo una especie de terribles “Hermanas Gilda” estaban las impresionantes Margarita Robles e Irene Caba Alba, como Gertrudis y Eduvigis Hinojosa. Dando el conveniente basamento “serio”, se hallaban los Manuel Luna (quien, por cierto, había estado siete años, en la década de los treinta, integrando la compañía de Valeriano León) como don Victoriano de la Encina, Rafael Durán en el papel de Fernando Orozco, Maruchi Fresno, como María, y el propio Jesús Tordesillas en su tan frecuentado papel de sacerdote, como el Padre Miguel. El film, una farsa cómica paródica articulada en forma de episodios, en cierto modo, semejantes a las primeras historietas de Mortadelo y Filemón, que estaban por iniciar su andadura, que protagonizaban el dúo de detectives titulares de la agencia “La Lupa”, incluía el relato del robo de una figura de un niño Jesús en una parroquia, segmento que, precisamente era en el que se desenvolvía el papel de Jesús Tordesillas. La segunda película, “El Piyayo”, se inspiraba en un poema del mismo título de José Carlos de Luna y, estrenada el primer día del mes de febrero de 1956 resultó el título póstumo de la filmografía de su protagonista, Valeriano León, a cuya memoria está dedicado el film. Cuenta la historia de un anciano pícaro sevillano que se busca la vida por las calles haciendo diversas monerías taurinas, aflamencadas y circenses lo que le convierten en una figura muy popular entre la vecindad. El caso es que el “resalao” vejete tiene a su cargo una numerosa prole constituida por sus nietos, que quedaron huérfanos al fallecer su madre, la hija del “Piyayo”, Milagros García Baena. Al espectador le queda claro que el abuelo no se da mucha maña en la labor de cuidar de sus nietos porque a los quince minutos del film ya se le ha muerto una niña pequeña, Rosariyo. Por fortuna, no está del todo solo. Un amigo suyo, Jerónimo, un comprensivo guardia municipal al que encarna Manuel Luna, le consigue un trabajo de camarero en un bar. La colocación, no obstante sus buenas intenciones, le dura poco al “Piyayo”, por gastarle un bromazo a Valeriano Andrés. Paralelamente, uno de sus nietos, el rebelde José, se ve mezclado con un ladronzuelo al que da vida Eugenio Domingo y con la madre de éste, a la que encarna Irene Caba Alba. La cosa se pone fea cuando roban dos mil pesetas y el comisario (José Franco) estrecha el cerco sobre José. La víctima del robo, el cura don Carlos (Jesús Tordesillas) confía en la promesa del “Piyayo” de que el dinero será devuelto en breve plazo. La desesperación lleva al pobre viejo a aceptar una apuesta que cruza con don Paco (Miguel Pastor Mata), asegurando que toreará un novillo en la finca de don Juan Manuel (Rafael Durán), en presencia del diestro al que da vida Antonio Puga, quien, descuidando un momento su misión de “estar al quite”, no puede evitar que la res cornee al improvisado novillero. Finalmente, don Paco repone el dinero robado porque “El Piyayo” ha ganado su apuesta, a pesar de que el precio ha sido muy alto, pues expira como consecuencia de las heridas. Don Juan Manuel promete en el lecho del agonizante, que se ocupará de que nada les falte a las criaturas del “Piyayo”, en un final debidamente lacrimógeno. La actuación de Jesús Tordesillas en esta su penúltima colaboración con Luis Lucia podría considerarse rutinaria, dada la frecuencia con la que incorpora el papel de sacerdote, del que don Carlos es una nueva muestra. Su misión en el film es dar consuelo y apoyo al protagonista, como ya hizo un lustro antes en “Pequeñeces”o como volverá a hacer un lustro después en “El pobre García” (Tony Leblanc, 1961), film sobre el que se ha hablado repetidamente en este weblog, como por ejemplo, en la entrada dedicada a Manolo Gómez Bur.
Ya inmerso en la década de los sesenta, el último film de Luis Lucia que contó con Jesús Tordesillas en su reparto fue “Un ángel tuvo la culpa”, adaptación al cine de la obra de Joaquín Calvo Sotelo “Milagro en la plaza del Progreso”, obra estrenada en el teatro Infanta Isabel el 12 de noviembre de 1953, con Mariano Asquerino en el papel del protagonista, Claudio, y con Ricardo Juste incorporando a su jefe don Carmelo Viñas (en la película se llamará Don Eustaquio). El reparto de la comedia incluía a Irene Caba Alba, en el papel protagonista de Eulalia y a sus hijas Irene y Julia Gutiérrez Caba en papeles de menor responsabilidad. El estreno de “Ún ángel tuvo la culpa”, producción Santos Alcocer- Exclusivas Floralva, se verificó el 25 de abril de 1960 en los cines Gayarre, Pompeya y Palace de Madrid con José Luis Ozores en el lugar más alto del elenco, como el inconsciente cobrador Claudio Martín, que habiendo cogido una melopea de consideración, se pone a repartir el dinero de su jefe, don Eustaquio Viñas (Roberto Camardiel). Denunciada la merma ante el comisario a quien da vida Alfredo Mayo, y ante la angustia de su esposa, Eulalia (Emma Penella), Claudio trata de aprovechar el plazo que se le ha concedido para recuperar el dinero distribuido, buscando a las personas a quienes se lo dio, tarea en la que le acompaña, por la cuenta que le trae, don Eustaquio. su jefe. Sumada a la acción directa, el matrimonio toma la iniciativa de buscar el apoyo de San Cosme, a quien le ponen velas. Las distintas historias y circunstancias de los diferentes personajes que van surgiendo, constituirán el cuerpo argumental de la película, el “milagro” del título original, consistente en que el dinero será devuelto. En “Lady Filstrup” ya hablamos del film con motivo de la entrada dedicada a Gerard Tichy pues es el actor teutón uno de los que incorpora a un personaje de los que intervienen en el film, concretamente, el marido burlado que, tras haber acariciado la idea del suicidio, ante el gesto de Claudio, reconsidera su primer (y negativo) impulso y decide entregar una fuerte suma de dinero al bondadoso y desprendido empleado. En el desfile de figuras de la escena que representan roles de personajes favorecidos por la prodigalidad del ebrio Claudio, que incluye nombres tan destacados como los de las madre e hija María Fernanda Ladrón de Guevara y Amparo Rivelles, Jesús Tordesillas encarna al conde de Campoy, un aristócrata venido a menos que, en curiosa coincidencia con la actitud del actor (como veremos al cierre de esta entrada, enemigo del ahorro y la previsión), empleará el dinero insospechadamente recaudado en convidar a una legión de gorrones sólo para sentirse bien. Su parlamento, en el momento del final de la juerga (motivado por el agotamiento de sus recursos) resulta conmovedor sin caer en la cursilería ni en la sensiblería por la naturalidad con la que el actor expone la poco creíble situación. Otras presencias estimulantes del film las constituyen la pareja que forman José Luis López Vázquez y la neumática María del Valle, o la del doblador Francisco Sánchez (a quien dedicamos en su día una entrada que no registraba esta intervención), que da vida a un ateo que, “no obstante”, demostraba tener conciencia, o la de la trágica y excelente Margarita Lozano, en una desgarrada creación de tintes sociales. El obligado final feliz, que fuerza el optimismo basado en la más sólida moral conservadora, consustancial al autor del argumento, culmina un relato aleccionador que sólo es rescatable del olvido por los valores de su excelente reparto.

Tres joyitas de Vajda: de los sucesos, a la página taurina, pasando por la zarzuela
En los años cincuenta, en España, un húngaro, Ladislao Kubala, escribió algunas de las páginas más brillantes de la historia del balompié nacional. Un compatriota suyo, que llevaba el mismo nombre, desplegaba en el cine (una disciplina probablemente tan noble y casi tan importante en las vidas de los españoles como el fútbol) una labor igualmente brillante, Ladislao Vajda. De las excelencias del cine de Vajda sirva como indicativo las afirmaciones siguientes: La primera, que el cine español gozaría hoy de una mucho mejor consideración crítica y popular de haber coexistido el realizador húngaro con otros cuatro de su mismo nivel y la segunda, que Ladislao Vajda, por su talento y conocimiento profundo del proceso creativo cinematográfico, habría encajado perfectamente en el exigente engranaje del mejor cine de Hollywood, de haberse dado las circunstancias adecuadas. A las órdenes de este director, firmante de algunas de las obras mayores del cine español, tuvo ocasión de trabajar Jesús Tordesillas en tres ocasiones: la primera, en la muy interesante “Séptima página”, estrenada en 1951; la segunda, en la brillantísima “Doña Francisquita”, que llegó a las pantallas en 1952, y la tercera, en la solemne “Tarde de toros”, proyectada para el público por vez primera en febrero de 1956.
Si de Luis Lucia decíamos que había accedido a la dirección cinematográfica desde las tareas administrativas, como jefe de producción, el caso de Ladislao Vajda es muy distinto. Hijo del actor, director, guionista y escenógrafo del mismo nombre (colaborador, entre otros de Michael Curtiz, Alexander Korda o Georg W. Past), nació en Budapest el 18 de agosto de 1906 y por imposición de su progenitor se curtió en todas las disciplinas de la cinematografía para conocer a fondo sus secretos antes de iniciarse en la dirección. Trasladado muy joven a Alemania con su familia, sus comienzos profesionales se produjeron en Berlín, en el campo del montaje. El triunfo del nazismo impulsa al joven Ladislao a buscar horizontes más serenos y encamina sus pasos a Londres, donde, tras unos primeros tiempos en los que trabaja como montador, no tarda a dirigir sus primeros films. De Inglaterra pasa, en pocos años, a regresar a su patria, Hungría, donde continúa dirigiendo. Diversos avatares profesionales le llevan a continuación a rodar en Italia, país del que la desconfianza en Mussolini y los rigores de la Segunda Guerra Mundial le llevarán a abandonarlo, recalando en España donde dirigirá entre 1943 y 1945 hasta ocho títulos, fundamentalmente inscritos en el género de la comedia. Tras una nueva experiencia en Inglaterra, de la mano de Alexander Korda, Ladislao Vajda se establece definitivamente en España en 1950, alcanzando la ciudadanía en 1954, año en que estrena su mayor éxito, “Marcelino, pan y vino”, tras haber obtenido dos años antes la condecoración de la Cruz de Isabel la Católica.
“Séptima página”, film al que en su estreno en el cine Windsor de Barcelona, en octubre de 1951, la prensa lo comparó con “La ciudad desnuda” (1947) de Jules Dassin, es una de las películas más complejas y a la vez más ágiles que se hayan realizado nunca en España. Su intrincada trama argumental, expuesta a través de un extensísimo reparto, transcurre sin embargo con fluidez pasmosa y asombra la cantidad de variadas peripecias que son capaces de plantearse y resolverse a lo largo de un metraje, por otra parte, muy escaso. El argumento y guión, obra de un escritor totalmente inhabitual en el terreno cinematográfico, Ángel Gamón, fue pulido minuciosamente por un estrecho y fiel colaborador de Vajda, José Santugini y la precisa maquinaria del guión (que fue justamente recompensada con el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos de 1951) fue desenvuelta a la perfección por el director magiar en celuloide. En esa labor milimétrica fue auxiliado por un aprendiz de excepción, Fernando Palacios, quien afinó el tino para las películas corales, como demostraría en el futuro. Se cuenta en “Séptima página” un retazo de la vida de una larga lista de personajes, cuyas incidencias vitales se verán amalgamadas por el destino en la página de sucesos del diario “La jornada”, en el que trabaja un joven periodista, Méndez (Adriano Domínguez) que es el encargado de las notas de la citada sección. La voz en off de Fernando Rey nos sitúa en la vocación coral del film al introducirnos en la intención del relato de unas horas en las vidas entrecruzadas de una serie de personajes. Nos invita a entrar en la redacción de “La jornada”, donde además de a Méndez, que está enamorado de la telefonista (Carlota Bilbao) pero que no se atreve a decírselo por considerarse “poca cosa”, conocemos al redactor jefe, el señor Prado, que está nervioso porque está a punto de ser padre por primera vez, y a Diego (Raúl Cancio), el cronista de sociedad, en cuya compañía nos introduciremos en el “night club” “Montecarlo”, donde encontraremos a nuevos personajes del drama. Allí están celebrando la despedida de soltero de Fernando Montalvo (Rafael Arcos), un joven atolondrado que ha bebido de más y al que acompañan sus amigos, entre los que está el periodista Diego. Uno de ellos, Carlos (José María Rodero), no parece muy contento, luego sabremos porqué. En el mismo local, asistimos a la conversación entre Paco (Alfredo Mayo, que actúa con la voz prestada por Ángel Picazo) y Maruja Ramos (Anita Dayna). Ambos son vividores que tuvieron algo que ver en el pasado. Ella le pide que deje a su actual amante, su hermana Leonor (María Asquerino), porque está casada y piensa que su marido, Manuel (Luis Prendes) es un buen hombre que no se merece tal humillación. Paco es un delincuente que ha atracado la noche anterior una fábrica y un cínico al que tales miramientos le tienen sin cuidado. Maruja, por su parte, es una mantenida a la que el banquero José Arrosti (Jesús Tordesillas) le ha puesto un piso en la Avenida de las Acacias. Se da la circunstancia de que Arrosti es, precisamente, el padre de Isabel (María Rosa Salgado) y futuro suegro, por tanto, de Fernando, el joven beodo que está celebrando su despedida de soltero. Aparece en escena Manolo, el cuñado de Maruja, que trabaja de camarero en el “Montecarlo”. Durante un baile, Fernando, muy patoso, se pelea con Paco. Interviene el inspector Fuentes (Rafael Durán) quien, tan redicho como siempre, pone fin a la pelea con un inaudito: “¡Esto se ha concluido!” cuando cualquier otro mortal se habría limitado a exclamar “¡Se acabó!”. La aparición del policía hace actuar a Paco, que lleva encima la pistola con la que efectuó el atraco la noche anterior, dándosela al camarero Manolo del cual está muy lejos de imaginar que es el marido de su amante. Fernando y Paco terminan en comisaría, Manolo se queda sin cobrar la mesas que había servido y lo despiden. Diego recoge una comprometedora foto que se ha caído del bolso de Maruja.
En el domicilio de los Arrosti, al enterarse de la informalidad manifiesta de Fernando, se decide que se cancela la boda de la niña, para disgusto, especialmente, del padre del novio (Manuel Arbó), que ve esfumarse la participación en la fortuna del consuegro. No obstante, Diego interviene fulminantemente, enseñando la foto recuperada en el tumulto del “night club” al banquero, coaccionando suavemente al que califica, con toda intención de “hombre íntegro”. Arrosti accede al chantaje y cambia de idea sobre la boda de su hija. En todo caso, queda de manifiesto que Isabel no sabe lo que quiere y que no está realmente enamorada de Fernando. Su padre la retrata ante su mujer con una frase lapidaria (y ofensiva para su esposa, a la que, no olvidemos, le es infiel): “Tan terca como yo, y tan tonta como tú”. Paralelamente, conocemos a Javier (Rafael Romero Marchent), un estudiante de medicina, a punto de acabar la carrera, que comparte habitación de realquilados con Méndez. Es un joven idealista e inocente que se halla enamorado “hasta las cachas” de una muchacha llamada Amparito, quien es, realmente, Maruja Ramos, que mantiene esta doble vida incapaz de desengañar a Javier, por un lado, y de dejar su medio de subsistencia (el banquero pagano) por otro. Mientras los encuentros entre Javier y Amparito son de una ternura que conmueve más en cuanto que están cimentados en una mentira, los de Manolo con su esposa Leonor en el domicilio conyugal resultan de una aspereza agria que incomoda. La mujer reprocha al marido que no sabe ganar dinero para darle el lujo que ella merece, le echa en cara que si no fuera por su hermana no tendría ni qué ponerse (y así, de paso justifica los regalos que le compra Paco) y, en consecuencia, siempre sufre dolor de cabeza a la hora de cumplir con el débito conyugal. A Manolo, la situación lo mantiene a un paso de la desesperanza. El inspector Fuentes le echa un cable, al menos en lo laboral, consiguiéndole una colocación en otro local nocturno de los que él controla, uno que regenta un señor con la extraña cara de Manuel Aguilera. Entonces, al probarse la chaquetilla nueva, el dueño del garito observa que el recién llegado lleva una pistola, lo que comenta al policía por si lo del arma de fuego fuera cosa suya. Fuentes habla con Manolo y éste le entrega “la pipa” asegurándole que iba a decírselo y que podría identificar a quien se la dio. El policía se pone en contacto con su superior (José Sepúlveda) quien ordena al agente Robles (Francisco Arenzana) que haga las pertinentes pruebas balísticas en el laboratorio de la brigada criminal. Así comprueban que se trata del revólver empleado en el atraco a la fábrica. Fuentes se pone de acuerdo con Manolo para tender una trampa a Paco con el pretexto de que va a devolverle la pistola. Lo imprevisto se produce cuando Paco, al presentarse con Leonor, provoca la reacción desesperada del infeliz camarero, que dispara sobre su adúltera esposa, matándola. Fuentes detiene a Paco, no sin sufrir un balazo. Previamente a este final del relato criminal, se ha resuelto felizmente el caso sentimental de Isabel, al desencadenarse la intervención de Carlos quien, ante la inminente ruina económica del banquero Arrosti, da un paso al frente y se postula, desde su modestia de abogado recién licenciado, a ayudar en lo posible y a casarse con Isabel. Este gesto deslumbra tanto al padre como a la hija, que reconoce en él al amor tranquilo “de toda la vida” que necesita. El otro caso planteado, el de Javier y Amparito tiene peor desenlace, pues la joven, tras recibir una amable patada por parte del reformado Arrosti, ha sido descubierta en su doble vida por una indiscreción de su criada (Julia Caba Alba) ante Javier, el cual queda anonadado ante la noticia. Tanto es así que cae en una especie de trance y se echa a andar sin rumbo fijo por las calles de Madrid. Méndez, que trata de hacerle reaccionar, presencia cómo su amigo provoca, al cruzar la calzada sin ninguna precaución, un accidente que tiene como consecuencia un herido de consideración. Este suceso consigue que el médico que hay en el interior del desconcertado joven se imponga, devolviéndole el dominio de sus actos. Al final de la película, todo lo sucedido queda reflejado en las páginas de “La jornada”, revelando la dimensión de lo cotidiano que en realidad poseían unos hechos que expuestos dramáticamente, habían parecido excepcionales. Méndez, que ya se ha decidido a declararse a la telefonista, repasa el ejemplar del diario en su compañía.
Al argumento de “Séptima página” anteriormente relatado es indispensable añadir que se le suman incidencias secundarias, anécdotas y personajes que contribuyen decisivamente a hacer del film la excepcional obra que es. Tres grandísimos actores, tales como Pepe Isbert, Manolo Morán y Joaquín Roa, protagonizan tres “sketches” de tono cómico magníficos. El primero, como vendedor en una tienda de bolsos, a la que acude Paco acompañado de su amante Leonor, que argumenta con lógica aplastante que los bolsos de imitación son más caros que los de cocodrilo legítimo porque los de imitación hay que hacerlos y en cambio, los cocodrilos “ya están hechos”. El segundo interviene como el vigilante de la fábrica que atracó Paco, al cual interroga, en la cama que ocupa en el hospital, el inspector Fuentes. Cuenta lo sucedido con gran lujo de detalles y dándole al relato la máxima emoción de que es capaz, hasta que descubre que quien le está preguntando no es un periodista, sino un policía. Entonces cambia radicalmente el tono de su discurso y explica los hechos sucinta y desganadamente. El tercero da vida a un carterista llamado Arría que ha sido detenido y se encuentra en comisaría. Al ver pasar a Fuentes le saluda e intercambia unas palabras cordiales. Cuando el inspector se marcha, Arría alza la vista a lo alto (como sólo Joaquín Roa sabía hacerlo) y exclama “¡Me quiere mucho!”. Julia Caba Alba, por su parte, desarrolla su rol de criada con uniforme al servicio de la señorita Maruja Ramos dándole el adecuado tono de escudera sensata que mira por la buena fortuna de su señora. Su presencia, como dijimos en la anterior entrega de esta enciclopédica entrada, forma parte de lo que podríamos llamar “área de coincidencia” de esta película con su predecesora “Balarrasa”, de la que formaría su núcleo el trío formado por Jesús Tordesillas, María Rosa Salgado y José María Rodero quienes casi repiten sus respectivos papeles del film de José Antonio Nieves Conde. Si cabe, Tordesillas aumenta ligeramente su nivel de sinvergonzonería previo al incluir el adulterio en su lista de pecados. Como todo el reparto, su interpretación se encuentra a gran altura. Nos queda por citar José Prada, como el médico doctor Vargas, que asiste a la esposa del redactor jefe de “La jornada” en su embarazo e inminente parto y la dinámica (y exigente con la orquesta, por cierto) pareja de baile de ritmos caribeños formada por Óscar López y Mayra, pues por tener, “Séptima página” tiene de todo, hasta dos breves números musicales. En papeles de menor relieve, todavía podemos destacar a Paquito Cano, como uno de los amigotes de Fernando, a Carlos Díaz de Mendoza, como el gerente del “Montecarlo” y a Eloísa Muro, como la sufrida esposa del banquero Arrosti. A título anecdótico, no nos resistimos a reseñar que la noticia tal como puede verse en el final de la película, en la página del diario “La jornada” incluye dos errores de bulto. De una parte, puede leerse que llama al camarero Manolo “Francisco González” y a su víctima, su esposa, “Leonor Pastor”, cuando hemos oído que se apellidaba Ramos.
La admiración que despierta “Séptima página” como magistral pieza de cine difícilmente encuadrable en ningún género (contiene una descripción bastante verista de una investigación criminal, además de varios lances melodramáticos y sentimentales), y que no se vio correspondida por la adecuada resonancia popular (sin duda motivado ello por la endeblez de su productora, Peninsular Films y su distribuidora, José Fuster Candel), no hace sino aumentar en el siguiente film que reunió a Jesús Tordesillas con Ladislao Vajda, “Doña Francisquita”, esta vez sí, más fácilmente encasillable en un género, el musical, de los peor tratados, por cierto, por la cinematografía española. Por otra parte, la consideración que obtuvieron en el reparto anual de premios del Sindicato Nacional del Espectáculo fue similar. Los dos títulos fueron seleccionados, si bien hubieron de conformarse con sendos premios de los de inferior cuantía. Vista hoy, en su maravilloso “Cinefotocolor”, esta adaptación de José Luis Colina y José Santugini de la zarzuela homónima de los autores Romero y Shaw con música del maestro Amadeo Vives, resulta un espectáculo delicioso, digno émulo de los títulos que en Hollywood firmaría un Vincente Minnelli, trasplantados a la temática y las resonancias de nuestra zarzuela. Algo de la ligereza, de la magia, de la ensoñación, del sentido del ritmo, del sano distanciamiento que se encuentra en los mejores films de Minnelli puede rastrearse igualmente en “Doña Francisquita”, lo que resulta especialmente chocante si se tiene en cuenta que sólo un año antes, Ladislao Vajda ha firmado “Ronda española” la cual, si bien le valió una condecoración, carece por completo de sus excelentes cualidades, lastrada quizá en exceso por los condicionantes “oficialistas” que generaron su existencia.
El argumento de “Doña Francisquita” es sencillo como corresponde a un buen musical. La protagonista y titular de la historia (encarnada por la argentina Mirtha Legrand), una joven cantante que se prepara con el maestro Lambertini (Pepe Isbert) para representar la zarzuela “Doña Francisquita”, conoce al desocupado galán Fernando (Armando Calvo), un apuesto mozalbete que se dedica a la esgrima y el sablazo a expensas, fundamentalmente, de su padre, don Matías (Jesús Tordesillas), quien, precisamente, se ha encaprichado de la joven a la que asedia llevándola a paseo y a espectáculos aunque siempre con la mamá, doña Francisca (Julia Lajos, siempre estupenda) como carabina. La joven Francisquita, siguiendo la trama de la zarzuela que está ensayando, trata de ingeniárselas para que don Matías cambie de objetivo y se dedique a cortejar a su madre en lugar de a ella y, al mismo tiempo, que Fernando deje su relación con la temperamental diva de la canción popular, Aurora “La Beltrana” (la bellísima Emma Penella, todavía por aquel entonces actuando con la voz prestada). A Fernando le acompaña siempre su amigo-póliza (en definición de Jardiel Poncela, aquel que siempre va pegado a uno y no vale más de dos pesetas), su condiscípulo Cardona (Antonio Casal, que se reencuentra con Jesús Tordesillas, por cierto, después de haber estado en su compañía teatral casi veinte años atrás), que cumple la función de ser el “gracioso” de la obra. Junto a Aurora, también hay un personaje-lapa, el de su representante Lorenzo, a quien da vida Manolo Morán, que será utilizado por la diva para dar celos a Fernando. Los esfuerzos de Francisquita terminan, como no, por dar sus frutos y consigue el amor del mofletudo y atildado galán superando todos los obstáculos y dificultades, en un final en el que, como dicta el tercer y último acto de la zarzuela, “la juventud triunfa” y la vejez, representada por el pobre Jesús Tordesillas, se queda con un palmo de narices. Junto a momentos musicales de gran belleza y riesgo, como las diversas ensoñaciones y fantasías que se entreveran en la acción (en una de ellas, por cierto, casi de figurante aunque destacada, podemos ver a Elisa Montés, hermana de Emma Penella), la película brinda momentos cómicos para lucimiento de los excelentes integrantes del reparto, como el número que protagonizan Antonio Riquelme y Antonio Casal, verdadera rutina de “pícaro”, en la pastelería de doña Francisca (“El buen gusto”, sita en la calle de La Pasa), en la que trabaja el personaje del primero y donde el segundo consigue merendar de balde. Otro momento memorable es el chasco fenomenal que se lleva don Matías cuando, pertrechado de un esplendente ramo de flores, se presenta en el domicilio de su amada para pedir la mano de Francisquita y es recibido por su madre que está convencida de que es por ella por quien se interesa. El planchazo es colosal y tanto Tordesillas como Julia Lajos bordan sus teatrales acciones. Por lo demás, el protagonista de nuestra entrada está excelente en su papel, que como ya dijimos en la entrega anterior, guarda una gran semejanza con el que le había correspondido en “La Lola se va a los puertos”, sólo que en esta ocasión, el tono resulta, lógicamente, más ligero. Tordesillas se muestra espléndidamente galante, poseedor de un porte y una elegancia ejemplares, severo cuando lo requiere la ocasión y adulador en el momento siguiente. Sus miradas de intenso deseo hacia Francisquita superan con suficiencia y audacia cualquier veto censor y, por descontado, las del melifluo (aunque voluntarioso) galán titular, el bueno de Armando Calvo. Sin más desventaja que su mayor edad, el personaje del padre parece mejor dotado (no sean mal pensados, me refiero a la personalidad) que el del hijo para las conquistas amorosas y comete, por añadidura, el imperdonable pecado de ser más delgado que su vástago. En participaciones de menor extensión encontramos a la genial actriz especializada en el medio radiofónico, Juana Ginzo (como ya dijimos en su día, en la entrada a ella dedicada), al secundario habitual José María Rodríguez (que también tenía una hilarante intervención al principio de “Séptima página”) como camarero que sirve dos horchatas, precisamente a Juana Ginzo y a Mirtha Legrand, y a Ángel Álvarez, en una fugaz aparición como intruso que se interpone en el “truco del pañuelo que se deja caer” que practica Francisquita para “pescar” a Fernando. El film en su conjunto reclama para sí el calificativo de “Brillante” en todos sus fotogramas y nos hace derramar una furtiva lágrima por todo lo que el género musical se perdió en España por no haber tenido “Doña Francisquita” ninguna continuidad. Y no es que no se estrenaran con posterioridad “películas con canciones” que obtuvieran triunfos mucho mayores, que las hubo y muy sonadas (como “El último cuplé” (Juan de Orduña, 1957), también con Armando Calvo, y “La verbena de la Paloma” (José Luis Sáenz de Heredia, 1962) por citar dos ejemplos de éxitos recaudatorios), pero el toque de distinción, a un tiempo cosmopolita y localista y, por tanto universal, de “Doña Francisquita”, nosotros no lo reconocemos en películas posteriores.
Alguien, llevado de un sentimiento trágico nacionalista se lamentará de que la mejor película de tema taurino hecha en nuestro país la firmara un húngaro de nacimiento. Valga para ellos el consuelo de que Ladislao Vajda ya se había nacionalizado español cuando rodó “Tarde de toros”. Por otra parte, para este burgomaestre a quien la llamada “Fiesta nacional” le parece una lata fenomenal y el patriotismo, una aberrante anomalía emocional, el film le parece magistral y extremadamente disfrutable, del mismo modo en que, por ejemplo, repudia la guerra y la propaganda imperialista, pero se emociona con “Objetivo Birmania”. Hecha esta precisión tan poco interesante, digamos que “Tarde de toros” fue producida por “Estudios Chamartín”, empresa que, fundada en 1942, había hecho posible el estreno del anterior éxito (uno de los más grandes de toda la historia del cine nacional) de Vajda, “Marcelino, pan y vino” (1954) y que produciría también sus siguientes obras maestras, “Mi tío Jacinto” (1956), “Un ángel pasó por Brooklyn” (1957) y “El cebo” (1957), y que su estreno se produjo en Madrid el 24 de febrero de 1956 en el cine Coliseum. En el film se cuenta el transcurso de una jornada de corrida en la plaza de Las Ventas de Madrid según argumento y guión de Manuel Tamayo y Julio Coll a cuya versión definitiva contribuyó José Santugini (de manera análoga a como hizo en el caso de “Séptima página”). Se nos presenta a los tres diestros que van a torear, encarnados por tres matadores de toros auténticos (extremo que se refleja hábilmente en los primeros instantes del film cuando vemos que el cartel de la corrida de los toreros de ficción sustituye a otro en el que figuran los nombres auténticos de los intérpretes). Así, Antonio Bienvenida será Juan Carmona, el torero que vive el auge de su carrera profesional y que tiene algo descuidada a su familia; Domingo Ortega dará vida a Ricardo Puente, diestro que vive, en cambio, el declive de su trayectoria y que necesita recuperar la confianza en sí mismo obteniendo un triunfo en la plaza para sacudirse, de paso, la influencia de su amante, Paloma (María Asquerino), que le está hundiendo con sus desprecios. El tercer integrante de la terna es el joven Luis Montes, Rondeño II (Enrique Vera), que tiene sobre sus inexpertos hombros la tremenda carga de haber heredado el nombre de su padre, Luis Montes (Jesús Tordesillas, que emplea el acento andaluz que tiene ya muy practicado en el pasado), matador retirado a cuyo sobrenombre consiguió, a base de grandes faenas, adherir un gran prestigio. A la emoción inherente a todo evento taurino se añadirán, pues, las rencillas profesionales, los celos, las necesidades y afanes de las particulares circunstancias de cada diestro y a todo ello concurrirán, además, las intervenciones de los personajes secundarios al drama de la fiesta. Así, por ejemplo, presenciamos los esfuerzos de dos jóvenes maletillas, “El Trepa” (Jesús Colomer) y Manolo (Jorge Vico), que se cuelan en la plaza para saltar el segundo en el transcurso de la fiesta al ruedo, con el trágico resultado de, tras haber dado una serie de pases memorables, sufrir un cornalón en el pecho que, tras rápida y sobrecogedora agonía asistido en la enfermería por el médico del coso interpretado por Félix Dafauce y por el cura padre Fermín, a quien encarna José Prada, le provoca la muerte. A la angustiosa lucha contra el temor que libra ante el toro el joven Luis Montes, asisten, desde el tendido, su padre, el muy orgulloso y pundonoroso “Rondeño”, a quien acompaña don Felipe, el que fuera su mozo de estoques y actual hombre de confianza, a quien da vida Pepe Isbert sin apenas hablar, en gran medida por los nervios, y desde el burladero, el apoderado que fuera del padre y ahora del hijo, Julián (Mariano Azaña), secundado por José María Rodríguez como mozo de estoques, sufriendo todos horrores con las comprensibles dudas y zozobras del bisoño diestro. Como empresario del festejo actúa don César (Juan Calvo), y entre el público que presencia el drama de la tauromaquia se encuentran dos aficionados exaltados, Luis Sánchez Polack “Tip” y Joaquín Portillo “Top” que discuten acaloradamente separados, afortunadamente, por una valla. También en el público, una guapa actriz extranjera (Jacqueline Pierreux) trata de desentrañar los misterios de “la fiesta” asesorada por el experto a quien da vida Manuel Arbó. En el terreno del burladero, asistiendo al diestro “enrachado”, Juan Carmona, se encuentra Pinto (Casimiro Hurtado), mientras que Francisco Bernal, en el papel de Ramón, hace lo propio con el matador en crisis, Ricardo Puente. También en los tendidos se encuentran Pedro Porcel, en el papel de un padre que ha ido a los toros con el niño, que se aburre porque ha salido irremisiblemente futbolero; el emocionado apoderado de Juan Carmona, Jiménez, a quien encarna Manolo Morán, y una pareja de “enteradillos” (Antonio Prieto y Raúl Cancio) que, precisamente, se sientan detrás de Luis Montes y don Felipe, a los que mortifican con sus comentarios despectivos sobre la faena y el futuro que espera a “Rondeño II”, desprecios que tendrán que terminar tragándose cuando al chaval le salga la casta torera y complete una gran faena en su segundo toro, para regodeo de don Felipe, que se encara con ellos. Todavía quedan más intervenciones reseñables, una de las cuales ya comentamos en su día, cuando dijimos que José Sepúlveda tenía en “Tarde de toros” el papel del apoderado de Ricardo Puente, siendo las otras las de Rafael Bardem, como amigo del mismo diestro, Manuel Aguilera, en el breve rol del conserje del hotel en que se aloja Juan Carmona o la de Amparo Martí, como doña Julia, sufrida esposa y madre de los Luis Montes, padre e hijo. Finalmente, y con el contrapunto trágico de la muerte de Manolo, el espontáneo, los diestros salen del festejo triunfantes: Juan Carmona se ha enterado de que su mujer espera un niño y cancela la gira que tenía prevista en Sudamérica, Ricardo Puente se ha reivindicado a sí mismo y se ha sacudido la nefasta influencia de Paloma, y Luis Montes, “Rondeño II” ha cosechado el triunfo que necesita para impulsar favorablemente su incipiente carrera.

Protagonista de una birria: El andén de Eduardo Manzanos
En el libro de Pascual Cebollada sobre el astro (Fernando) Rey, el universal intérprete, protagonista de “Viridiana”, decía, por todo comentario, a propósito de “El andén”: “No me acuerdo nada de esta película”. Algo parecido (es decir, olvidarla) debió hacer con el film el escaso público que decidió verlo cuando, al fin, transcurrido un lustro desde su producción, se estrenó el 23 de diciembre de 1957. Sin embargo, para Jesús Tordesillas, este título significó volver a ser protagonista de una película, cosa que no sucedía desde 1939, cuando compartió la cabecera del cartel de “La malquerida” con Társila Criado. Además, el Círculo de Escritores Cinematográficos le distinguió con el premio al mejor actor de 1953, pese a que “El andén” no se había llegado a estrenar. Sin duda, debió suponer una satisfacción de sabor agridulce alzarse, después de recoger varios galardones por su labor desempeñando papeles secundarios, con el del mejor actor principal por su actuación en una película que pareció, durante mucho tiempo, que el público no llegaría a ver. Y que casi no vio, después de cinco años de letargo.
La productora Unión Films, fundada por Eduardo Manzanos Brochero (Madrid, 1919-1987) en 1952, sería la empresa idónea para financiar sus propios esfuerzos en el terreno de la dirección, tras unos años en el que se había dedicado a la escritura de guiones. “El andén”, el primero de esos intentos, se basaba en un relato de Manuel Pilares (quien años después colaboraría con Fernando Fernán-Gómez en los magníficos libretos de “La vida por delante” y “La vida alrededor”), y contaba la historia de don Javier (Jesús Tordesillas), el viejo jefe de estación de un pueblecito llamado Vallina, situado en el paso de la línea del TALGO Madrid-Irún, que llegaba, sin darse cuenta, a la edad de jubilación. Su enorme humanidad, que le llevaba a vivir pendiente del bienestar de sus vecinos, le hacía acreedor de un merecido homenaje popular e institucional al final de la película. Falta de conflictos de envergadura, la cinta recreaba con la pátina amable de una visión costumbrista dulcificada, el día a día de los habitantes de Vallina, de sus esfuerzos y anhelos. Sólo dos notas discordantes aportaban tensión a la trama. Por la primera, nos enteramos de la problemática de los carreteros, con el inquieto Manuel (José Bódalo) al frente, que perciben como un peligro la apertura de una línea auxiliar de ferrocarril que transportará los troncos del bosque vecino a la serrería más rápidamente que ellos, lo que les dejará sin trabajo. Tal situación motivará un intento de abandono del pueblo del colectivo de carreteros que el viejo jefe de estación, con buenas palabras, conseguirá impedir, apelando a las bondades de mantenerse establecidos en la localidad. El otro conflicto, de corte sentimental, enfrenta a Manuel con don Enrique (Fernando Rey), por el cariño de Pilar (Marisa de Leza), la sobrina de don Javier. Que, en cierto modo, es continuación del problema anterior, pues la relación de Manuel con Pilar, aún en estado incipiente, ha venido a enturbiarse con la llegada de Enrique, el ingeniero de la nueva línea de ferrocarril, con lo que Manuel le toma la comprensible ojeriza por doble motivo. El reparto de “El andén”, imaginativamente presentado con los actores asomándose a las ventanillas de un vagón de tren, saludando al oír su nombre pronunciado por un locutor, en lugar de mediante los habituales rótulos, incluía a José Luis Ozores (que también tenía un papel destacado en el film de Antonio Lara “Tono” igualmente producido por Unión Films en 1952, “Habitación para tres”, que comentamos con ocasión de la entrada dedicada a Manolo Gómez Bur) en el papel de Joselón, el ayudante de don Javier, con el que se dedicaba a realizar tareas simples, como clasificar la correspondencia por el original sistema de archivar las cartas, sin leerlas, en dos categorías: las escritas “a mano” y “a máquina”, o como jugar a las cartas para distracción del señor alcalde (Juan Calvo), o como limpiar la campana de la estación. Otros personajes de “El andén” eran don Víctor, el inevitable representante del clero a quien prestaba su blanda presencia Miguel Pastor Mata, y don Marcos, el dueño de la serrería, que era interpretado por Félix Dafauce. En un papel no acreditado, respondiendo al nombre de Mariano, debutaba en la pantalla Arturo Fernández, como uno de los habitantes de Vallina, los cuales encontraban su mayor distracción en asistir al veloz paso del tren TALGO por su estación, sin detenerse nunca. La ilusión porque el ultramoderno tren se detuviera alguna vez en su población supone el mayor anhelo de los ciudadanos de Vallina y eso es justamente lo que sucede al final del film, en homenaje al abnegado don Javier, a cuyo rostro acuden lágrimas de emoción ante el reconocimiento que las autoridades le ofrecen, promovido por sus conciudadanos. Antes del climático final, que busca tocar la fibra sensible del respetable con artes heredadas de las “comedias humanistas a lo Capra”, hemos asistido a detalles convenientemente enternecedores, como cuando don Javier comenta, al enterarse de que le ha llegado la hora de jubilarse: “Yo, que me sé de memoria la edad de todos los del pueblo y no me sé la mía”, o como cuando le vemos pasarle novelas del Oeste a un niño llamado Miguelín (de José Mallorquí, que son sus favoritas, autor del que, por cierto, Eduardo Manzanos mediante Unión Films primero, y Copercines después, producirá un buen número de films). En general, la película, vista hoy, dista mucho de ser una gran obra, pero son reconocibles las buenas intenciones, su fondo conservador pero no doctrinario y cierta modestia no exenta de chantajismo emocional. Es un film para ser visto de manera condescendiente, disfrutando de buenas actuaciones, llenas de naturalidad impostada (que es la más creíble). La crítica del momento se limitó a comentar que como el TALGO ya no era novedad en España, el film había perdido interés desde el momento de su confección hasta su estreno. Hoy, en cambio, que estamos hartos de viajar en el AVE, lo que es un espectáculo insólito es ver en la pantalla a gente sencilla relacionándose entre sí movidos por buenos sentimientos.

El declive de Juan de Orduña (1951-1962)
La intención generadora de “La leona de Castilla” parecía evidente: reeditar el éxito de “Locura de amor”, el cual había sido refrendado con las excelentes acogidas por parte del público de “Pequeñeces” y “Agustina de Aragón”. Así, Orduña regresa a la ambientación de su primer drama histórico exitoso, cambiando la figura de la hija de los Reyes Católicos por María de Pacheco, “La leona de Castilla”, personaje que le correspondió defender (y a fe que lo hizo con bravura) a Amparo Rivelles. El film, como suele suceder con los que se prefabrican en pos de repetir un éxito pretérito, fue un rotundo fracaso. Estrenada en el cine Rialto de Madrid el 28 de mayo de 1951, esta historia situada en el Toledo de 1521, ni conmovió ni convenció al público a pesar de contar, eso sí, con el excelente elenco habitual en los films CIFESA que dirigía Orduña. El protagonismo masculino, en el papel de don Pedro, duque de Medina Sidonia, recaía una vez más en Virgilio Teixeira y tenían papeles destacados los habituales Manuel Luna y Eduardo Fajardo, desempeñando la función de encarnar a los traidores de la trama, don Ramiro y su despiadado lugarteniente, respectivamente. Jesús Tordesillas encarnaba a don Lope, un caballero leal a María Pacheco, viuda de Juan de Padilla (Antonio Casas), uno de los Comuneros ejecutados junto a Bravo y Maldonado, que se mantenía fiel a la reina cuando el pérfido Ramiro, regidor de Toledo en ausencia de Juan de Padilla, trataba de procurar su caída. Rafael Romero Marchent, quien en el futuro tendría a sus órdenes al mismo Jesús Tordesillas, dirigiéndole en varios films, encarnaba al hijo de María Pacheco, que clama venganza por la ejecución de su padre. El gallardo Alfredo Mayo encarnaba al capitán del bando castellano, frente a los imperiales, quienes contaban con el marqués de Villena (Miguel Pastor Mata) como emisario. El fracaso de este film se vería superado en intensidad por el siguiente que rodó Orduña para CIFESA, y que ha quedado como paradigma del cine de “cartón piedra” con el que se ha querido injustamente representar el común de la cinematografía española durante el franquismo, “Alba de América”.
Según las cifras aportadas por Fèlix Fanés en su fundacional “El cas CIFESA:vint anys de cine espanyol (1932-1951), “Alba de América” obtuvo en taquilla unos ingresos algo superiores a los recaudados por “La leona de Castilla”, consiguiendo en permisos de importación (al conseguir, tras mucho batallar Vicente Casanova, la categoría de “Interés nacional”) más de dos millones de pesetas, pero como el coste total del film sobre la odisea de Colón fue muy superior, alcanzando casi once millones de pesetas, las pérdidas fueron, en consecuencia mayores. Los números rojos de “Alba de América” se elevaron hasta los tres millones y medio de pesetas, que cayeron como una losa a las pérdidas acumuladas por los otros films de la empresa valenciana estrenados el mismo año. Tanto “Una cubana en España”, como “La leona de Castilla” perdieron unos dos millones y “Lola la Piconera”, un millón más. En total, 1951 supuso un desastroso negocio para “La antorcha de los éxitos”, arrojando un saldo negativo de unos nueve millones de pesetas. Teniendo en cuenta que los éxitos de 1948 de “Locura de amor” y “Currito de la Cruz”, sumados, reportaron ocho millones de beneficios, cabe concluir que la insistencia en los mismos parámetros creativos había trocado las mieles del triunfo en el acíbar del fracaso.
“Alba de América” nació impulsada por las más altas instancias del régimen franquista. El propio dictador y el almirante Carrero Blanco estuvieron detrás de la génesis del film con la intención de dar la versión imperialista española frente a la irresponsable visión que de la figura del descubridor del continente americano y de la gesta hispana (dejando muy mal parados a los Reyes Católicos) habían dado los ingleses (“Christopher Columbus”, de David MacDonald, 1948). El Instituto de Cultura Hispánica convocó un concurso público para que las productoras españolas e hispanoamericanas presentaran sus proyectos, pero con imposiciones tan insalvables como el nefasto guión, que ya obraba en poder del propio Instituto, original de José Rodulfo Boeta, o como el asesoramiento de diversas personalidades del propio Instituto. Se ponía, eso sí, a disposición de la productora, una reproducción de la carabela Santa María. A Juan de Orduña se le puso entre las manos aquel gigantesco artefacto y, viendo la película, se comprende fácilmente que no sabía qué hacer con él. El presupuesto, que alcanzó la astronómica cifra de los diez millones de pesetas, resultó corto y el film, además de aburridísimo, parece pobre (de tres carabelas, por citar un ejemplo claro, al espectador se le escamotean dos). El propio director clamaba por la necesidad de que la película se hubiera rodado en color, pero es dudoso que tal mejora la hubiera rescatado de su condición de “tostón”. El tedioso guión no ofrecía al público la oportunidad de emocionarse con nada de lo que ocurría en pantalla en una historia por completo carente de suspense (por supuesto, América “iba a ser descubierta”) y Orduña se limitaba a componer una estampa tras otra, mostrando al adormecido espectador una larga sucesión de actores disfrazados. Cierto es, no obstante, que la figura de Cristóbal Colón, en torno a la cual gravita todo el film, está bien resuelta en lo externo, con la caracterización de Antonio Vilar, y que otro tanto puede decirse de José Marco Davó, convincente como siempre, y su Martín Alonso Pinzón, o de nuestro protagonista de hoy, que se hace cargo del papel de fray Juan Pérez, quien acoge a Colón en el monasterio de La Rábida y que hace valer su influencia ante la reina Isabel (Amparo Rivelles), de la que había sido confesor, para favorecer al marino genovés. En el mismo monasterio, junto a Tordesillas, encontramos al entrañable Nicolás Díaz Perchicot en el rol del cosmógrafo fray Antonio de Marchena y cabe afirmar que es este primer segmento, el que transcurre en La Rábida el único aceptable de todo el film. Hasta llegar al grito de “¡Tierra a la vista!”, por la pantalla desfilarán actores tan solventes como Alberto Romea, en el papel del cardenal Mendoza, y otros tan dolorosamente inadecuados como José Suarez, que incorpora a un inaceptable rey Fernando el Católico, logrando parecer más incómodo en su papel de lo que en él es habitual. Mary Martín, aporta su atractivo algo canalla como Beatriz, y Eduardo Fajardo tiene su ocasión de lucir su altura como Gastón. Francisco Bernal hace un mesonero y Manuel Luna es el banquero judío Isaac. Un juvenil Rafael Arcos pasa por la escena como enviado del rey Juan de Portugal y Antonio Almorós (acreditado como Almorox) encarna a un entrevisto Vicente Yánez Pinzón. Entre los marineros de la Santa María, formando a la descontenta tripulación, tres característicos llamados José: Sepúlveda, Jaspe y Riesgo, más un Francisco, Arenzana, y un Fernando, Sancho. Formando una junta de letrados, ante los que Colón se niega a dar pruebas de sus proyectos, distinguimos a los más dignos Carlos Díaz de Mendoza, Benito Cobeña y Francisco Pierrá. Ricardo Pastor se ocupó de dar vida a Pedro Vázquez de la Frontera, navegante caballero portugués afincado en Palos quien, naufragando en el océano, barruntó el lejano continente por descubrir, y Antonio Casas, por su parte, fue Juan de la Cosa. A Villamarín, de la corte de los Reyes Católicos, fue Félix Dafauce quien lo interpretó y a Quintanilla, secretario de la reina, Vicente Soler. Así, sin otro aliciente que ir descubriendo a los diversos actores que se pasean por la pantalla, el film termina, para alivio del espectador al cabo de dos fatigosas horas de proyección. José María García Escudero, recién nombrado director general de Cinematografía en verano de 1951, le había negado a “Alba de América” la categoría de “Interés Nacional”, decantándose, significativamente, por premiar a “Surcos”, de José Antonio Nieves Conde. Es difícil pensar en dos películas más dispares. No fue sino con la destitución de García Escudero, y tras mucho insistir Vicente Casanova que, por fin, en marzo de 1952 (la película se había estrenado en diciembre de 1951, en el cine Rialto de Madrid) “Alba de América obtuvo la clasificación que llevaba aparejados ocho permisos de importación, lo que rebajó en dos millones cuatrocientas mil pesetas la magnitud del naufragio.
Tras las sonadas ascensión y caída de Juan de Orduña en el seno de la productora CIFESA, uno de los films de su carrera que muestra una mayor continuidad con los que conforman su línea de aciertos se estrenaría en enero de 1955 y lo distribuiría igualmente la empresa valenciana de los Casanova, aunque lo produciría una nueva marca, la de la actriz Elena Espejo. Su título, el mismo que el de la novela que adapta para la pantalla, “Zalacaín el aventurero”, de Pío Baroja.
Por segunda vez, transcurridos siete años desde la producción de “Las inquietudes de Shanti Andía” (Arturo Ruiz-Castillo, 1947), Jesús Tordesillas dispondría de un papel en una adaptación de una obra barojiana. Si de aquella dijimos que mostraba las pulsiones de un cineasta atrevido que se enfrentaba a su primer largometraje, en la presente ocasión, Juan de Orduña trata de reincidir en lugares que le habían proporcionado éxitos y reconocimientos en el pasado reciente. Si quisiéramos despachar el comentario de “Zalacaín el aventurero” en pocas líneas, podríamos asegurar que se trata de algo así como de una recuperación de una de las partes que componían “Agustina de Aragón”, como si se hubiera desgajado de ella todo el metraje protagonizado por Virgilio Teixeira. La presencia del actor portugués, que tanto recuerda a la del propio Orduña en sus tiempos de galán de “Nobleza baturra”, sumada a los decorados de Sigfrido Burman, y a las incidencias argumentales articuladas sobre los sucesivos enfrentamientos del protagonista con su antagonista, remiten al espectador a algo ya visto en el film dedicado a la heroína de los Sitios de Zaragoza. No obstante, suficientes elementos de interés conviven con esta impresión general, tantos que, de quedar expuesta en soledad, resultaría injusta con el film. El primero de esos elementos, y en verdad remarcable, es que se trata de la primera producción de “Espejo Films” una productora que, por el mero hecho de ser su titular una mujer, ya supondría pretexto suficiente para detenerse en su consideración. Elena Espejo del Valle (Tánger, 30 de junio de 1930) se inició artísticamente como bailarina y fue descubierta para el cine, en 1948, por el infatigable Ignacio F. Iquino, que la hizo debutar en un pequeño rol en un film dirigido por él para su productora Emisora Films, “Canción mortal”, y en otro de más entidad en la cinta que asimismo produjo y que dirigió Manuel Tamayo, “Un hombre de mundo”, para el mismo sello. Fue una de las herencias que el arrollador cineasta de Valls legó a la productora poco antes de abandonarla por discrepancias personales con su cuñado y socio, Francisco Ariza, pues éste fue quien, manteniendo activa la productora mientras pudo (lo que no supuso más allá de un trienio), más oportunidades brindó a la actriz, convirtiéndola en la estrella de la productora, llegando a estrenar cuatro títulos en 1950 con Elena Espejo en la cabecera del cartel, siempre como pareja artística del galán de la firma barcelonesa, Conrado San Martín. Liquidada Emisora Films tras el breve periodo en el que Francisco Ariza sostuvo sus riendas, Elena Espejo, una mujer de delicada belleza, que recordaba, por ejemplo, a la Linda Darnell de la Fox hollywoodiense, emprendió la aventura de la producción, constituyendo su primer esfuerzo en este terreno, “Zalacaín el aventurero”, con un director de prestigio como Juan de Orduña y con un guionista, colaborador de éste en sus mejores logros, que la había dirigido en su primera actuación de cierta entidad en un film, el citado “Un hombre de mundo”.
Si en “Las inquietudes de Shanti Andía”, Pío Baroja realizaba una intervención hacia su final, interactuando con el mismo protagonista del film, el cual le confiaba sus recuerdos, en “Zalacaín”, el escritor aparece en pantalla al principio de la acción, en una especie de prólogo que le muestra en diálogo con el director de la película, Juan de Orduña, lo que representa una suerte de asunción por parte del autor de la obra de la adaptación al cine de la misma, de la cual se hace así partícipe. Y no es esta cuestión menor, toda vez que es, precisamente, el prólogo del film la parte que de manera más sustancial modifica la novela original, pues siguiendo la costumbre de Orduña de iniciar sus películas con un breve preludio, en el cual aparecen los personajes ya ancianos, que da paso a un largo “flash-back”, así, “Zalacaín” (el film), toma el epílogo de la novela y lo coloca en el comienzo de la acción para poder ajustar el libro al modelo habitual del cineasta. El giro, quizá sugerido por el propio Orduña, pero contenido, en todo caso, en el guión firmado por su colaborador habitual, Manuel Tamayo, dota de un pequeño suspense, de tinte fantástico, a todo el relato y confiere a la figura de Zalacaín una dimensión mítica apenas insinuada en el referente literario.
La acción del film se inicia cuando el enterrador de Zaro, un pueblo vasco-francés, echa una carta al correo dirigida al novelista Pío Baroja. Asistimos después a la visita que Juan de Orduña efectúa al literato, de cuya obra planea realizar una adaptación fílmica, en el transcurso de la cual se abrirá la misiva enviada por el enterrador, en la cual se contesta a una pregunta que don Pío le había formulado. Relata entonces el autor de la obra adaptada al cineasta, las circunstancias en las que entró en conocimiento de la figura de su protagonista, Martín Zalacaín de Urbía. Y ellas fueron que paseando por la serena soledad del cementerio de Zaro, dio con una tumba en la que reposaban tres lozanas rosas, de diversos colores, una blanca, otra amarilla y roja, la tercera. Observado por el enterrador (Manuel Arbó), el escritor conoce entonces el misterio de aquellas tres flores que se mantienen inexplicablemente frescas desde el entierro del difunto Martín Zalacaín, muerto, según reza su lápida, el 26 de febrero de 1857, a los 28 años de edad, largo tiempo atrás. Baroja se propone desentrañar el enigma y monta guardia junto a la sepultura hasta que descubre a tres ancianas que son las que periódicamente renuevan su ofrenda floral manteniéndola siempre viva. La curiosidad mueve al literato a interrogar a las tres mujeres por los méritos contraídos por el muerto para obtener de ellas tal devoción. Así, Catalina (Elena Espejo), Rosa (Margarita Andrey) y Linda (Rosario León) inician el relato de la vida de Martín Zalacaín, desde los años de su infancia, cuando las tres lo conocieron. Cuentan que Martín, huérfano desde muy niño, se crió sin padre, arrogante y pendenciero, ausente de la escuela, arrojado y fanfarrón, en un caserío cercano a las lindes del pueblo de Urbía con su madre y con su hermana menor, Ignacia. Que su madre (María Cañete, que solía tener reservado en las películas de Orduña un papel de criada o de institutriz, preferentemente al servicio del personaje de Aurora Bautista), una mujer de escaso carácter, vivía casi de la caridad de los Ohando, la familia más rica del lugar y dueña de una ubérrima propiedad vecina. En sus andanzas infantiles, el pequeño Martín, indomable, se haría pronto popular por su arrojo y capacidad de liderazgo entre la chiquillería y se ganaría muy pronto el odio de Carlos Ohando, el hijo de la familia rica, envidioso de la buena fama de Martín y receloso del cariño que éste cultiva con su hermana, Catalina Ohando. Los dos niños se enfrentan a golpes y bien pronto queda patente que en este terreno Carlos no es rival para Martín. Esto no hace sino acentuar el odio y el desprecio rabioso que el niño rico siente por el pobre, el cual, dotado de un corazón más noble, no siente la misma animadversión por su contrincante. Sorprendido por su tío abuelo, el viejo librepensador Tellagorri (Jesús Tordesillas), el pequeño Martín recibe de su anciano tío estímulos para continuar con su belicoso comportamiento. Poco después, Martín traba conocimiento con Linda, la sobrina del director del Circo Pascuali (Ramón Martori), cuando intenta ver la función a través de un resquicio en las tablas del tinglado. Sorprendido por el severo director del espectáculo, el niño promete pagar con frutas que piensa robar en el huerto de los Ohando. Para entonces ya ha conquistado el corazón de Linda. Después, en el camino, conoce, al abordar su carruaje, a Rosa, una niña, hija de un general, a quien causa una tan honda impresión que ésta le durará toda la vida. En la función de circo a la que asistirán Martín, con sus jóvenes conquistas, por un lado, Tellagorri por otro y la madre de Martín acompañada de Ignacia, por otro, se produce un accidente motivado por las protestas de Tellagorri, que increpa al jefe de pista y director del circo por no considerar aceptable que la joven y guapa domadora exponga su cabeza en las fauces del león. Al acceder a los requerimientos del viejo escandaloso, el número del león termina en una tragedia, pues el felino escapa y provoca una estampida del publico la cual se cobra como víctima a la madre de Martín. En el lecho de la agonía, la pobre mujer deja el destino de sus hijos repartido. Ignacia pasará a vivir en casa de los Ohando, donde servirá, mientras que Martín se quedará con su tío Tellagorri. Pronto Martín es puesto a trabajar por su tío como postillón de diligencia y pasamos a encontrarle ya adulto, con la apariencia de Virgilio Teixeira. Estalla entonces la segunda guerra carlista, de la que Martín considera que “es hermosa” y de la que piensa sacar provecho, tal como le enseñó su tío – abuelo. Cuando regresa a Urbía se encuentra con que Tellagorri está a punto de morir. Dispone el viejo del tiempo justo para legarle sus ahorros (un calcetín lleno de monedas de oro que guarda en el colchón) y a su perro “Marqués”. Martín le endilga el can a los Ohando, valiéndose del ascendiente que tiene sobre Catalina, con el consiguiente disgusto de Carlos quien, no obstante, se ve obligado a “tragar”. Entre tanto, el atravesado joven se ha encaprichado de la criadita que le han metido en casa, Ignacia (María Dolores Pradera). Este acoso está muy mal visto por Martín, quien no duda en emplear parte del dinero heredado de Tellagorri para “comprarle” un novio a su hermana menor. Tras rechazar Ignacia varios candidatos propuestos, por distintas razones, Martín consigue que acepte a Bautista, a quien ofrece como dote, ciento veinte reales con los que comprar un horno con el que establecerse por su cuenta como panadero. Se concierta la boda con Bautista (Humberto Madeira) y se celebra. En pleno banquete, Carlos, furioso, interviene obligando a Catalina a que abandone el festejo. Martín decide entonces dejar Urbía con la finalidad de prosperar y hacerse digno merecedor de Catalina. Cuando va a despedirse de ella, esa misma noche, la pareja es sorprendida por Carlos, quien, escopeta en ristre, pone en fuga a Martín. En su huida, Martín tropieza con la partida de Luschía (José Sepúlveda), que se dedica a negociar con armas y al asalto de diligencias, entre otros negocios ilícitos propiciados por la guerra. Con los de la partida, y reclutado por la fuerza, se encuentra a Bautista, que no ha tenido oportunidad de disfrutar de su noche de bodas. Martín trata de sacarle del apuro inventándose la existencia de un alijo de treinta fusiles con el que tentar al codicioso Luschía, persiguiendo una oportunidad para escapar. Se presenta entonces la ocasión de asaltar una diligencia en la que viaja, precisamente, Rosa (Margarita Andrey) que va acompañada de su madre (Josefina Serratosa, esposa, por cierto, del “asaltante” José Sepúlveda). Martín sugiere entonces a Luschía que deje marchar a las mujeres en la diligencia con el pretexto de que eso, precisamente, retrasará la acción de los guardianes de la ley. Esta maniobra la aprovechan Martín y Bautista para escapar en la misma diligencia. Sufren un accidente en su loca fuga y, mientras Bautista y la mamá de Rosa huyen por un lado, Martín y Rosa se aprestan a defenderse haciéndose fuertes en un parapeto. El tiroteo, en el cual Martín resulta herido, termina con la intervención de los miqueletes que ponen en fuga a los de Luschía. La convalecencia de Martín en los amorosos brazos de Rosa, hija del general liberal Briones, concluye cuando el joven comprende que por ese camino se aleja de su objetivo original, Catalina, por lo que decide volver a Urbía. Para emprender el regreso, sablea a Bautista, al que despoja del dinero que él mismo le había dado para comprar su panadería. Al llegar a Urbía se encuentran con que allí se ha librado una batalla de la que resultó víctima la madre de Catalina y que ésta ha huído a Estella a refugiarse en el convento de la Madres Recoletas. Para allá marcha Martín, acompañado del fiel Bautista quien nuevamente deja plantada a Ignacia, no pareciendo demasiado entusiasmado, por cierto, con la consumación pendiente del matrimonio. En Estella, Martín termina por acudir al casino pues es el único lugar en el que puede pasar la noche, y allí se encuentra con Linda que es quien regenta el local. Se reconocen a pesar del tiempo transcurrido y poco después, Martín ve a Carlos, vestido con el uniforme de capitán carlista, en la mesa de juego. Le pide a Linda que conduzca a Carlos a una habitación reservada, donde él le esperará y le propinará una soberana paliza, tras lo cual le desposeerá de su uniforme de capitán carlista. Con él disfrazado y acompañado de Linda, conseguirá llevarse a Catalina del convento. El uniforme carlista le procurará seguidamente un disgusto a Zalacaín, pues es apresado en Logroño por el bando alfonsista. Afortunadamente, el padre de Rosa, el general Briones (Modesto Cid) interviene en su defensa. Liberado, Zalacaín se dispone a casarse con Catalina y emprende viaje para reunirse con ella en Bayona, acompañado de Rosa y Linda. Paralelamente, Carlos Ohando se entrevista con Luschía para pedirle que le ayude a vengarse de Martín Zalacaín. El bandolero, que recuerda la jugada que le hizo el de Urbía, accede a auxiliarle para ajustarle las cuentas a Martín. Cuando el héroe está viajando en diligencia, acompañado ya de su flamante esposa, Catalina y de sus dos admiradoras, Rosa y Linda, formando un atractivo cuarteto, es llevado a una encerrona en una venta donde le esperan Carlos Ohando y la partida de Luschía. Allí, el primero, tras rechazar la oferta de paz de Martín, que al fin y al cabo le advierte de que han emparentado, insulta a su hermana Catalina a la que acusa de haber deshonrado el apellido Ohando, lo que provoca que Martín le demuestre una vez más que puede vapulearle. Se entabla una feroz pelea (muy similar a la que el mismo Virgilio Teixeira sostuvo cuatro años antes en “Agustina de Aragón” en una venta muy similar con José Bódalo) que pronto se ve decidida del lado de Zalacaín, lo que provoca la intervención de Luschía, quien le dispara, causándole la muerte, ante sus tres enamoradas, quienes consiguen asistir a tan trágico momento. De vuelta al tiempo actual, el propio Pío Baroja abrirá la carta del enterrador de Zaro, donde le desvelan que, a pesar de los decenios transcurridos desde su anterior visita, en la tumba de Zalacaín siguen frescas las tres rosas.
Jesús Tordesillas, en su recreación de José Miguel Tellagorri, un tío del protagonista al que este llama repetidamente abuelo, compone un personaje bastante ajustado al descrito en la novela. La caracterización física, obra del maquillador Francisco Puyol, siguiendo la descripción de la novela, coloca en el noble rostro de Tordesillas una voluminosa y ganchuda nariz postiza. Por lo demás, es una muestra más de la versatilidad del actor, al que hemos visto encarnar con la misma eficacia al refinado aristócrata frecuentador de suntuosos salones, que al más ascético hombre religioso, que al rústico y tosco hombre del mundo rural, como en el presente caso. Tellagorri, al que se le ha limado el anticlericalismo del que hace gala en la novela, es un personaje de fuerte carácter y gran independencia, de exterior rudo y buen fondo, al que a Tordesillas le basta con dar vida en tres intervenciones de escasa duración, para dotarle de la entidad necesaria para resultar convincente y entrañable. Del resto del reparto, nos queda por destacar que, en papeles circunstanciales, de breve extensión, encontramos a Luis Induni, que se limita a lucir el uniforme y a Joan Capri, que hace un desmadejado sereno en la noche de Estella.
En términos generales, “Zalacaín el aventurero”, la segunda versión fílmica de la novela homónima de Pío Baroja, constituye un espectáculo razonablemente distraído y bien construido, que juega sus bazas dignamente. En relación a películas precedentes de Orduña, con las que guarda evidentes puntos de coincidencia, revela su más modesto presupuesto, en la misma medida que las dimensiones de “Espejo Films” se diferenciaban de las de CIFESA. En lo que se refiere a la adaptación, la utilización de las frases finales de la novela como germen del prólogo de apertura del film es para este burgomaestre su rasgo más ingenioso, aunque no supone ninguna novedad en las prácticas del binomio Orduña- Tamayo. El original literario queda muy disminuido, como parece inevitable, en el trasvase al celuloide, condensándose, por ejemplo, en el personaje de Luschía un puñado de los de la novela. Los episodios bélicos se soslayan para la película en gran medida, quedando la segunda Guerra Carlista como un vago telón de fondo. Por otro lado, mientras que la parte de la infancia del héroe se respeta en gran medida, la aventura del casino de Estella, entera, está inventada para el film y (sea quizá por esta razón) es una de las que mejor funcionan cinematográficamente hablando, según el patrón hollywoodiense.
El último film que puso a Jesús Tordesillas a las órdenes de su director más habitual fue “Teresa de Jesús”(1962), película producida por la entonces recién constituida cooperativa Agrupa (de efímera existencia, pues sólo estrenaría dos películas más, en 1964 y 1965, ambas dirigidas por José Luis Madrid y adaptaciones las dos de obras de José López Rubio y con Marisa de Leza, y el matrimonio formado por José María Seoane y Rosita Yarza en el reparto) y distribuida por CEA, en cuyos estudios se rodó. Curiosamente, la vida de Teresa de Jesús había sido uno de los proyectos mastodónticos de CIFESA que incluso se llegó a anunciar, en verano de 1951, con dos guiones ya dispuestos que enfocaban de manera distinta la temática, uno de Guillermo Díaz Plaja y el otro de Carlos Blanco. Es muy posible que ya entonces estuvieran destinados a ser Juan de Orduña el director y Aurora Bautista la actriz protagonista, pero la complicadísima situación económica de la productora y los problemas que se plantearon con la censura eclesiástica, truncaron el proyecto. Once años más tarde, el cineasta y su más celebrada estrella, que habían acumulado experiencia por el duro método de saborear más de un fracaso, se reunían nuevamente con un ambicioso reto por delante: llevar al cine la vida de Santa Teresa de Jesús, la santa de Ávila. El resultado, por desgracia para el espectador, fue un mamotrero que superaba las dos horas de duración, más cercano a la cualidad plúmbea de “Alba de América” que a las amenas “Pequeñeces” o “Agustina de Aragón”, aunque en reconocimiento, quizá, a sus valores religiosos o a los de su extensísimo y deslumbrante reparto, el film obtuvo el Premio Especial a la Mejor Película del Sindicato Nacional del Espectáculo de 1962 y, en el mismo año, también el Premio Piedra del Sol del Festival de cine de Acapulco. Pese a que el guión, firmado por José María Pemán, Manuel Mur Oti y Antonio Vich, no resultaba tan anti-cinematográfico como lo había sido el que José Rodulfo Boeta había pergeñado para “Alba de América”, la verdad es que se acercaba bastante. Tanto uno como otro film se basaban en la figura omnipresente de su protagonista, en ambos casos, seres iluminados por un ideal de dimensión sobrehumana, tocados ambos por un designio divino. Si Cristóbal Colón se mostraba poseído por una fuerza que le llevaba a descubrir nuevas tierras, a Teresa de Cepeda y Ahumada, la gran mística española del siglo XVI, una fuerza no menor la transporta a un descubrimiento de aún mayores dimensiones, al mismo Dios. El peso de las dos películas gravitaba sobre sus figuras principales y sus respectivas obsesiones, el uno con comandar una expedición allende los mares y la otra con fundar un convento tras otro por toda la geografía de la península ibérica. En su recorrido, los dos totémicos personajes tropiezan con dificultades similares, con la incomprensión de la jerarquía establecida que, incapaz de aceptar las inusuales propuestas por ellos representadas, los someterán a examen y juicio constante. Como reforzando este paralelismo entre estos dos famosos aunque desafortunados films de Orduña, el papel que Jesús Tordesillas desempeña en ellos es muy similar, pues si en “Alba de América” era fray Antonio de Marchena, en “Teresa de Jesús” será otro venerable fraile, fray Pedro de Alcántara, de la orden de Sana Francisco de Asís, el cual, como sucedía en el film de 1951, se manifestará de parte del personaje protagonista, siendo uno de sus más firmes apoyos y valedores.
“Teresa de Jesús” cuenta con un arranque estimable, con un prólogo en el que vemos actuar al Santo Oficio contra una monja que finge estar estigmatizada y ser capaz de sobrevivir practicando ayuno absoluto. La joven Teresa de Cepeda y Ahumada (Aurora Bautista, verdaderamente encantadora, en estos primeros minutos del metraje), se entera del incidente por boca de uno de sus admiradores, don Álvaro de Osorio (Antonio Durán, que será a partir de este momento un habitual en las realizaciones de Juan de Orduña), con el que coquetea Teresa al tiempo que no desengaña a otro pretendiente, su primo don Pedro. El juego galante de la muchacha provoca una pendencia entre los dos fogosos jóvenes cierta noche que han sido citados ambos. Interviene el padre de Teresa (Roberto Rey) poniendo fin a la querella y, a continuación, ordena a su hija que ingrese en el convento de la Encarnación, de las madres Agustinas. Allí empieza a destacar, chocando a menudo con la madre superiora. En una visita, su tío don Pedro de Cepeda (Rafael Bardem) le presta libros de San Jerónimo, que tendrán gran influencia en ella, conduciéndola por el camino de la mortificación. A partir de este momento, la película discurre fatigosamente describiendo el creciente afán de Teresa por fundar su nueva Orden y los conventos en que se habrá de profesar. Los episodios se suceden sin que nada parecido a una progresión dramática o a una estructura narrativa aceptable aparezca. Así, como dijimos de “Alba de América”, la única distracción consiste en asistir al desfile de grandísimos actores que ocupan, por un momento, el centro de la pantalla, con la tremenda dificultad para el espectador de que casi todos ellos encarnarán autoridades eclesiásticas. Así, José Bódalo interviene para dar vida a un sacerdote a quien llaman para asistir a Teresa que ha enfermado de visita en un pueblo donde, precisamente, había ido para ver a una sanadora. Tras hablar con la monja, el sacerdote queda muy afectado al reconocer en ella a una mujer santa. Rafael Durán, como párroco del convento de la Encarnación, es de los primeros superiores que tropiezan con la arrebatada Teresa, a quien seguirá Antonio Prieto, que da vida al Provincial de la Orden. En contraste con los muchos que se oponen a las reformas que persigue la futura santa, surgen algunas voces que la apoyan, como la del ex duque de Gandía (Alfredo Mayo), que, tras entrevistarse con ella afirma. “Dios está con ella”, o como la de doña Agriomar, cierta noble a quien da vida Lina Yegros, que será decisiva para la primera fundación de un convento de las Carmelitas Descalzas. También tendrá su influencia positiva el personaje de Jesús Tordesillas, fray Pedro de Alcántara, que encontrará la manera de que el en principio reluctante padre Baltasar Álvaro (José María Caffarel), acepte un encuentro con la monja, seguro de que ella sabrá convencerle. Llega el momento de la fundación del convento de San José y también el de que Teresa adopte su nombre definitivo: “de Jesús”. Más complicaciones surgen con el pueblo de Ávila, que se opone a la fundación. Interviene la Junta de Gobierno, con su corregidor al frente (Jesús Puente), ante la que el padre dominico Ibáñez (José Franco) comparece para apoyar a la fundadora del nuevo convento. Más serios aún son los encontronazos con la princesa de Eboly (María Luz Galicia), con la que se enemista, y con la Inquisición (ante la que la ha denunciado la princesa tuerta), que la somete a un juicio ante un tribunal presidido por un Manuel Dicenta cuya voz suena más severa que nunca. En el proceso se deslizan acusaciones escandalosas que insinúan ciertas relaciones pecaminosas de Teresa con el padre Jerónimo Gracián (José Moreno, quien, junto a Antonio Durán, protagonizará muchas de las zarzuelas cinematográficas que Juan de Orduña dirigirá en la última etapa de su carrera), las cuales, naturalmente, no tienen ningún fundamento. Fray Pedro de Alcántara tiene una intervención casi “milagrosa” en el juicio y Teresa sale reforzada de él. No así Jerónimo Gracián, a quien su superior, interpretado por Carlos Casaravilla, le anuncia que ha sido destituido de su cargo de visitador de la Orden del Carmen. Y así, poco a poco, funda que te fundarás, la película se va arrastrando hasta su final, el cual, por cierto, suponemos sugerido por Manuel Mur Oti, por su coincidencia con el de “Cielo negro”, su mejor película, igualmente basado en el efecto exultante del toque de campanas. Así, cuando expira la santa Teresa, el sencillo carretero Recuero (Roberto Camardiel), que la ha estado transportando en su humilde carro por los caminos, de fundación en fundación, y le ha tomado gran devoción, sube al campanario al grito de “¡A muerto no, a gloria, a gloria!”, refiriéndose al toque de campana que debe sonar en tal ocasión. Como mínimo, este final debió tener el efecto de despertar al público. Burlas aparte (que ustedes disculparán, dada su infinita paciencia), en la película pueden verse excelentísimos actores defendiendo a veces unas pocas líneas y valga decir que, si pudiera considerarse aisladamente fragmento por fragmento, el film sería mucho mejor de lo que es en su conjunto, o sea, una lata. Así, por ejemplo, vale la pena ver juntos a Antonio Riquelme, José Álvarez Lepe y a Erasmo Pascual, haciendo de los médicos que no aciertan con la cura para Teresa en una breve escena incidental, o tropezarse, como por casualidad, con Félix Dafauce en el papel del teólogo Francisco de Salcedo, o con Margarita Lozano, de dama de compañía de doña Agriomar, o con Julio Gorostegui, como alguacil del Santo Oficio, entre muchísimos otros miembros de un reparto tristemente irrepetible.

La tetralogía Torrado (1961-1964)

Ramón Torrado Estrada nació el 5 de abril de 1905 en A Coruña, en el seno de una familia acomodada. Hijo de un coronel de artillería y de la hija de un almirante de la Armada, y nieto de armadores, disfrutó de una infancia que se desarrolló en un marco económico desahogado. Siente una temprana vocación por la pintura que la oposición paterna no consigue malograr del todo, pese a que se ve obligado a iniciar estudios de peritaje industrial. Su inclinación por la plástica va derivando hacia el terreno teatral, dedicándose a la escenografía. En 1934 contrae matrimonio y se establece en Madrid, donde llega a montar un espectáculo musical cuyo estreno se salda con un sonado fracaso. Paralelamente, su hermano Adolfo (1904-1958) ha ido consolidándose como uno de los más populares autores teatrales de la escena española y será de su mano que Ramón se iniciará en el cinematógrafo, al firmar (junto al cubano Heriberto Santaballa Valdés) una primera versión fílmica de una obra suya, “Manolenka”, en 1939, que dirigió Pedro Puche. A esta seguirá “El famoso Carballeira” (Fernando Mignoni, 1941) en la que participa como co-adaptador, asesor técnico y encargado de la ambientación. El film supone el primer contacto de Cesáreo González con el cine, al ser el primero en el que invertirá dinero este decisivo productor. Se inicia así la que será una colaboración habitual en lo sucesivo entre el financiero y Ramón Torrado, en el seno de la productora Suevia Films-Cesáreo González. Ya con este recién creado sello como divisa, se estrena “Polizón a bordo” (1941) película dirigida por Florián Rey en la que la labor de Ramón Torrado se extiende desde el argumento hasta los últimos detalles relativos al acabado plástico y a la ambientación del film. Como en el título anteriormente comentado, la protagonista femenina era Lina Yegros y si en “El famoso Carballeira” el masculino era José Nieto, en éste el protanismo se lo repartiron Ismael Merlo y Antonio Casal. Tras otros dos films en los que Ramón Torrado cumplía funciones similares (aunque el primero se basaba en un argumento de Wenceslao Fernández Flórez),“Unos pasos de mujer” (1941) y “La rueda de la vida” (1942), ambos dirigidos por Eusebio Fernández Ardavín, debuta como director de un largometraje con el film de ambiente futbolístico “Campeones” (1942), proyecto en el que Cesáreo González tenía puesta una gran ilusión como futbolero forofo y “protector” del Celta de Vigo. A este título seguirán “El rey de las finanzas” (1944), comedia vehicular de la algo apagada estrella Miguel Ligero, “Castañuela” (1944), título con la tonadillera Gracia de Triana, que no requiere mayor explicación, “Mar abierto” (1946), muestra de costumbrismo gallego, y “El emigrado”, que contaba con argumento de su hermano Adolfo y de ambientación vasca. Esta serie de películas, insertas en los planes de producción de Suevia Films, no se muestran hoy sino como la preparación del film más decisivo de la carrera de Ramón Torrado, “Botón de ancla” (1947), éxito popular apoteósico que marcará el resto de la trayectoria profesional del director. En lo sucesivo, la fórmula del archi-popular film que protagonizaron Jorge Mistral, Antonio Casal y Fernando Fernán Gómez, la repetirá Ramón Torrado con diversas variaciones, tratando inútilmente de repetir tan incontestable acierto de taquilla. Así, dando un vertiginoso salto en el tiempo, podemos considerar “Ella y los veteranos” (1961), primera de las colaboraciones de Jesús Tordesillas con Ramón Torrado, una de las parientes lejanas de “Botón de ancla”, por ser la camaradería de la milicia (en este caso, en su versión más veterana) el sustrato común de ambos films.
Estrenada en Madrid en el cine Palacio de la Música el 12 de diciembre de 1961, “Ella y los veteranos” basaba casi todo su encanto en el atractivo de unos actores espléndidos, los que se encargaban de dar vida a los “veteranos” del título, y gran parte de su insuficiencia, en la falta de atractivo de su pareja de jóvenes protagonistas, la guapa pero algo insulsa Mari Luz Galicia y el imposible Javier Armet, quizá el galán con menor capacidad de seducción de la historia del cine español. La película se correspondía en todos sus aspectos con el perfil característico de las producciones típicas de Copercines, la cooperativa de producción de la que eran socios Eduardo Manzanos, el músico Manuel Parada, el director Ramón Torrado, el operador Ricardo Torres y el guionista Miguel Martín, todos ellos implicados en el proyecto. Afín al grupo directivo y artístico es la práctica totalidad del reparto, encabezado por una estrella femenina, la ex “bailaora flamenca” (debutó, no por casualidad, en “Duende y misterio del flamenco”, film de Edgar Neville de 1952), Mari Luz Galicia, que era la pareja de Eduardo Manzanos, con quien contrajo matrimonio, abandonando el cine en 1963, tras rodar un par de producciones más “Copercines”. Acreditado en el guión, junto a Manzanos, otro fijo de los proyectos de la empresa, Joaquín L. Romero Marchent, completa la configuración “marca de la casa” del film.
La fascinación por lo castrense palpita a lo largo de la proyección de “Ella y los veteranos”, que se inicia con imágenes del desfile del día de la Victoria, un primero de abril y termina con otro desfile, al que ya sólo puede acudir a titulo póstumo don Joaquín Aguirre, el personaje de Tordesillas y uno de los cuatro que forman el grupo de “veteranos”. Los otros tres son Faustino (Juan Calvo) y Félix (Joaquín Roa), por un lado, ex combatientes del bando carlista, y Ramón (José Álvarez “Lepe”), compañero, en el bando liberal, de Joaquín. Los cuatro ancianos conviven en una modesta vivienda realquilados, asistidos por la patrona Ángeles (Rosario Royo). Un habilitado, don Florián (Juan Cazalilla –acreditado, por cierto, como Juan Calzalilla) les suministra la modesta pensión del Estado (la cual, al principio del film se ve incrementada en cinco opíparos durazos) de la que viven. Su entrañable convivencia, sacudida por cotidianos encontronazos en honor a sus pasadas contiendas bélicas, se ve realmente afectada cuando irrumpe en escena Ana María, jovencita zamorana sobrina de don Joaquín. Su llegada al domicilio de los simpáticos carcamales la anuncia una misiva que lleva el cartero al que encarna Paquito Cano (cercano a ser el célebre Locomotoro). Al poco de llegar Ana María, un joven teniente de infantería, Gustavo De la Cruz (Javier Armet, que actúa con voz prestada) empieza a pretenderla, rendido a sus muchos encantos. En el proceso de cortejo, visitan un puesto de tiro al blanco con escopeta que regenta Xan Das Bolas, un inevitable de casi todos los repartos del cine español y muy especialmente inevitable cuando el director era Ramón Torrado. La película se entretiene en minucias de muy ligero calado entre las que destacan las características de los cuatro militares retirados: la cortedad de vista de don Joaquín, la sordera de Félix (que perdió el oído por culpa de un cañonazo que disparó, precisamente Joaquín), la irascibilidad de Faustino o la afición desmedida a los dulces del sordo Félix (aunque, curiosamente, y por lo que sabemos, el goloso del grupo era realmente José Álvarez “Lepe”). El conflicto amoroso interesa poco al espectador y difícilmente se teme por que el romance (visto con buenos ojos y propiciado por los abueletes) llegue a buen puerto. Ana María, por ejemplo, trata de dar celos a Gustavo saliendo con don Florián, el habilitado, pero la maniobra apenas puede considerarse como “de distracción”. El final del film trae el fallecimiento de don Joaquín, uno de los muchos decesos que interpretó Jesús Tordesillas, rodeado de sus amigos, lo que le da la oportunidad de pronunciar la emotiva frase: “Me alegra irme el primero porque eso me evita la pena de perder a mis amigos”. La película, que recuerda vagamente en algunos momentos a “Blancanieves” o a su versión para adultos, “Bola de fuego”, merece recordarse por la grandeza de sus intérpretes de mayor edad, siendo más bien olvidable por todo el resto.
Muchísimo mayor éxito obtuvo la siguiente película Copercines, también dirigida por Ramón Torrado y también con Jesús Tordesillas en un papel destacado, “Fray Escoba”, película que abriría un pequeño ciclo de films protagonizados por un nuevo lanzamiento para la pantalla, el actor de origen cubano y procedente de Venezuela, René Muñoz, del que se dice que fue descubierto, en plena Gran Vía madrileña, cuando los productores ya desesperaban de dar con un protagonista adecuado para su film. El parecido que mantenía el joven Muñoz (veintidós años) con la imaginería de Fray Martín de Porres le sirvió, a la postre para protagonizar, merced al éxito cosechado, no sólo un film sobre el personaje y una serie de televisión (en México) sobre el mismo, sino también un buen número de películas más, hasta su fallecimiento, a causa de un cáncer en México en mayo del año 2000. La acción de “Fray Escoba”, film estrenado muy oportunamente, el día de los Santos Inocentes de 1961, se sitúa en el año 1580, en la ciudad de Lima (Perú), donde asistimos a la vida del pequeño Martín que vive con su madre, soltera, Ana Velázquez y su hermana Juana. Los tres viven pobremente y no contribuye a mejorar la situación que el pequeño Martín sea irresponsablemente desprendido, entregando a los pobres las pocas ganancias que su madre consigue reunir limpiando en el hogar de una mujer bien situada (Carmen Porcel). Un día, un enviado de su padre (Juan Cazalilla) acude a la pobre casa de Ana Velázquez para llevarse a los niños a Guayaquil. Por el camino, Martín entrega una limosna a un pobre que encuentra en el camino (José Álvarez “Lepe”) que le premia con una caracola. En Guayaquil, Mateo (Roberto Rey), un maestro cirujano, enseña al muchacho Martín el oficio de barbero y sacamuelas y, ejerciéndolo admirablemente sobre un desesperado José Sepúlveda, vemos a Martín ya adulto. La gran devoción que siempre ha sentido le empuja a ingresar en un convento de Dominicos en el que el prior es Jesús Tordesillas, y Juan Calvo, el portero, un hermano lego. La convivencia del nuevo fraile, que accede al puesto de donado, con el resto de hermanos es por lo común plácida, salvo con el hermano fray Cirilo (Mariano Azaña), hombre colérico e intransigente. Sin embargo, la gran bondad de Martín, su extrema generosidad, que le lleva a practicar verdaderos milagros para favorecer a los más desprotegidos (multiplicación de alimentos, encubrimiento de ladronzuelos, expulsión de los ratones del huerto), pronto vencen todas las dificultades. Entre estas se encuentra la presión que ejerce sobre él su padre, un caballero español (Alfredo Mayo) que estaría dispuesto a reconocerle para que abandone la vida conventual, y que el joven Martín logra superar, apoyado por el personaje de Tordesillas, su superior y “padre espiritual”. Entre otros episodios frailescos, en un momento de dificultades económicas del convento, el padre prior encarga a Martín que vaya a vender unos valiosos cuadros al usurero (y tratante de esclavos) Samuel (Barta Barri) y, como tiene por costumbre desde niño, su desinteresada generosidad le impulsa a repartir con los pobres el producto de la venta. En todo momento, desde su ingreso en el convento, mantiene un diálogo con el Cristo de la Sala Capitular, al que pide explicaciones por los milagros que realiza a través suyo, cuando él, humilde y sencillo, sólo pretende barrer con su escoba y ser un simple servidor. Estos diálogos remiten directamente al enorme éxito del cine español, “Marcelino, pan y vino”, revelando que era el film de Vajda la referencia que los productores tenían presente a la hora de proyectar el film. El éxito obtenido por “Fray Escoba” no alcanzó el mismo nivel, pero sí que justificó la continuidad del mismo equipo en dos nuevos títulos que igualmente contarían con la música de Manuel Parada y la labor del operador Ricardo Torres combinados con la dirección de Ramón Torrado y el protagonismo de René Muñoz y Jesús Tordesillas. Así llegará, transcurrido poco más de un año del de “Fray Escoba”, el estreno de “Cristo negro” (que se verificó el 11 de marzo de 1963). Si el film anterior, era una “vida de santo” en toda regla, con el referente claro de “Marcelino, pan y vino”, aquí el modelo a seguir está en el subgénero del “cine de las misiones”, en el que Jesús Tordesillas, por cierto, ya había transitado (recordemos “Misión blanca”, de Juan de Orduña, estrenada más de quince años antes). Esta segunda entrega de la trilogía Torrado-René Muñoz, en la que se ha producido un cambio de guionista (de Jaime G. Herranz se ha pasado a Joaquín Romero Hernández, en ambos casos con colaboración del director, Ramón Torrado), relata unos hechos más rotundos, argumentalmente hablando, que su predecesora, con un notable contenido de acción y violencia, y hasta algún pellizco de trama amorosa, propiciada por la presencia de la guapísima María Silva. Se cuenta la vida de Mikoa, un niño africano recogido en la jungla por el colono explotador Janson (José Bódalo) y entregado al padre Braulio (Jesús Tordesillas), quien se ocupará de su educación y evangelización. El niño es huérfano como consecuencia de que su padre ha sido asesinado por Charles, un sanguinario capataz (José Manuel Martín) que le dispara en el transcurso de una pelea motivada por un exceso de latigazos. Mikoa, al que le cambian de nombre, poniéndole el de Martín (suele rogar, curiosamente, a Fray Martín de Porres), crece en la fe cristiana y admirando a respetuosa distancia a Mary (María Silva), la hija de Janson, y recibiendo simultáneamente el manso acoso de una chica de su raza. El padre Braulio se encargará de quitarle al joven Martín toda clase de deseos, tanto los de venganza, como los de “ir a más” con la guapa Mary. También le pondrá a alfabetizar a los jóvenes nativos en una pequeña escuela misionera. La negrita que “le va detrás” a Martín sufrirá un intento de violación por parte del abyecto Charles, el hombre que mató al padre de Martín, del que será salvada por éste, que a punto está de matar con un machete al tipo que le dejó huérfano, pero la visión de la sombra de la cruz se lo impide en el último momento. Una revuelta de los negros del sector norte, comandados por el caudillo Vindú y promovida por Charles, trae como consecuencia un ataque en el que perecen el padre Braulio y Sor Alicia, una monja amiga de Mikoa. Finalmente, también él cae abatido por los rebeldes nativos, después de haber conseguido avisar providencialmente a Mary y a su recién adquirido esposo, el apuesto doctor Richard Crock (Fernando Hilbeck), y termina la película, justificándose así su título, con la crucifixión de su protagonista. El film obtuvo una buena acogida crítica y popular, lo que propició la realización de una tercera película con René Muñoz de protagonista, “Bienvenido, padre Murray”, que se estrenó el 24 de agosto de 1964, y que añadió el uso del color y el trasplante al género western a la fórmula de que se componían los proyectos previos. Así, la personalidad del protagonista, el “negro santo”, pasa al “universo western” sin demasiadas dificultades, bien secundado por actores adecuados, como Howard Vernon, Paul Piaget, Tomás Blanco y el imprescindible Fernando Sancho. Jesús Tordesillas tiene, en esta ocasión, menor protagonismo que en “Fray Escoba” o “Cristo negro” y el film, casualmente, fue el que menos éxito cosechó de la trilogía, sin duda porque el público natural del “western” era poco dado a aceptar esta clase de mixturas.

Luis César Amadori y otras suavidades
¿Dónde vas, Luis César?
Si Ladislao Vajda se pasó la juventud brincando de un país a otro huyendo del fuego de Hitler y Mussolini para terminar acomodándose en las brasas de Franco, Luis César Amadori alcanzó el mismo destino tras abandonar su país de adopción, Argentina, alejándose, acompañado por su esposa y musa, la actriz Zully Moreno, de las represalias contra los peronistas, las cuales le habían llegado a costar, por cierto, un mes de prisión. Luis César Amadori (Pescara, Italia, 1902 – Buenos Aires, Argentina, 1977) fue un cineasta que tras una carrera triunfal e internacional, llegó a España con vocación de tafetán, de envoltorio coquetón, que producía películas sin aristas, listas para consumir por un público renuente a las emociones fuertes, que aplaudiría sus films, huecos como pompas de jabón, con manos delicadas y enguantadas. Al poco de establecerse en nuestro país, tras estrenar en 1958 “La violetera”, que supondría una continuación del anterior éxito de Sara Montiel, “El último cuplé” (Juan de Orduña, 1957), Luis César Amadori firmaría “¿Dónde vas, Alfonso XII?”, uno de los mayores éxitos taquilleros de toda la historia del cine español. Jesús Tordesillas formaría parte de su reparto, ocupándose de dar vida al anciano mayordomo Ceferino, leal e incombustible punto de apoyo para su borbónico señor, Alfonso XII (Vicente Parra), el monarca al que el destino adverso le arrebataría a su joven esposa, María de las Mercedes (Paquita Rico). Tordesillas, sin aparentar el menor esfuerzo, dota a su personaje de la calidez humana que requiere y le bastan tres o cuatro fugaces intervenciones para calar en el ánimo del espectador, siendo la última, cuando se funde en un abrazo con su señor, al que cuida desde niño, dándole el consuelo que necesita por la pérdida de su amada esposa, la que perdura en memoria del público. En la insensata continuación del film, “¿Dónde vas, triste de ti?” (Alfonso Balcázar, 1960), secuela que pretendió, sin lograrlo, reeditar el éxito del original, el personaje de Ceferino lo heredaría, no obstante, Rafael Bardem, que en la película de Amadori había interpretado al médico que trata a María Mercedes (dicho sea de paso, con muy poca eficacia). El argumento, por ser de sobras conocido y por carecer por completo de interés, de “¿Dónde vas Alfonso XII?” no va más allá de mostrar el mutuo enamoramiento entre dos jóvenes que se da la circunstancia de que están en situación de regir los destinos de España, con el telón de fondo de los movimientos políticos que permitieron que el monarca accediera al trono de España tras la Restauración monárquica que sucedió a la Primera República. Para el espectador que no se pirre por los fastos de la corte, ni por los uniformes de gala, ni por los vestidos de organdí, ni por las cancioncillas que entonaba Paquita Rico, lo más valioso del film radicaría en el episodio en el que el gobernador civil de Madrid (Mariano Azaña), retiene (de manera cada vez más amable, conforme la situación política va derivando de la República a la Monarquía) a Antonio Cánovas del Castillo, personificado en José Marco Davó, y a don José Osorio y Silva, Duque de Sesto y Marqués de Alcañices (Pepe Alcañices, para los amigos) a quien encarnó espléndidamente, Tomás Blanco. Las dificultades inherentes a todo romance que se precie derivan de la enemistad que la derrocada reina Isabel II (madre de Alfonso XII) (Mercedes Vecino, sencillamente magnífica y encantadora, en su regreso al cine tras una larga ausencia de la pantalla que se había prolongado catorce años) mantenía con los Montpensier, la familia de la novia, a los que hacía responsables de su alejamiento del trono. Pero pronto este obstáculo se revela fácilmente salvable por la naturaleza dialogante e interesada del duque (Félix Dafauce) y por el cariño sincero que su esposa, la duquesa (Ana María Custodio), siente hacia su hermana Isabel. En papeles episódicos encontramos, casi de figurantes, a Xan das Bolas y a Modesto Blanch, subidos a una farola para aclamar al paso del gallardo reyecito montado en su caballo blanco (momento en el que no se desaprovecha la ocasión de recordar la volubilidad del populacho, al recordar el personaje de Modesto Blanch al de Xan das Bolas cómo aclamaba con el mismo entusiasmo a la República, pocos meses antes). Con algo más de diálogo y compartiendo el plano con el protagonista, a Antonio Riquelme le corresponde encarnar con su magra figura al pueblo madrileño, con el que el joven rey mantiene un contacto nocturno, al intercambiar opiniones con él, de riguroso incógnito, sobre lo que debe hacer en relación a su futuro matrimonial, encontrando en él apoyo y la comprensión del pueblo llano. En líneas generales, es obligado decir que el éxito de “¿Dónde vas Alfonso XII?” fue de tal magnitud y tan incontestable que probablemente supera las posibilidades de una crítica objetiva. Gustó muchísimo al público y calificarla de ñoña o gazmoña no dejaría de ser una falta de respeto en la que este burgomaestre no está dispuesto a incurrir. Sólo dirá, en beneficio de su sentido de la estética, que, de acuerdo con su criterio, Vicente Parra y Paquita Rico no hacían buena pareja.
Tras un muy fructífero año 1958, en el que, a los éxitos tremendos de “La violetera” y “¿Dónde vas, Alfonso XII?”, sumaría también el no pequeño de “Una muchachita de Valladolid”, Luis César Amadori volvería a contar con Jesús Tordesillas para su película, estrenada el 10 de septiembre de 1959 en el cine Coliseum de Madrid, “Una gran señora”, film sobre el que ya hablamos algo extensamente en la entrada dedicada a Manuel Díaz González, y en el que nuestro protagonista desempeñaba el papel de Richard Chrysler, el más que maduro hermano tarambana de Lady Greta Chrysler, la despistadísima y adinerada mujer a la que daba vida Isabel Garcés, en este alambicada historia de los amores de la soñadora modelo Charo (Zully Moreno, recordemos, esposa del director) repartidos entre dos hermanos gemelos, Adolfo y Willy Chrysler, hijos de Lady Greta. Comedia, dentro de la línea de su director, confeccionada a base de terso y brillante papel “couché” de la que se había limado todo atisbo de aspereza crítica. Para mayor abundamiento sobre el film, este burgomaestre se remite a lo dicho en su día en la entrada enlazada sobre estas líneas. En cuanto a la siguiente película que puso a Jesús Tordesillas a las órdenes de Luis César Amadori, también excusaremos el comentario y nos limitaremos a mencionarla, toda vez que ya se ha hablado por dos veces de ella en “Lady Filstrup”, la segunda, con suficiente detalle, en la entrada dedicada al recientemente fallecido Fernando Cebrián. Nos referimos a “El señor de La Salle” (1965), biopic sobre la figura de Jean Baptiste de La Salle (Mel Ferrer, en el film) en el que Jesús Tordesillas disponía de una intervención breve pero relevante, como juez en el proceso celebrado contra el protagonista.
Luis César Amadori estaba especializado en fundamentar la buena fortuna de sus películas sobre la sólida base de una estrella de probada popularidad (aparte, naturalmente, de las que daba a protagoniza a su propia esposa). En repetidas ocasiones (hasta tres, para ser exactos) dirigiría a la excesiva Sara Montiel, en dos a la ilustre veterana y excelente cómica Isabel Garcés (la segunda de ellas, con el refuerzo de la pizpireta Marujita Díaz), y en otras dos ocasiones, tanto al popular galán Alberto Closas, como a la más famosa pareja de gemelas del cine español, Pili y Mili, lo que, tratándose de una filmografía de corta duración (la carrera en España de Amadori se desarrolló entre 1958 y 1968) marca una tendencia clara, la cual queda definitivamente reforzada con la adición de un dato contundente, fue el director de Rocío Dúrcal (María de los Ángeles de las Heras Ortiz, Madrid, 4-10-44/ 25-3-2006) en nada menos que cinco películas, entre 1965 y 1968. En la segunda de ellas, “Acompáñame”, que se estrenó en Madrid, en el cine Palacio de la Música el 5 de agosto de 1966, tuvo un papel adjudicado nuestro protagonista de hoy, en la que sería su última colaboración en un film de Luis César Amadori.
“Acompáñame” reunía a Rocío Dúrcal con otra estrella de la canción del otro lado del Atlántico, el venezolano Enrique Guzmán (recordado todavía hoy por su versión del rock clásico “Bony Moronie”, “Popotitos”) en una peripecia tan ligera, burbujeante e inocua como la gaseosa. Fotografiados sin desperdiciar ni un ápice de la rutilante gama de colores de la cámara de Alejandro Ulloa (fenomenal operador, hijo del actor del mismo nombre), Rocío Dúrcal encarnaba encantadoramente a Mercedes, que vive con sus tíos, (Félix Navarro y Pilar Gómez Ferrer) a los que ayuda en la tarea del cuidado y limpieza del museo de Ciencias Naturales local, y Enrique Guzmán, al jovenzuelo estudiante Tony, que está ansioso por vivir la vida. Ambos son casual y equivocadamente tomados al servicio de doña Eduvigis (Amalia de Isaura), una anciana a la que la servidumbre (Laly Soldevilla y Erasmo Pascual) acaba de abandonar por considerarla gafe. La buena señora mira la vida a través de unos impertinentes hechos con unas aguamarinas que le regaló su hermano Atenodoro, lo que probablemente causa los males que provoca. El caso es que doña Eduvigis necesita que le acompañen a Tenerife, donde debe reunirse con su primo Pantaleón (Jesús Tordesillas) por un asunto de cobranza de una herencia, cosa que hacen Mercedes y Tony en calidad de dama de compañía y chófer, respectivamente. Los dos jóvenes, como es obligado, irán jugando el juego de encuentros y desencuentros propio del amor juvenil y, dada su cualidad canora, intercalarán en la acción tantas cancioncillas como sean capaces. Con la finalidad de que a la película no le falte en ningún momento la “chispa” y el “gracejo” deseables, hasta se contará con la actuación de “Los Beatles de Cádiz” en la correspondiente escala del viaje en la capital gaditana. Cumpliendo la función de amigos de los protagonistas a los que éstos pueden explicar sus inquietudes y que así nosotros nos enteremos de ellas, figuran Paquito Cano, como amigo de Mercedes y Pepe Sancho, como Trinidad, el amigo de Tony. Por último, para complicarle un poco las cosas al galán titular del film, Rafael Guerrero interpreta a un joven que le hace una blanda competencia por los favores de Mercedes, y María Isbert y Luis Morris cubren con solvencia el expediente de sus anecdóticos papeles. El final de la película, muy semejante al de “Una gran señora”, es el ideal para este género de películas. Todos quedan elegantísimos en la entrada de la iglesia.

Las otras “suavidades”

El mismo año que se estrenaba “¿Dónde vas Alfonso XII?”, Jesús Tordesillas intervenía en otras películas de regusto igualmente dulzón. Una de ellas le reunía, precisamente, con la protagonista femenina de ese gran éxito, la tonadillera Paquita Rico, que en 1958 había estrenado también, aprovechando su máxima popularidad, “La tirana”, de Juan de Orduña. Nos referimos a “S.O.S. abuelita”, película dirigida por León Klimovski y producida en 1958, aunque se estrenó el 16 de octubre de 1959, con la misma pareja masculina para Paquita Rico que se le había unido en “La tirana”, Gustavo Rojo. En “SOS abuelita” asistimos a una historia (debida al ingenio de Emilio Villalba, cuyo argumentó convirtió en guión Klimovski, auxiliado por José Santugini en los diálogos) de tintes fantásticos que recuerda poderosamente a “La dama de armiño” (That lady in ermine, 1948, Ernst Lubitsch), como precedente más o menos remoto, y a la serie televisiva “Ese señor de negro”, como plausible hija putativa. Se cuenta el caso de la sosa Clemen (Paquita Rico), a la que le han bastado tres años de matrimonio para aburrir a Raúl, su marido (Gustavo Rojo), hasta el punto de que éste le pide trasladar su cama a otra habitación. Tratando de recuperar a su pareja, Clemen organiza una fiesta para celebrar su tercer aniversario de bodas, pero la celebración (canción a su cargo, incluida) resulta letárgica. Ante la amarga desesperación de la joven esposa, su abuela, desde el retrato que preside el salón, toma cartas en el asunto, cobrando vida y saliendo de la pintura para tomar el lugar de su nieta y revitalizar, con su gracejo y salero, la convivencia conyugal. La nueva Clemen reconquista a Raúl, al tiempo que desconcierta al abuelo, su propio viudo (Jesús Tordesillas), que siente que se está enamorando de su nieta (su esposa, realmente) y alborota, en general, la testosterona de los amigos y allegados (entre los que se encuentran Ángel Jordán, Tomás Blanco o Antonio Molino Rojo). Finalmente, se restablece el estatus original, con el regreso de la abuela al retrato del salón y de la nieta al seno de su revigorizada vida.
Obligado por la edad, Jesús Tordesillas reincidirá frecuentemente en el papel de abuelo. Así, producida también en 1958, aunque estrenada en 1959, “Escucha mi canción” coloca a nuestro protagonista en el papel de abuelo de uno de los fenómenos populares más descollantes de su época, el niño cantor Joselito. Estrella de la productora de Cesáreo González, “Suevia Films” y dirigido siempre por Antonio del Amo (del que hablamos algo cuando comentamos aquí su “Sierra maldita”, en la entrada dedicada a José Sepúlveda), Joselito gozaba todavía de su máxima popularidad en 1958, año en el que, además de “Escucha mi canción”, había rodado “El ruiseñor de las cumbres”. Jesús Tordesillas accedía al “universo Joselito” en conjunción con otro fenómeno singular de la cinematografía española: Luz Márquez.
María de la O Martínez García Soler (Madrid, 12 de diciembre de 1935), artísticamente conocida como Luz Márquez, irrumpió en el medio cinematográfico por un camino harto inhabitual. Víctima de un postrante estado depresivo, esta hija de familia de buena posición, encontró en Torcuato Luca de Tena el oportuno “médico de su alma”, pues este dramaturgo, amigo de la familia de la afectada joven, sugirió y propició que participara en la película “Embajadores en el infierno” (1956), de la que era guionista, interpretando un pequeño papel, como terapia para salir de la depresión. El tratamiento fue tan efectivo que, en un inverosímilmente corto periodo de tiempo, Luz Márquez multiplicó su presencia, en papeles de protagonista, en la producción cinematográfica española. En 1958, la inexperta actriz (que sólo un par de años antes ni siquiera imaginaba que iba a dedicarse a tal oficio), aportaba su aristocrática presencia a nada menos que nueve títulos (lo que, teniendo en cuenta que la suma total de títulos del cine español de aquel año, coproducciones incluidas, alcanzaba la cifra de 75, representa una proporción asombrosa), entre los que había alguno que alcanzaría una popularidad y significación tan notable como el mítico “Las chicas de la Cruz Roja” (Rafael J. Salvia, 1958), la producción de Juan de Orduña que rodaría junto a la entonces en boga (como hemos visto antes) Paquita Rico, “La tirana”, o el film que le puso en contacto con Joselito y Jesús Tordesillas, “Escucha mi canción”.
En los minutos iniciales de “Escucha mi canción”, Joselito vive pobremente en compañía de una vieja de aspecto semejante a una bruja, a cuyo cuidado quedó abandonado diez años atrás, siendo un bebé. Sin los atentos cuidados de unos padres, el niño queda deslumbrado cierto día ante el atractivo de unos titiriteros (especialmente, el de Lucinda, una niña que va con ellos). Se fuga de su precario y triste hogar y se une a la “troupe”, de la que es el líder Trompetti (Barta Barri en uno de los papeles más largos de los que al actor húngaro le cayeron en suerte y en el que, además, cosa infrecuente, actúa con su propia voz). Pronto destaca en el espectáculo por su prodigiosa voz, hasta el punto de que un empresario del “show bussiness” (Salvador Soler Marí) lo aparta de sus queridos compañeros tras aflojar un bonito fajo de billetes. Joselito pasa a encontrarse en la proverbial situación del pájaro canoro en jaula dorada, alimentando su soledad con tebeos (que no es mal sustento, se le ve leyendo un “Pulgarcito”), cuando, a través de una actuación televisiva, es reconocido por Marta, su madre (Luz Márquez), que se desmaya de la impresión. Nos enteramos entonces que Marta, como hija del marqués de Albar fue engañada por un caza-dotes, quien, ante la oposición del noble al proyecto de boda (lo que le alejaba de su objetivo, la plata del marqués) consintió en casarse en secreto con ella, en el extranjero, con la intención de acceder a la fortuna del suegro una vez naciera el hijo de ambos. Marta no está de acuerdo con desvelar su boda a su padre, por lo que su expeditivo y ambicioso marido rapta al niño y lo entrega a una cómplice para forzar así a su mujer a hacerlo. El destino juega entonces su baza y el desnaturalizado padre encuentra la muerte en un accidente, dejando a su esposa sin posibilidad de conocer el paradero de su hijo. Tras el reencuentro materno-filial, propiciado por el moderno invento de la televisión, queda todavía por salvar el doble obstáculo de la delicada salud del marqués, que desaconseja emociones fuertes y de su desconfianza, que hace que del mismo modo que rechazaba al padre, sienta cierta prevención ante su retoño, pero, naturalmente, el buen corazón y temple de Joselito, unido a su talento musical, convencen al viejo marqués de Albar de que será un digno sucesor de su título. Un argumento emparentado, como vemos, con los folletines más rancios (¡no falta ni el detalle de la medalla, que el niño conserva devotamente, de la madre perdida!), no muy alejado de un pésimo film de 1943, “Schottis” (Eduardo García Maroto), que recordamos en la entrada dedicada a Mario Berriatúa. No sería poco el talento de Antonio del Amo si lo cifráramos exclusivamente en hacer aceptable tal propuesta, original de Emilio Canda, quien continuaría ocupándose de este menester en posteriores films protagonizados por Joselito.
Completando un año 1958 pletórico de trabajo, como si no fuera el año en que Jesús Tordesillas cumplía los sesenta y cinco de edad, el actor madrileño, tan aficionado a lo español, podía presumir de haber compartido cartel con figuras principales de la más racial copla, pues a sus películas con Paquita Rico y Joselito, sumaría una breve participación en “Venta de Vargas” (Enrique Cahen Salaberry), film cuya acción se desarrollaba en la Guerra de la Independencia y que protagonizaban la pareja en la vida real formada por Lola Flores y Antonio González “El Pescaílla”, tonadillera y guerrillero en la ficción, entre los que se interponía el consabido oficial francés a quien encarnaba Rubén Rojo. El tema de la guerra del pueblo español alzándose contra el invasor francés lo retomará Tordesillas catorce años más tarde, en el film de Rafael Gil “La guerrilla”, que comentaremos después.
Tras volver a incidir Tordesillas en el “filón Joselito” en 1960 con “El pequeño coronel”, una vez más de Antonio del Amo, le toca en suerte ser el abuelo, en “Margarita se llama mi amor”, de la figura protagonista, quien, en este caso, se trata de lo que se dice “toda una figura”, una mujer de las que, en lenguaje brugueriano sea dicho, “quitan el hipo”: Mercedes Alonso. Con dirección de Ramón Fernández, el film, estrenado el 31 de agosto de 1961 en el cine Coliseum madrileño, era un producto Aspa Films con argumento, guión y diálogos del “factotum” de la empresa, Vicente Escrivá. La liviana trama se limitaba a registrar la justificadísima idolatría que la población estudiantil practicaba hacia Margarita Rodríguez (Mercedes Alonso ¿quién si no?), una alumna de formas voluptuosas y rostro tan bello como sugerente que coqueteaba con toda la muchachada frívolamente, pero que quedaba “flechada” por un joven y serio profesor, Eduardo Heredia (Antonio Cifariello) hasta el punto de perder su habitual alegría de vivir, llegando al extremo de interpretar el tango “Esta noche me emborracho”, completamente beoda, ante un gran número de atónitos espectadores en una sala de fiestas. Consecuencia de la pelea resultante (sus compañeros la defienden del abucheo general), Margarita dará con sus hermosos huesos en el calabozo, lo que constituirá el punto más bajo de su autoestima. Jesús Tordesillas, en el rol de su abuelo, constituirá su única familia por manifiesta incapacidad de la madre, a quien interpreta Margot Cottens, que se pasa la película de viaje en los lugares más dispares y haciendo llamadas telefónicas a su padre al que deja atónito con las más absurdas peticiones (tres cajas de chirimoyas con destino al Polo Norte, por ejemplo). Entre los condiscípulos del género masculino, destacan Nacho (Manolo Zarzo), el más fogoso admirador de Margarita y el que más seriamente rivaliza con don Eduardo, José Luis Ozores, como “El Gurriato”, estudiante algo asilvestrado, y Jesús Colomer, que encarna a Desiderio Conesa Ortiz, “Desi”, el estereotipo del tímido y nervioso. Del lado femenino, son muy gratas las presencias de María Silva, Gisia Paradís y Amparo Baró, que era tan buena actriz que ya parecía una veterana desde sus comienzos. Entre los profesores, el lugar más destacado lo ocupa don Severino, el profesor de historia (Pepe Isbert), el cual suspira muy convincentemente y pone los ojos en blanco al paso de Margarita. En papeles incidentales, sólidos secundarios como Goyo Lebrero o Ángel Álvarez (que recibe muy graciosamente un porrazo en la cabeza) aportan consistencia a las peripecias del film. De la labor de Tordesillas, podemos destacar un emotivo brindis que dedica a los ausentes en una Navidad que celebra en la única compañía de su nieta Margarita y al término del cual irrumpe, bulliciosa, la tuna. Con su participación en esta película, Jesús Tordesillas completaba su inmersión en cierto sesgo del cine popular destinado a un público mayoritario, sin sentido crítico y con ánimo escapista y de recta moralidad, de acuerdo con los parámetros pertinentes. Continuará el actor el mismo camino (de hecho volverá a incidir en el), en plena ancianidad, rodando films producidos, fundamentalmente, por amigos suyos y discurriendo por terrenos similares, el de las “películas toleradas”, si bien habremos de distinguir algunas variedades, como lo son el cine de género western y aventurero y el cine “de estampitas” (y algo más) de Ramón Torrado. Pero antes de hablar de todo ello, procede hacer un paréntesis norteamericano.

Los amigos americanos: Bienvenidos Mr. Siegel y Mr. Lamas

La filmografía de Jesús Tordesillas se prolonga hasta rondar el centenar de títulos. Entre tal piélago de celuloide no es difícil, sin embargo, reconocer ciertas constantes, ciertas tendencias más o menos acusadas que hemos ido señalando y que podían resumirse en que el actor se empleaba preferentemente en un tipo de cine cercano al estereotipo del espectáculo confortable y confortador con raíces españolas (en lo folklórico y en lo moral) aceptable y hasta recomendable para el poder establecido. Con el paso de las décadas, la búsqueda de la trascendencia que caracterizaba a este tipo de cine hecho en España, iría dando paso a una mayor ligereza, hasta desembocar ejemplarmente, como veremos, en algunos títulos lamentables, como los que cerraron la longeva carrera de Jesús Tordesillas. Hablar de títulos insólitos en una trayectoria tan coherente es tarea imposible, pero sí que cabe considerar sendas rarezas dos películas barnizadas de tintes yanquis: “Aventura para dos” y “La fuente mágica”.
Estrenada casi simultáneamente en Madrid y Barcelona, en septiembre de 1958, “Aventura para dos” fue dirigida por Donald Siegel, lo que por sí solo ya constituiría una peculiaridad remarcable. En efecto, el director de “La invasión de los ladrones de cuerpos” o de “Código del hampa” parece tener un difícil encaje en la cinematografía española. Sin embargo, atendiendo a su argumento, que consiste, precisamente, en el relato de la visita de un norteamericano por las “esencias españolas”, la idoneidad de Siegel se revela en todo su esplendor. Se cuenta en “Aventura para dos” (cuyo título original “Spanish affaire” parece mucho más adecuado) el escarceo amoroso entre Mari Saruvia (Carmen Sevilla), secretaria del señor Carlos Sotelo (Jesús Tordesillas), y el arquitecto norteamericano Perry Blake (Richard Kiley), en viaje por España, donde acude para ultimar los detalles de un proyecto suyo que él consideraba ya aprobado. Sin embargo, la especial idiosincrasia española rechaza la dimensión sobrehumana de lo diseñado por el técnico yanqui. Ante la rebeldía de éste, que no acepta la negativa, Carlos Sotelo le invita a conocer y convencer a los responsables de la decisión, encargando a su secretaria, María, a quien ya había enviado a recibirle al aeropuerto, a acompañarle en el periplo que le llevará por distintos lugares de la geografía española. María no está del mejor humor para aceptar el encargo pues acaba de romper con su pretendiente, Antonio (José Guardiola), un palmero de un cuadro flamenco adecuadamente posesivo y celoso, que al enterarse de que la que considera aún su novia viaja sola con un hombre, se dedicará a perseguirles denodadamente. En tales condiciones, el itinerario se verá jalonado por diversos encuentros en los que se pondrán de manifiesto el tremendo contraste existente entre la mentalidad práctica y prosaica de los norteamericanos y la soñadora, voluble y algo ineficaz (pero mucho más humana) de los españoles. Así, conoceremos al padre de María, un pintor que vive en Toledo (José Marco Davó), bohemio e irresponsable, y al señor Oliva (Julio Peña), uno de los jerifaltes que ha rechazado el proyecto de Blake, considerándolo inadecuado para la mentalidad hispana. El señor Oliva se muestra hospitalario y encantador, pero mucho más interesado en jugar con sus hijos en la playa (se encuentran en Tossa de Mar) que en discutir con el arquitecto de ultramar. En la localidad gerundense, Blake encuentra asimismo a un marinero bilbaino (José Nieto) que le enseña algunos trucos y algo de la filosofía sencilla y profunda de la gente del mar. Finalmente se produce el esperado enfrentamiento entre Antonio y Blake, que pone de manifiesto otra característica española, a Antonio la fuerza se le va por la boca. La película, que está muy solidamente realizada, no carga suficientemente las tintas en ningún sentido, por lo que deja una curiosa sensación de indefinición a su conclusión, con la fresca y delicada belleza de Carmen Sevilla como su valor más seguro.
Si extraña resulta “Aventura para dos”, no deja de reflejar su cualidad de producto híbrido “La fuente mágica”, experiencia española de la pareja formada por Fernando Lamas y Esther Williams (que terminarían casándose en 1969 en el que sería cuarto y último matrimonio del actor), que constituiría el primer y único film que dirigió el elemento masculino del binomio. Estrenada el 4 de febrero de 1963 en el cine Capitol de Madrid, esta coproducción hispano-norteamericana que contó con el actor Mario Berriatúa como “inspector de producción” narraba la huida de un ejecutivo agobiado por los negocios, don Alberto (Fernando Lamas, que no sólo dirige e interpreta, sino que también canta en pantalla una canción en inglés, durante los títulos de crédito, con fuerte acento hispano), hacia un mundo más sencillo y natural, en el ámbito campestre, lo que le lleva al pueblo de la mágica fuente del título. Allí encontrará el amor bajo las formas de Jacinta Towers (Esther Williams), una americana que está haciendo una encuesta, un estudio sociológico en los pueblos andaluces, una atractiva mujer lindante a la madurez que tratará de oponer toda la resistencia posible a los requiebros del forastero con la finalidad de dar algún interés a la película. Simultáneamente, hará tomar conciencia a las féminas del lugar del sometimiento al varón en que viven y les explicará lo que significa la “liberación de la mujer”, con el consiguiente revuelo y quebranto para la vida cotidiana del lugar. También contribuye lo suyo a la “tensión dramática” el asedio al que la hija del posadero, Margarita, de dieciesiete años de edad, somete al atractivo don Alberto. Destacados miembros de la comunidad (en la que, por cierto, presenciamos la celebración de las fiestas de San Aniceto) son, entre otros, don Tadeo, el alcalde del pueblo al que interpreta Ángel Ortiz (que aparece demasiado joven para “dar” el papel, aunque el doblaje trata de avejentarle), el cura que “hace” Fernando Sancho, o Nicolás, el dueño de la fonda “La fuente mágica” y padre de Margarita, al que presta su físico (que no su voz) Félix Fernández. Jesús Tordesillas, rememorando tiempos pasados de, por ejemplo, las lejanas “Currito de la Cruz” (1925) o “Leyenda de feria” (1946), encarna a don José Serrano, dueño de una hacienda de reses bravas donde se celebra una tienta a la que asisten los protagonistas. Aparece en pantalla con toda la gallardía de que era capaz a sus sesenta y nueve años montando a caballo (sobre el que se sostiene con cierta inseguridad) y vestido con traje corto, campero. Al final, tras algunos malentendidos que los han separado, y como es de rigor, las aguas de la fuente mágica llegan a su cauce y el amor entre las estrellas del film se impone cuando se reencuentran en la Feria de Abril de Sevilla. La película, rodada en la capital hispalense, en Huelva, y en Palos de la Frontera, se beneficiaba de una espectacular fotografía en Eastmancolor y Cinemascope de Ricardo Torres (que prestó quizá su apellido sajonizado a la protagonista) y contenía una de las fugaces apariciones del gran doblador Vicente Baño.

Producciones de género y para todos los públicos (1958-1969)

Gran parte de la producción cinematográfica de los años sesenta la integran las películas rodadas en régimen de coproducción, preferentemente con Italia. De ellas, la práctica totalidad cabe encuadrarlas en alguno de los tres géneros siguientes, dominadores de las preferencias de un público con voluntad de distraerse sin demasiadas exigencias de tipo artístico: el “peplum”, el western europeo (o “spaghetti-western) y “de espías a lo Bond”. Sometidos al dominio de estas tres corrientes, pocos intérpretes españoles que estuvieran en activo en la década de los sesenta pudieron sustraerse a compromisos profesionales que los insertaron en ellos. Algunos, incluso, alcanzaron cierta especialización, como en el caso de Eduardo Fajardo, un trabajador estajanovista, que rodó gran número de westerns. Otros ilustres actores de sus características, con sólidas carreras dramáticas en los escenarios, como José Bódalo, José Calvo o Andrés Mejuto, incurrieron también en este subgénero y, más esporádicamente, también encontramos a José María Cafarell, José Suarez o Alfredo Mayo. Por lo que se refiera al “peplum”, ya vimos, cuando hablamos de José Sepúlveda (que cuenta, asimismo, con algún “spaghetti” en su haber) y de Mario Berriatúa, que, llegado el momento, el profesional de la interpretación no duda en vestir la túnica y toga correspondientes, o la minifalda en su caso, cuando la ocasión lo requiere. El gran Fernando Rey o el no menos grande Guillermo Marín, prestaron con eficacia su prestancia escénica a más de un “peplum”, compartiendo la pantalla con exuberantes esclavas o cortesanas, y fornidos gladiadores o tribunos. Igualmente en la variante más escapista del género de espías hallamos grandes actores dramáticos en papeles puramente unidimensionales, como al magnífico Luis Peña, al sobrio José Suarez, o a Ángel Picazo, al que recordamos aquí en su correspondiente entrada, en la película “Estambul 65”, o (también sin movernos de Lady Filstrup) a Fernando Cebrián o a Francisco Sánchez. Por su parte, Jesús Tordesillas tuvo intervenciones en las tres modalidades de cine de consumo a las que nos referimos. La primera de ellas, y una de las más destacables, en el “peplum” de Vittorio Cottafavi, verdadero especialista en el género, “La rebelión de los gladiadores”, coproducción con Italia que se estrenó en Madrid el 2 de febrero de 1959, en el cine Carlos III. En ella, Jesús Tordesillas era Crisipo, el gobernador de la provincia de Armenia, a donde el senador Lucio enviaba a su sobrino, el tribuno Marco Numidio (Ettore Mani, el actor con la mandíbula más cuadrada del cine), para, bajo el pretexto de combatir el aburrimiento con promesas de diversiones cinegéticas, sofocar a los descontentos nativos. El gobernador al que encarna Jesús Tordesillas, un hombre flemático que sólo se interesa por la buena vida y por el espectáculo de los gladiadores, vive ajeno a las maquinaciones de la sometida princesa Amira (Gianna Maria Canale), que pretende eliminar al rey niño Ostroe, y de su consejero y ministro, el escita Burjala (Rafael Durán) y sólo se ocupa de reprimir al pueblo armenio, acaudillado por el rebelde gladiador Asclepio (George Marchal), una suerte de Espartaco previo al film de Stanley Kubrick. Marco Numidio, secundado por el leal Lucano (Rafael Luis Calvo) pronto toma conciencia de las injusticias a las que se ve sometido el pueblo armenio, convenientemente aleccionado por la hermosa nativa Zahar (Mara Cruz). Las insidias y maquinaciones de la malvada Amira y de su codicioso ministro provocan la revuelta y la destrucción, además de la muerte, alcanzado por una flecha, del gobernador (en una de las muchas muertes que le tocó interpretar a Jesús Tordesillas), con intervención de un ejército invasor escita en una batalla final. El valeroso Lucano ya ha muerto traidoramente cuando, en el saqueo de Tesifonte, la capital, también resulta asesinado Burjala a manos de los hombres que él mandó llamar, al intentar salvaguardar su oro. La dulce y bella Zahar, torturada y sacrificada por la cruel Amira expira, también, en los brazos de Marco Tribuno. Suponemos que su tío, el senador Lucio, allá en Roma, estará satisfecho de tal escabechina. El caso es que la película significa un digno entretenimiento, en el que las peripecias se suceden con buen ritmo y la suma de personajes y situaciones consigue distraer sin fatiga. En el apartado de las interpretaciones, merecen destacarse las admirables voces, tanto las de los actores que aportan la suya (caso de Rafael Luis Calvo, o Rafael Durán, ambos dobladores), como las que suenan prestadas, como la de Vicente Baño (que tiene, a su vez, un breve papel) que dobla a Georges Marchal, la de Manuel de Juan, que dobla al senador Lucio, o la de Francisco Arenzana que hace lo propio con el protagonista, Ettore Manni. La escena en la arena del circo, inevitable en toda película de gladiadores, incluye una lucha inusualmente bien resuelta entre Asclepio y un león, en la que el personaje del gladiador lo incorpora el domador profesional Luigi Gerardi que da más ajustada réplica al felino de lo que el francés Georges Marchal habría podido hacer.
Cifrada en “La rebelión de los gladiadores” la contribución al “peplum” de Jesús Tordesillas, el terreno aventurero lo hollará el actor madrileño fundamentalmente en el western de raíz hispánica, tales como el ya citado “Bienvenido, padre Murray” y, sobre todo, los basados en obras del creador del justiciero enmascarado, “El Coyote”, José Mallorquí, “Cabalgando hacia la muerte”, de Joaquín L. Romero Marchent y “El vengador de California”, de Mario Caiano, ambas de 1963, a las que siguieron “El proscrito de Río Colorado” (Mauri Dexter, 1966), “Una tumba para el sheriff” (Mario Caiano, 1966), “Dos caraduras en Texas” (Michele Lupo, 1968) y “Dos hombres van a morir” (Rafael Romero Marchent, 1969). En su filmografía aventurera encontramos también un film que adapta a un personaje del cómic, “El misterio de las naranjas azules” (Philippe Condroyer, 1965), trasposición al cine de las aventuras del mítico Tintín que ya compareció en este weblog cuando nos referimos a la intervención del gran Félix Fernández en el rol del profesor Tornasol y que sin duda volverá a ser citada cuando nos ocupemos de Ángel Álvarez (que hace un papel de científico, el profesor Zalamea, con la voz prestada por Manuel de Juan) o de Barta Barry, quien incorpora a un fementido jeque árabe. En este film, Jesús Tordesillas actúa doblado por el recientemente fallecido Pedro Sempson y su papel consiste en ser, en calidad de primo del profesor Zalamea, el cortés anfitrión de Tintín, Milú y del capitán Haddock en su finca “Bello Horizonte”, a los cuales se presenta haciendo gala de la hospitalidad más exquisita y con los ademanes más gentiles con las siguientes palabras: “Yo soy, simplemente, don Lope de Zalamea de Rodríguez Arroba Lozarabia y Puyredom”.
De las intervenciones de Jesús Tordesillas en el género western cabe decir que arrancan con la convocatoria de Joaquín Romero Marchent, al que podemos considerar el fundador del western hispano, subgénero este construido sobre la base de la obra del prolífico José Mallorquí, para dar vida en la coproducción con Italia y Francia “Cabalgando hacia la muerte” a Raimundo, el anciano y fiel servidor de don José (el soso actor norteamericano Frank Latimore), el hacendado californiano que es la otra identidad del justiciero enmascarado “El Zorro”, la cual, pese a haber abandonado en el pasado decide retomar ante los crímenes que, en su nombre están cometiendo una banda de malhechores comandada por dos hermanos, uno de los cuales le está suplantando. La abnegación de que hace gala el pintoresco Raimundo (Jesús Tordesillas luce en el film una de las caracterizaciones más chocantes de su larguísima carrera) le lleva a aceptar sin pestañear la tortura a la que es sometido por los villanos para hacerle revelar dónde y bajo qué personalidad se oculta “El Zorro”. También MacDonald, un agente del gobierno de los EEUU, investiga con rudos métodos la incógnita de la identidad del enmascarado, no dudando en llegar a aplicar el mismo tratamiento que recibió Raimundo por parte de los bandidos a su nieto (Carlos Romero Marchent, hermano menor, por cierto, del director del film). En el papel del gobernador de California hallamos a José Marco Davó y en pequeñas intervenciones, al ubicuo Xan das Bolas (como empleado del telégrafo) y a las guapas María Silva y Raffaela Carrá. El protagonismo femenino correspondió a María Luz Galicia, la misma estrella que aportaría su misma inexpresiva belleza a “El vengador de California”, donde volvemos a encontramos a Jesús Tordesillas en el reparto. Dirigida por el italiano Mario Caiano (tarea en la que fue asistido por Rafael Romero Marchent), esta nueva entrega de la serie de westerns hispánicos coproducidos por Copercines (nuevamente asociada con PEA, empresa italiana) trae nuevas aventuras en la California de mediados del siglo XIX basándose en un relato y guión de José Mallorquí, con la diferencia, sobre el film comentado anteriormente, de que el justiciero enmascarado pasa a ser el original del autor, “El Coyote”, en lugar de “El Zorro”. Así, será el otro yo de César Echagüe (un insulso “cara de pan” Fernando Casanova), el encargado de poner coto a los desmanes de los corruptos yanquis. Jesús Tordesillas, en el papel del padre del héroe, hará gala de su hidalguía tradicional, en uno de sus registros habituales, que contrasta notablemente con el del film precedente. Si en “Cabalgando hacia la muerte” recibía en préstamo la voz de Manuel de Juan para completar su interpretación del humilde empleado Raimundo (personaje que en palabras de un emocionado don José, ante su asesinato: “Era para mí un amigo, un hermano, ¡como si fuera un padre”), en “El vengador de California” era doblado por Eduardo Calvo, que le confería la respetabilidad que requería el (esta vez sí) auténtico padre del héroe. En papeles incidentales, hallamos a estupendos genéricos como el gran Félix Fernández, en el rol de don Goyo, un amigo de los Echagüe, guardián del honor español que se exaspera con la pasividad del blando César, a Santiago Rivero quien se hace cargo del personaje del doctor Valdés, o a José Jaspe, que actúa como el más destacado de la cuadrilla de los rancheros.
En otro registro del género western, comentaremos, sirviendo de muestra, la interesante “Dos hombres van a morir” (Rafael Romero Marchent), película que, estrenada el 23 de junio de 1969, se acerca más al renovado western norteamericano que al propio del continente europeo. Así, algo en “Dos hombres van a morir” recuerda a “Río Conchos”, más que a “Por un puñado de dólares” y todas sus secuelas, sin dejar por ello de ser un producto hispano-italiano ni de contener elementos del subgénero al que, por procedencia y factura, pertenece. El intrincado argumento, original del productor, Eduardo Manzanos Brochero, que convirtió en guión Mario Caiano, cuenta una historia en la que la información va suministrándose al espectador con cicatería, para que a cada breve intervalo de tiempo se produzca un pequeño suspense y una revelación. El espectador sabe, por ejemplo, que hay una banda de forajidos que lidera un antiguo oficial del ejército sudista, Bill Anderson, a quien interpreta un Armando Calvo estupendamente mugriento, en flagrante contraste con su imagen atildada y algo meliflua de galán en los lejanos tiempos de “El escándalo” (Sáenz de Heredia, 1943) o “El último cuplé” (Juan de Orduña, 1957). Como lugarteniente suyo, el joven Kid, del que sabemos pronto que no es tan despiadado como su jefe pero que tiene emponzoñado su corazón con el odio hacia los nordistas, y que, además vive un romance (en verdad muy comprensible) con la hermosa Lucy (Diana Zurakowska). Las acciones de los forajidos, que incluyen torturas y ejecuciones a honrados habitantes de Springfield (Missouri) crean la comprensible alarma en la citada ciudad, donde se produce una reunión de sus fuerzas vivas con la finalidad de encontrar una solución para detener tales desmanes. Entre los circunstantes, el más significado es el mayor Corbett (Jesús Puente), que nos olemos debe ser el traidor, pues es notorio que la banda de maleantes actúa siguiendo los informes de alguien “respetable” que posee mucha y valiosa información, como el tal Corbett (quien, para mayor dramatismo, es el padre de Lucy), de cuya fortuna se desconoce con precisión su origen. Poseedor de un rancho, no obstante parece disponer de más dinero del que su propiedad podría darle. En la reunión se resuelve poner sobre el caso a un agente de la prestigiosa agencia de detectives Pinkerton. Entran entonces en escena dos individuos que buscan a la banda de Anderson, un tal Samuelson y un tipo sin nombre (luego sabremos que se llama Allan), ambos candidatos a ser el agente secreto de Pinkerton, pero no es ninguno de ellos, el primero resulta ser un caza-recompensas, y el segundo, busca a la banda de Anderson por motivos personales. El agente de Pinkerton resulta ser un tercero. Desenmascarado y muerto Corbett, la partida de facinerosos de Anderson huye hacia el Oeste, en dirección a Kansas. En su camino se topan con un grupo de mormones que viajan con sus carretas hacia la tierra de promisión, donde han adquirido una propiedad agropecuaria, liderados por un venerable anciano (Jesús Tordesillas). Anderson decide asesinar a todos los mormones y suplantarlos pensando que serán un disfraz ideal para su banda, pero al llegar al primer pueblo, su comportamiento les delata y provocan una pelea multitudinaria en el salón, el cual regenta un resuelto José Sepúlveda. En el trágico enfrentamiento final se revela que Allan es hermano de Kid, el cual muere abatido por el disparo de Samuelson (que en realidad, aunque no nos importe, se llama Dan), que desconocía tal parentesco. Anderson, por su parte, ya ha recibido cumplido merecido a su maldad. Rescataremos especialmente, de este alambicado y violento western la presencia del veterano José Jaspe, en el papel de Zachary, uno de los miembros de la banda de Anderson, uno de sus habituales “hombres duros” tan convincente como siempre, a la altura de sus equivalentes yanquis (al estilo de Jack Elam). En similar cometido, y a parecida altura, consta otro habitual, Frank Braña. En el bando de los señores con levita, Ángel Menéndez luce como el juez Grant, de Springfield (Missouri). Como detalle destacable, por lo poco habitual, reseñemos que los intérpretes españoles actúan doblados por sí mismos, es decir, usando sus propias voces.
Dirigido nuevamente por Mario Caiano, que lo había hecho antes en “El vengador de California”, Jesús Tordesillas también tuvo su oportunista película de espías “a lo Bond”, “Los espías matan en silencio”, estrenada el 6 de noviembre de 1967, la cual incurría en los tópicos habituales, con el consabido supervillano suelto que quiere dominar el mundo y siente una especial predilección por liquidar científicos. Uno de los que integran la lista de víctimas es el profesor Roland Bergson, que fue el papel que le repartieron a Jesús Tordesillas. El dinámico protagonista, luchador incansable que se bate en una docena de peleas a lo largo y ancho del metraje, saltando de Londres a Beirut y de Beirut a Madrid y vuelta a empezar, fue el canadiense Lang Jeffries.

La decadencia y senectud (1970-1973)

La década de los años setenta alcanzó a Jesús Tordesillas en franca ancianidad y al cine español en un momento muy complicado en el que la indefinición industrial era la norma. Las películas comerciales estaban tomando un rumbo que no coincidía con el camino de Tordesillas, que sí había encontrado acomodo en las producciones de género de los sesenta y en el cine familiar y “de estampita”. Títulos como “¿Es usted mi padre?” (Antonio Giménez Rico, 1970), o “Con la música a otra parte” (Fernando Merino, 1971) no contienen ningún elemento que permita rescatarlas del olvido o de la indiferencia con que fueron acogidas, por no hablar de “Los escondites”, inclasificable artefacto pseudo-fantástico-con-niño que dirigió el televisivo Jesús Yagüe y que contó, incomprensiblemente, con una gran actriz como protagonista, Berta Riaza, en una de sus escasísimas actuaciones cinematográficas, y con un reparto espléndido que incluía a Terele Pávez, Ana María Noé, Fernando Sánchez Polack, Ricardo Lucia y Elena Flores. Para completar el efecto desconcertante, la música del film la firmaba Juan Pardo. Producida en 1972, “La guerrilla”, siquiera sea por los restos del oficio de su director, Rafael Gil, y porque no fue un completo desastre para la taquilla, permanece como uno de los films más estimables de los que constituyen la parte final de la trayectoria de Jesús Tordesillas. Presentada como un homenaje a Azorín (José Martínez Ruiz, 1873-1967) en el año del centenario de su nacimiento, la película adaptaba un relato del escritor castellano sobre un episodio de la Guerra de la Independencia en un pequeño pueblecito en el que se combate secretamente al invasor francés, cansados y hartos de los abusos de la soldadesca. El vicario de la villa (Luis Induni), por ejemplo, se ha unido a la partida del bandido “El cabrero” (Paco Rabal), mientras que otros conciudadanos, como Juan, el alcalde (Fernando Sancho), su medroso secretario Paco Salomón (Rafael Alonso) y Valentín, el ventero (José Nieto) o el instruido don Alonso (Jesús Tordesillas), se las ingenian para “despachar” silenciosamente a los descuidados oficiales gabachos que se pueden atraer. Un oficial del ejército de Napoleón, el coronel Santamon (Jacques Destoop) recibe la misión por parte de su general (José María Seoane) de investigar las desapariciones de oficiales franceses acaecidas en la localidad donde se desarrolla la acción. El comisionado se presenta en la venta de Valentín disfrazado de sargento y simula que los intentos de emborracharle con vino y con la exhibición de la deslumbrante belleza de la hija del ventero, Juana María (La Pocha) han tenido éxito, lo que le convertirá en pieza fácil de cobrar en la soledad de su alcoba, pero cuando van a liquidarle se presentan sus hombres y detienen a todos los resistentes, condenándolos, después, a ser ajusticiados en la horca. Paco Salomón es exculpado dado su carácter colaboracionista y se le da el mando municipal. El día de la ejecución, la partida de “El cabrero” interviene para salvar a los reos, con un éxito casi total, pues en la refriega muere Don Alonso. Paralelamente, nos hemos ido enterando de las delicadas circunstancias personales que concurren en las relaciones entre los personajes destacados del pueblo, pues Juana María es realmente hija de Juan, el alcalde, amante de su madre (Eulalia del Pino), con el conocimiento y consentimiento de Valentín. La guapísima joven deberá, en un momento determinado, a propuesta del coronel Santamon, decidir a cual de sus dos padres salvará la vida, decidiéndose, tras hablar con su madre, por evitar la ejecución del bondadoso Valentín. Asimismo, Juana María no podrá evitar enamorarse del oficial francés por mucho que milite en las filas del enemigo y por mucho que, además, reciba las atenciones de “El cabrero” y por mucho que su pasión esté destinada a tener un final trágico. El film, que estaba lejos de poseer la fluida pulsión narrativa que había caracterizado a su director treinta años antes, contaba con algunas presencias estimulantes en su reparto, como la de la gran Lola Gaos o la de la bellísima Charo López, que interpreta a una lugareña descreída, “puta de franceses”. La contribución de Tordesillas, que moría violentamente una vez más (como en “La rebelión de los gladiadores”, en “Cristo negro”, o en “Dos hombres van a morir”, por citar unos pocos ejemplos), dando vida a don Alonso, representaba la tan necesaria figura del defensor de la razón contra la barbarie. Asiste horrorizado a la quema de libros por parte de la soldadesca napoleónica y, en un momento de la acción, afirma: “Todo mal viene de la falta de ilustración”.

Tal como ya dijimos en las primeras líneas de la primera entrega de esta extensísima entrada, Jesús Tordesillas no se prodigó en el medio televisivo. Son contadas sus intervenciones en los míticos espacios dramáticos de Televisión Española. Ya en la última etapa de su trayectoria artística, el actor madrileño dispuso de un breve papel, bajo la categoría de “colaboración especial”, en la adaptación de “Otelo” que firmó Gustavo Pérez Puig para el programa “Estudio Uno”, en versión de la obra de
Shakespeare del escritor Antonio Gala. El rol que le fue repartido a Tordesillas fue el de Dux, el mandatario de la Venecia renacentista en la que discurre la acción, ante cuya presencia deben dirimirse graves asuntos de estado y a cuya consideración, Barbancio (Manuel Dicenta), el padre de Desdémona (Maribel Martín), expone el caso de la presunta seducción ilícita que el moro Otelo (Alfredo Alcón) ha practicado en la persona de su hija. Tordesillas, que ya había representado “Otelo” en 1916, con Enrique Borrás de protagonista y haciendo el papel del envidioso Yago, se muestra en esta ocasión inseguro y mermado de facultades en su interpretación, y hasta da la sensación de que, cuando su parlamento se prolonga más allá de dos o tres frases, se apoya visiblemente en la lectura para decir su diálogo. En el resto del reparto, Fernando Guillén, como Yago y Manuel Galiana, Charo Soriano y Sancho Gracia, en papeles de menor trascendencia, sacaron adelante sus personajes con brillantez pareja a la de los interpretes protagonistas, anteriormente citados (si bien, en el caso del argentino Alfredo Alcón, nos parece algo artificioso, sobreactuado y sobrepasado por la dimensión colosal de su papel).

“La boda o la vida” es el título de una insensata comedia que dirigió Rafael Romero Marchent en 1973 y que logró estrenarse, distribuida por “Chamartín producciones”, en Madrid, en diciembre de 1974. Con la más que improbable pareja de protagonistas formada por La Polaca y Manolo Codeso (que no forman pareja en la ficción ¡sólo faltaría!), esta producción de Eduardo Manzanos, apenas tiene empacho en disimular su condición de vehículo para la nostalgia más rancia de los primeros años cuarenta, los de la inmediata posguerra, como si fuera aquella una época dorada, llena de deslumbrantes figuras en todos los ámbitos de la vida, ignorando a conciencia (¡que ya es ignorar!) las penurias de la terrible posguerra. Formando parte del bochornoso espectáculo, a nuestro protagonista de hoy, Jesús Tordesillas se le brindaba un momento estelar en el que se interpretaba a sí mismo, siendo objeto de un “espontáneo” homenaje en una película que, no olvidemos, producía un viejo amigo. Desgraciadamente, su fallecimiento se produjo antes de que la película llegara a estrenarse, por lo que el merecido tributo se hizo público a título póstumo.
El guión de “La boda o la vida”, firmado conjuntamente por el propio director y por el enigmático José Luis Navarro (un guionista sorprendente, cuya pista de aquellos años nos lleva hasta la mismísima serie televisiva de “Columbo”, para la que escribió algunos de sus peores episodios) era poco más que una ración de televisión “en pantalla grande”, toda vez que la parte fundamental del metraje se la llevaba la participación del protagonista, Carlos (Manolo Codeso en el rol de un estudiante universitario de cuya verosimilitud debía dudar hasta el espectador más bienintencionado) en un concurso de la tele. La necesidad de obtener el premio (dotado de cinco millones de pesetas) nacía de la obligación contraída de casarse con su novia, Elena (Nuria Gimeno), a la que había dejado embarazada. La hermana mayor de ésta, Patricia (La Polaca) toma el mando de las operaciones tendentes a conseguir que el gañán se alce con el premio porque tanto ella, como una tercera hermana, Marta (Paloma Moreno) quieren forzar la boda para poder casarse ellas a su vez con sus novios: León (Alejandro de Enciso), el novio de Patricia, y Álvaro (Carlos Romero Marchent, hermano, por cierto, del director del film). Bajo el férreo mando de Patricia (que no pierde la ocasión de interpretar un par de números musicales adscritos a su género particular, muy racial, de mujer “de rompe y rasga”) todos colaboran para que Carlos se documente debidamente y consiga el premio apetecido. Para ello acuden a los archivos del No-Do y a la hemeroteca del diario ABC y de la “revista Blanco y Negro”. El concurso, que presenta el ya entonces veterano de la televisión, José Luis Uribarri, versa sobre los años cuarenta, dedicando cada programa a un bienio de la década hasta totalizar, en el transcurso de cinco emisiones, el decenio completo. Es con esta excusa argumental que se da un repaso notoriamente sesgado a lo acontecido en España en aquellos años, los primeros de la dictadura de Franco. Las visitas de personalidades de la época (entre las que se incluye la de Jesús Tordesillas, a quien se homenajea) se alternan con actuaciones musicales de la inefable Marujita Díaz. Los visitantes aprovechan para plantear una pregunta al concursante, siendo en el caso de Jesús Tordesillas, los premios de cine de 1940 del Sindicato Nacional del Espectáculo, en los que, precisamente, fue él el agraciado con el galardón al mejor actor por “La malquerida”. Otra película en la que actuaba, “La florista de la reina”, es también mencionada porque le valió a su director, Eusebio Fernández Ardavín, el premio a la mejor dirección. En otro programa, el visitante es José Luis Sáenz de Heredia (de quien, en un programa anterior, se había proyectado imágenes de uno de sus primeros films, “A mí no me mire usted”, y del que también se selecciona una secuencia de su película “La mies es mucha” en la que puede verse, casualmente, a un joven Rafael Romero Marchent (el director de “La boda o la vida”) actuando junto a Fernando Fernán Gómez. Aparte de alguna curiosidad más, sólo válida para nostálgicos irredentos o para cinéfilos algo desvencijados, la película es terrible. Con idéntica devoción se proyectan imágenes de ídolos del fútbol, toreros como Antonio Bienvenida o Pepín Martín Vázquez (a una de cuyas faenas se nos informa que asistió el jefe de las SS nazis, como si tal cosa), o del general Moscardó. Mala hasta el sonrojo, la película no consigue arrancar la menor sonrisa, ni siquiera por conmiseración. Más bien al contrario, consigue incomodar gravemente a poca sensibilidad que se tenga. La presencia de Xan Das Bolas interpretando a César Colmenar, el concursante suplente que espera que el protagonista Carlos falle para ocupar su lugar, es lo único medianamente aceptable de todo el film. Su desvergonzada admisión de su pasada condición de estraperlista (que “perló” con harina, luego con yeso y cemento y, finalmente, con licencias de camiones) es el único momento digno de un atisbo de empatía por parte del espectador, que asiste al resto con el ánimo repartido entre la incredulidad y la indignación. Consecuentemente, el film fue un fracaso más que regular, que nació ya anticuado, feo y tristísimo.
No mucho mejor que “La boda o la vida” es “Le llamaban la madrina”, aunque la comunión de este título con el público fue mucho mayor, fundamentada en el tirón popular de Lina Morgan y en el bien afinado olfato de Mariano Ozores para la taquilla. El elenco actoral también superaba netamente el ofrecido por el film que dirigiera Rafael Romero Marchent, pues incluía figuras tan entrañables como los muy competentes José Sazatornil, Antonio Ozores, Alfonso del Real, Luis Barbero, Emilio Laguna, Alfredo Mayo o el propio Jesús Tordesillas, en el que sería su último papel para la pantalla, como jefe del inspector de la brigada social, don Ramón (Alfredo Mayo), a quien le encarga ayudar a López Segovia (Ignacio de Paúl), inspector de la sección “L”, de asuntos exteriores, en un caso de espionaje, para lo que el comisionado acudirá a la ayuda de la experta “afanadora”, Trini, a quien da vida Lina Morgan y a su “gang” (integrado por su novio, Justino, encarnado por Antonio Ozores, su abuelo, interpretado por Luis Barbero y los secuaces “Momia” y “Tute”, a los que prestan su presencia cómica José Sazatornil y Emilio Laguna). Con apariciones puntuales del siempre eficaz Goyo Lebrero (como Abelardo) y de las guapas Barbara Rey y África Prat, y una colaboración del exagerado Ángel de Andrés en el papel del paleto al que le dan el timo de la estampita (rol que le había tocado en suerte a Francisco Bernal en “Los tramposos”), el epitafio profesional de Jesús Tordesillas supuso tan sólo una comedieta más de las que firmaba Mariano Ozores en la que, por cierto, el actor protagonista de la presente entrada no pudo ya aportar su voz, por lo que fue doblado.

Final

Repasando esta desbordada entrada encontramos, no obstante su excesiva extensión, algunas películas que han quedado en el tintero. Como las dos que dirigió Manuel Mur Oti con Tordesillas en su reparto, “La guerra empieza en Cuba” (1957), en la que el actor tenía una participación relevante, sólo por detrás de la pareja protagonista (Emma Penella y Gustavo Rojo), y “A hierro muere” (1962), donde el actor madrileño se limitaba a intervenir en un papelito de breve extensión como el farmacéutico que dispensaba el veneno que el protagonista (Alberto de Mendoza) se disponía a emplear para librarse de su tía a la que ambicionaba heredar. Tampoco ha habido lugar para hablar demasiado de “El relicario” (Rafael Gil, 1970), más allá de lo comentado en la primera entrega de esta entrada, donde ya se explicaba lo que competía a la presencia de Tordesillas, ni de “Plaza de Oriente” (Mateo Cano, 1963), una producción Copercines que adaptaba una obra de Joaquín Calvo Sotelo (la segunda, después de “Milagro en la Plaza del Progreso”, que se convirtió, pasada al cinema en “Un ángel tuvo la culpa”, en la carrera de don Jesús). Otras películas, dignas, quizás, de mayor comentario, han sido sólo mencionadas, pero ya habrá ocasión de ocuparse de unas y otras, al tratar alguno de los actores que las interpretaron. Es ya hora de terminar, de una buena vez.
Jesús Tordesillas llevaba muchos años viviendo en el número 6 de la calle Fundadores de su Madrid, cuando la muerte le sorprendió la tarde del 24 de Marzo de 1973. Aquella mañana había estado en la Mutualidad de Artistas, donde era un habitual. De su constancia en el trabajo hasta sus últimos días de vida quizá (al margen de sus propias explicaciones, más románticas, que reprodujimos en la primera entrega de esta entrada) había dado la clave en una entrevista concedida en 1947 a la revista “Cámara”, en ella se declaraba contrario a la virtud del ahorro, llegando a afirmar que nunca ahorraba en previsión de días futuros, convencido de que el ahorro era inmoral. Y se explicaba así: “En general, lo que uno ahorra lo heredan otros, lo cual me parece terriblemente injusto. Existe también otra razón todavía más poderosa. (...) El ahorrar supone una falta de seguridad y de confianza en sí mismo. No, no. Decididamente, me pronuncio en contra de una virtud tan nefasta”. Don Jesús Tordesillas Fernández, un tipo, como no nos importa repetir, “de una pieza”.
PD: Tanto en la base de datos IMDB, como en el magnífico libro (esencial, para este burgomaestre) “Las estrellas de nuestro cine” (Carlos Aguilar y Jaume Genover, Alianza Editorial, 1996), como en el volumen correspondiente de la serie “Los cómicos “(Manuel Román, Royal Books SL), en las filmografías respectivas de Jesús Tordesillas figura la excelente “El fantasma y doña Juanita” (Rafael Gil, 1944), pero este burgomaestre no ha sido capaz de ver al citado intérprete en ella, por lo que, salvo prueba en contrario, consideraré su inclusión en tales filmografías un curiosamente repetido error.

Etiquetas: